Fascismo de Maduro
Mac Margolis, de Bloomberg News, calificó la acción de Maduro como un “escalofriante florecimiento de la Gestapo en una versión tropical de limpieza cultural”.

Leszek Kolakowski (1927-2009), un filósofo polaco excepcional, reconocido por su obra Las principales corrientes del marxismo, dictó una conferencia en la Universidad de Harvard, en 1987, que llevaba como título El demonio en la historia. Quienes lo conocieron dicen que era un fino erudito, carismático y con una inclinación natural por la ironía. Quizá por esto último, al público le costaba seguir el hilo argumental de la ponencia de este pensador que tuvo que exiliarse en 1968 por la persecución comunista. Muy pocos interpretaron que las metáforas del maestro —cuenta Tony Judt en un texto que se recoge en su libro póstumo Cuando los hechos cambian— eran acerca del demonio y el mal.

Para Kolakowski una de las falsas premisas del marxismo “era que todos los fallos humanos tienen su origen en las condiciones sociales”. Marx, según Kolakowski, había “infravalorado completamente la posibilidad de que algunas fuentes de conflicto y agresión puedan existir intrínsecamente entre las características permanentes de la especie”. Por eso en Harvard dijo que “el mal (….) no es contingente (…) sino un hecho obstinado e irredimible”.

El pensamiento de Kolakowski resulta ser muy interesante para analizar el despotismo del presidente Nicolás Maduro en Venezuela, que tiene secuelas para la región.

La gestión populista de retórica izquierdista —que el chavismo representa a la perfección— es absolutamente equivocada para lograr el desarrollo de una sociedad. La historia así lo demuestra. No hay ningún país que haya alcanzado la prosperidad con el Estado —y un Yo el Supremo, diría Augusto Roa Bastos— como casi exclusivo motor de la economía y aplastando a las empresas privadas. Pero es nada más que una opinión o un análisis de un asunto que corresponde al campo de las ideas.

Pero no debería considerarse como un asunto discutible el repudio a las medidas totalitarias de Nicolás Maduro de los últimos 15 días porque lo que está haciendo en la frontera con Colombia es una verdadera afrenta a toda la humanidad. No debería interpretarse la deportación y regreso de miles de colombianos desde suelo bolivariano como simples respuestas —comprensibles, además— a una pugna diplomática entre gobiernos de signos políticos diferentes. No. Se trata de un problema más profundo, de carácter moral, que alcanza al campo jurídico, que la comunidad internacional debería condenar. Es un profundo error leer esa extrema política chavista en clave ideológica.

¿Y qué hizo Maduro?

Aprobó un decreto de estado de excepción, sin enviarlo a la Asamblea Nacional ni a la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, que permite a las autoridades bolivarianas a practicar requisas a viviendas o lugares de reunión, establecimientos comerciales, recintos privados abiertos o no al público con el objetivo de investigar «la perpetración de delitos». Como es un decreto de emergencia, esas acciones no requieren de una orden judicial previa. Además, los funcionarios chavistas están autorizados a realizar espionaje telefónico. Esa norma fue acompañada del cierre de frontera en todo el estado de Táchira hacia donde se movilizaron unos tres mil soldados.

Por esas medidas fueron deportados unos mil 100 colombianos que vivían en Táchira y que supuestamente no tenían los documentos en regla. ¿Cómo los desterraban? Guardias chavistas exigían la documentación a familias que sospechaban que tenían integrantes de origen colombiano. Si no tenían los papeles correspondientes, les ordenaban que recogieran rápidamente sus pertenencias y salieran de Venezuela. Sus casas eran marcadas con una D de deportados y luego eran demolidas por una topadora bulldozer. Algunas de esas familias están formadas por un papá venezolano, una mamá colombiana e hijos venezolanos. La guardia bolivariana expulsaba solo a la mamá. A los más de mil deportados hay que sumar a unos 10 mil colombianos que por temor, inseguridad o incertidumbre, decidieron hacer las valijas y huir hacia su país de origen, según datos de la Organización de Naciones Unidas (ONU) del lunes pasado.

Según el representante del Alto Comisionado para los Refugiados (Acnur) en Colombia, Stephane Jaquemet, la situación en la frontera es tan preocupante que corresponde hablar de “crisis humanitaria” y aseguró que sin un acuerdo, podrían retornar hasta unos 70 mil colombianos.

Esta semana Maduro justificó sus medidas fascistas por los graves problemas de contrabando en la frontera, que existen hace más de 30 años, y las consecuencias negativas de la política económica de Colombia en la crisis cambiaria venezolana y en el desabastecimiento de alimentos y otros productos básicos.

Santos está indignado, obviamente. El martes 1, en una alocución televisada, comparó la marcación de las viviendas de los colombianos deportados, con lo que hacía el gobierno de Hitler “en los guetos nazis”. Y agregó: “Cuando se conoció esta infamia, la pregunta universal fue: ‘¿dónde estaba el mundo cuando ocurrió todo esto?’”.

Y hoy el mundo mira hacia un costado.

En la OEA una mayoría simple rechazó una propuesta de Colombia de convocar a los cancilleres de los países miembros para tratar la crisis de la frontera. Estados Unidos y la Unión Europea, por su parte, han hecho muy poco.

La crisis humanitaria por las medidas autoritarias de Maduro no es un problema solo de Colombia, es un problema que le debería atañer a toda la comunidad internacional. Porque es otra expresión del mal como hemos vivido en el siglo XX. Porque representa un retroceso moral lo que el periodista Mac Margolis, de Bloomberg News, calificó como un “escalofriante florecimiento de la Gestapo en una versión tropical de limpieza cultural”.

*Publicado originalmente en El Espectador de Uruguay.

 

 

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