Luisa Richter fotografiada por Guillermo Colmenares
La gran creadora en un instante feliz, fotografiada por Guillermo Colmenares.

El 1 de noviembre fue la despedida de Luisa Richter. Ese día María Elena Ramos pronunció estas palabras de despedida en el Cementerio del Este, en La Guarita, de la Caracas que tanto amó. Las publicamos como homenaje a una creadora que llegó  de lejos para quedarse e integrarse a esta Venezuela agradecida de su obra.

La presencia de Luisa Richter tiene profunda significación para el arte venezolano. Fue una enamorada del país, desde su llegada en diciembre de 1955. Y como otros viajeros europeos quiso quedarse aquí para siempre. Supo ver lo esencial de nuestra naturaleza, su espacio, su luz, y nos lo hizo ver a través de obras abstractas, o expresionistas; en pinturas informalistas o en muy libres collages. Me dijo: “siento esa atmósfera, única aquí, en las playas, esa mezcla de luz, grises increíbles, sales, humedad, esa atmósfera del aire”. Como en Reverón, en Luisa esa luminosidad fue reveladora. Pero ella venía de otra parte, de una infancia en plena Guerra Mundial, de una Alemania que en los años cincuenta estaba en la dura reconstrucción de la postguerra. “Yo soy un prototipo de la posguerra”, llegó a decirme. Desde allá trae Luisa, a sus 27 años de edad, una rigurosa formación artística, apoyada por su maestro Baumeister, conocedora de la tradición de lo moderno pero abierta para ahondar, más ampliamente, en las raíces de la historia de la cultura.

Luisa fue también una pintora figurativa, que registró en retratos los rostros de personajes que le fueron cercanos. Libre como pocos, ella podía hacer convivir en un mismo espacio la abstracción y la figura humana. Y un cuerpo, una pierna, un brazo podían asomar su intensidad, su brío, gracias a las líneas de un dibujo, a un fragmento fotográfico o a un antiguo impreso que incorporaba en sus collages. Y es que, aunque no siempre se mostrara directamente, la condición humana fundaba también su obra. Como dibujante excepcional, transmitió en sus imágenes una sutil dimensión espiritual.

Luisa fue tocada desde muy niña por el arte. Decía: “desde los tres años sentí la felicidad de la línea y del color sobre el papel (…) Cuando era niña y tuve escarlatina, la enfermedad me impedía oír, pero me retiraba a mi habitación y dibujaba”.

Luego creció en sus intereses abiertos: a la filosofía, la literatura, la política. Puso atención en  la tradición espiritual, el budismo zen, la teosofía de Rudolf Steiner. Antiguos maestros del arte como Piero De la Francesca, Giotto, Miguel Angel, Rubens o Rembrandt, habían tenido tanta intensidad en sus indagaciones como los modernos Klee, Picasso, Ernst, Leger o Miró. Me dijo un día, sobre sus tiempos juveniles: “ver los cuadros de El Bosco me produjo felicidad”.

Otra vez dijo: “mis colores vienen del cielo y del paisaje”. Pero si fue amante de los distintos modos del blanco también era aguda conocedora de los colores intensos que estudió en su juventud: el rojo inglés, el azul de Prusia —como en Goya. Luisa se acompañó de la música: Mozart, Bach, los barrocos, pero también Webern, el jazz o John Cage.

Si bien fueron muy diversos los intereses que la movieron, supo mantenerse siempre en la concentrada acción de crear. En este sentido, me dijo: “Con tanta información con la que hoy convivimos, uno tiene que concentrarse en su propia necesidad, su propia fantasía, su propia capacidad”. Distintos lenguajes  dejaron huella en la vida y la obra de Luisa, que se convirtió en una maestra muy querida para las distintas generaciones de artistas que fueron sus discípulos. Tanto ellos como muchos creadores, jóvenes o no, o curadores y museólogos, y quienes tuvimos el gran privilegio de ser sus amigos, lo supimos y lo disfrutamos por muchos años, tanto en los salones de clases o en los conversatorios como en su blanca casa llamada El marco. Allí, con la querida e inquieta Luisa, se nos abría siempre un momento de estímulo: a penetrar mejor en la historia universal del siglo XX, a dialogar indefinidamente sobre la vida y el arte. Y hasta a tratar de responder en algo su permanente pregunta, reiterada en nuestros encuentros hasta casi el final de su vida: “¿qué crees que va a pasar ahora con la política, con el país?”, nos decía –como balanceándose entre el reto pícaro que nos lanzaba y su propia y sincera perplejidad.

No hace tanto tiempo me dijo: “Yo amo a Caracas, y a mí me encantaría todavía poder ayudar en la educación, a pesar de que ya no soy tan joven. Hay que educar para mejorar una ciudad que tiene que recuperarse”.

En Los Guayabitos, un marco de cemento da nombre a la casa y encuadra, en la terraza, hora tras hora, la cambiante realidad del paisaje, su luminosidad o su bruma, las humedades del clima, la montaña. Así quiso ella enmarcar, para observarla cada día, esa atmósfera tropical, esa naturaleza venezolana que valoraba como un regalo mayor. Pero ahora vale decir que ese “marco” fue adquiriendo para sus visitantes también otro significado, acaso menos físico y más simbólico: y es que, tanto la persona como la obra de Luisa generaban una apertura inolvidable, hacia el arte y hacia el mundo. Una apertura, sobre todo, hacia la firme voluntad de crear. Ya ella me había dicho un día, hablando de tantas cosas: “pintar da fascinación, pintar abre puertas”. Y refiriéndose a Venezuela, dijo “Aquí todo es posible, todo es abierto todavía”.

Cito para finalizar unas palabras de Heidegger que Luisa hizo expresamente suyas: “La obra es el origen del artista. El artista es el origen de la obra. Ninguno existe sin el otro”. A partir de hoy ya Luisa no estará más con nosotros… pero nos quedan para siempre una intensa memoria de su vida; la lucidez de su palabra y la trascendencia de su obra.

María Elena Ramos

Cementerio de La Guairita

Caracas, 1° de noviembre, 2015

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