Carlos Fuentes, William Styron, Gabriel García Márquez y Sergio Ramírez
Cuatro grandes escritores: el mexicano Carlos Fuentes, el norteamericano William Styron, el colombiano Gabriel García Márquez y el nicaragüense Sergio Ramírez en una curiosa foto datada en 1996.

En febrero de este año Sergio Ramírez recibió el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Español, un galardón bienal concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (Conaculta) de México. Su primera edición fue ganada por Mario Vargas Llosa en 2012. 

El 5 de noviembre de 2014, el jurado integrado por el escritor Juan Goytisolo, en calidad de presidente del mismo y representante del Conaculta; Mario Vargas Llosa, autor merecedor del galardón en su edición anterior y Premio Nobel de Literatura 2010; Soledad Puértolas, miembro de la Academia Española, Margo Glantz, representante de la Universidad Nacional Autónoma de México, y Gonzalo Celorio, representante de la Academia Mexicana de La Lengua, decidió otorgar la segunda edición del premio a Sergio Ramírez, por considerar que su obra conjuga “una literatura comprometida con una alta calidad literaria”. Lo recibió el 24 de febrero de 2015 en Ciudad de México.

En este artículo, tomado del número 9 de la revista cultural Carohana, dirigida por el periodista y escritor venezolano Juan Páez Ávila, el narrador nicaragüense reflexiona sobre el rol de los escritores en América Latina.

El Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, que he recibido de manos del presidente Enrique Peña Nieto, pone al maestro delante de su discípulo, porque de Fuentes aprendí lecciones de escritura desde mis primeros viajes a México, cuando bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus libros.

Siempre admiré en él esa ambición ecuménica de tocar todos los temas y todos los registros, y ver siempre en la historia una fuente de imaginación que nunca se agota. Desde su investidura de novelista supo que la historia debe estar sujeta a una revisión crítica incesante. No solo exponer la realidad, también enfrentarla y juzgarla, nunca quedarse en testigo pasivo.

Desde La muerte de Artemio Cruz, a Años con Laura Díaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad profética. Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.

Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad, pinta también a América Latina y nos enseña que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas. Que nuestra identidad está en la diversidad.

Compartimos la múltiple exploración de temas en los que nos descubrimos, la multiplicidad del lenguaje, la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país, y convierte la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.

Antes, los temas literarios comunes de nuestra América fueron los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.

En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre alguna masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos, vistos en singular.

Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.

En América Latina sufrimos aún la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad, allí donde el crimen y el terror, y también la demagogia, se incuban en la pobreza.

Los novelistas también hemos sido cronistas de la violencia de las revoluciones. Fui protagonista en mi patria de una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la pobreza. Para entrar en el siglo XXI, debemos dejar atrás primero el siglo XIX.

Los escritores latinoamericanos somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos. Somos testigos privilegiados de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la corrupción, las grandes deficiencias del Estado de Derecho. Somos testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.

La palabra siempre ha luchado por defenderse de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.

La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos ideológicos, sino para hacer preguntas. Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico, que es el de nunca callarse. Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.

Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte. La creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.

Es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación

N de E: quien desee recibir la Revista Cultural Carohana por correo electrónico debe escribir a jpaezavila@gmail.com.

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