El ángel del Majestic
«No dejo de recordar, cada día, la vigilante y silenciosa sonoridad de una trompeta y el poderoso encanto de aquel ángel que desde la cúpula del Majestic irradiaba áureos destellos bajo el sol».

Para Belén, que vivía solo a dos cuadras

Los caraqueños de 1949 recordamos la demolición del Hotel Majestic, en su momento el hotel más importante y elegante de Caracas. Su lugar lo ocupa la parte sur de las torres del Centro Simón Bolívar, porque estaba situado frente al Teatro Municipal, la plaza San Pablo y la estatua de José Tadeo Monagas. También en ella se alzaba, orgulloso, un hermoso reloj de pie seguramente guzmancista. En el techo del Majestic sobre una cúpula podía verse un ángel tocando una trompeta.

En mi memoria, devastada ahora por la edad, siempre lo veo como si estuviera lanzando áureos destellos bajo el sol.

El sonido de una trompeta hace pensar en honores y alabanzas; en glorias y hazañas y por consiguiente en llamaradas de celebridad. Pero si quien la toca es un ángel, su aguda sonoridad se extenderá por toda la memoria del mundo porque el ángel es una presencia protectora, un hálito, una pureza: la dimensión más elevada del espíritu contraria, desde luego, a hechos y situaciones violentas como no sean los de combatir a Satanás cuyo apellido es Legión. Y para el niño que fui, el ángel del Majestic representaba un encanto mayor: bastaba alzar la mirada y verlo para entender y aceptar que era la única deidad que desde el techo del edificio más alto amparaba y defendía la ciudad, y mis oídos escuchaban extasiados la inexistente escala cromática que daba la trompeta afinada, como suelen estar, en Si bemol. Su sonoridad, daba yo por sentado, poseía una característica no épica o heroica sino sagrada y religiosa.

¡Lo vi caer cuando la arremetida de una bola gigantesca derrumbó el hotel! Estaba seguro de que, antes de caer, tocaría por última vez su trompeta para significar que se sacrificaba en aquel estrépito de escombros solo para hacer posible el comienzo de una modernidad urbana intensamente anhelada por los caraqueños, ¡pero no lo hizo! Para mi gran desconsuelo, su caída y el derrumbe de la elegante majestuosidad del Majestic marcaron el final de la inocencia que vivía en mí, protegida por aquella deidad musicante que no reaparecería nunca más en la ciudad. ¡Ya nada sería igual y tampoco volvería yo a ser el mismo! Caracas trató, entonces, una vez más, de adentrarse en la modernidad. También lo ha intentado el país, pero sus avances no han llegado a cristalizar del todo. Oscilan periódicamente: hay tiempos de luna llena, pero indecisos; y otros, menguantes en los que el ánimo del país se tambalea peligrosamente. Nos hace falta, creo yo, el ángel del Majestic, su radiante protección, el inaudible sonido de su trompeta. Hoy, más que nunca, siento su ausencia; hoy es cuando el país más lo necesita. Estoy seguro de que el dorado resplandor que emanaba de él y mantenía la magia y el asombro de mi niñez habría impedido la rojiza marejada que ahoga al país con trampas electorales y mentiras de toda índole mientras se aceitan las armas en los cuarteles y se confunde a los soldados hasta transformar los enclaves militares en altares impropios en los que el difunto caudillo que abrió las esclusas de la marejada continúa oficiando. Hoy se escucha un crispante padrenuestro que supera ampliamente la larga y rastrera adulación que ya en tiempos de Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez habían alcanzado alturas insospechadas.

Me cuido de las acechanzas de la nostalgia porque corro el riesgo de chapotear en los pantanos de la memoria, pero no dejo de recordar, cada día, la vigilante y silenciosa sonoridad de una trompeta y el poderoso encanto de aquel ángel que desde la cúpula del Majestic irradiaba áureos destellos bajo el sol.

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