Vitrina de La Campana.
Vitrina de La Campana, considerado el restaurante más antiguo de Roma. / STEFANO DAL POZZOLO

La panza de Roma es grande, humilde y popular. Durante siglos los mejores bocados estuvieron reservados a los miembros de “la casta” —sí, ellos inventaron el término—, que ha ido sucediéndose en el poder: príncipes, nobles, cardenales del Vaticano, el Gobierno o el resto de invasores extranjeros. Eso les hizo descreídos, recelosos con el Estado, gente que responde “boh” (quién sabe) o “Roma mica è mia” (Roma no es mía) cuando les cuestionas algo; que todavía hoy sigue negándose a usar la tarjeta de crédito en los restaurantes para no revelar información.

Pero no se confundan, por humildes que sean los platos, la panza romana es orgullosa, ha convertido su cucina povera en un emblema de la ciudad. Y también ritual y gozosa. Aquí se ama, se comparte y se discute de comida. Observen a un romano en cualquiertrattoria, el camarero se acerca a la mesa y mientras va recitando la carta con delectación, paladeando los platos, el comensal asiente, niega o matiza moviendo los labios como si también él saboreara. Indagar en los lugares y la comida popular de los romanos es tanto un viaje gastronómico como una aventura lingüística.

Neón en una ‘trattoria’ romana. / MANAKIN

Lo primero, la pasta. Roma tiene varios platos emblemáticos y reglas relativamente inmutables. La pasta siempre asciutta (seca), cocinada al dente (suavemente dura) y, en general, rematada con una pizca de pimienta negra y queso pecorino, es decir, de oveja local (nada que ver con el parmesano). La pasta puede venir acompañada con diversos condimentos. Si lleva potaje de garbanzos, el plato se llama pasta e ceci; si sólo queso y pimienta, cacio e pepe; si ajo y aceite, aglio e olio; y si tocino frito, queso y un punto de peperoncino (pimienta picante), alla grigia. Los platos más famosos son la amatriciana, con tomate, tocino y queso, y la carbonara, la última salsa en aparecer, que empezó haciéndose con huevo, pecorino y tocino, y hoy se cocina en los mejores lugares con guanciale (careta de cerdo). Hay decenas de trattorias donde preparan bien estas variedades: Da Cesare, Felice, Mamma Angelina, Costanza, Opificio, Armando, Grappolo d’Oro…

Las carnes más populares proceden de lo que los romanos llaman —un tanto literariamente— el “quinto cuarto” de la res, es decir, todo aquello que los matarifes desechaban pero era aprovechable: mollejas, sesos, criadillas, riñones. La suma de ambos conceptos, pasta y casquería, culmina en la cumbre de la cucina povera, la pagliata; si bien debe pronunciarse “pajata”, esta es una palabra que resulta imprescindible decir en dialecto romanesco. El tierno ternerillo que acaba de mamar la leche de su madre se sacrifica antes de que haya podido digerirla, se extraen sus intestinos rellenos de leche y se cocinan con una pasta —la tradicional, rigatoni— sobre la que se organiza una pequeña sinfonía de sabores y aromas simples: la piel del intestino, el dulce requesón de su interior, el jugo de la salsa de tomate, el leve picor del pecorino y una pizca de pimienta negra. Placer de dioses. En Flavio al Velavevodetto (literalmente, Flavio “el de ya os lo habíamos dicho”), son formidables y está dentro del mismísimo Testaccio, una colina artificial conformada por los restos de 25 millones de ánforas procedentes de la Bética en la Roma imperial.

JAVIER BELLOSO

Pasemos a la pizza; los romanos son, en general, tolerantes con la mayoría de asuntos, pero con ciertas cosas son intransigentes. El resto del mundo cree que la pizza tiene una masa más bien gruesa, un tanto aceitosa, cubierta de queso elástico y, encima, cuantos más ingredientes, mejor. El resto del mundo consume la pizza a cualquier hora. Aquí no. En Roma la pizza es fina, crujiente y tiene muy pocos ingredientes. Y se come sólo por la noche. Y no se discute con eso. Algunos sitios imprescindibles: Er Panoto, Sforno. Si son capaces de soportar la cola, la pizzería más famosa es Baffetto. Muy cerca, La Montecarlo tiene la ventaja de liberar mesas con rapidez. Si uno quiere café, le hacen un gesto ambiguo con los dedos y le invitan a ir a Guglielmo, en la esquina, el bar de la antigua cajera; cuando Carlo, el dueño, se divorció, ella le exigió que le montara una cafetería y dejara de servir café. Si se animan a salir del centro histórico, en Monteverde Nuovo, un barrio delicioso, está La Gatta Mangiona para acreditar con su Stramargherita lo que se viene enunciando —la combinación de simplicidad y óptimos ingredientes—: tomates napolitanos seleccionados por Slow Food, mozzarella de leche cruda, albahaca y unas gotas de un gran aceite. De aperitivo, otro platito fundamental en Roma, que aquí fríen estupendamente, los supplì, una especie de croqueta rellena de arroz cocido en caldo de carne y tomate cuyo centro contiene un trocito demozzarella. Eso sin olvidar otro aperitivo, otro plato, las alcachofas a la judía, que sirven, en temporada, fritas y crujientes sobre papel de estraza en muchas trattorias.

Café doblemente bueno

Terraza de Da Enzo, en el Trastevere. / STEFANO DAL POZZOLO

Hay tres clásicos romanos de postre, la crostata de ricotta (tarta de queso), el tiramisú y la piña, esta última rodeada de una leyenda que multiplica su demanda: adelgaza, absorbe las grasas ingeridas. Mejor pedir un café, recordando otro viejo refrán romano: “L’espresso quello buono buono si beve solo al bar”, y salir a la calle a bajar la cena con un helado. El helado es una pasión, hay romanos que hacen kilómetros para llegar a su heladería —en cualquier estación— pero no es preciso, casi en cualquiera te servirán raciones muy generosas de dos o tres sabores coronadas con nata de regalo. A la salida, mientras se porfía con el inestable equilibrio de los helados sobre el cono y se intenta evitar que te goteen en el pantalón, conviene levantar la vista para contemplar al resto de clientes en la misma pugna —monjas, ejecutivos de corbata, familias—. Esa sensación solidaria, interclasista y un poco infantil define a la misma Roma.

Hay otra Roma gastronómica con restaurantes exquisitos y estrellas Michelin; tiendas deli; enotecas ilustres, algunas sobre el mismo Foro Trajano (Provincia), otras, como Bleve, con patio barroco y sótano con restos romanos; y restaurantes de pescado para disfrutar de las joyas del Mediterráneo, levemente cocinadas o crudas, como Il San Lorenzo. No obstante, para despedirse de Roma yo elegiría un restaurante humilde a la orilla del Tíber menos glamuroso, Il Biondo Tevere, y sobre su terraza pedir una fojetta (medio litro) de vino blanco con una pasta brindando por alguien que cenó allí antes de partir a la muerte, Pier Paolo Pasolini. La semana anterior había declarado: “Yo devoro mi existencia con un apetito insaciable. Cómo terminará esto, lo ignoro”.

*Publicado originalmente en El País de España.

http://elviajero.elpais.com/elviajero/2015/03/26/actualidad/1427369461_921548.html

About The Author

Deja una respuesta