Cristina Rota
Como directora de una escuela de interpretación, cree que se aprende más de la vida.

Actriz, maestra de actores, madre de actores. Cristina Rota se exilió de Argentina en 1978 cuando la dictadura hizo desaparecer a su marido, Diego Botto, actor.

¿Más de enseñar que de actuar? 

La meta era ser actriz y dirigir. Pero en España me di cuenta de que mis hijos y yo no íbamos a ser felices si yo no era un referente de festejo por la vida. Postergué lo de ser actriz y creé el centro para enseñar.

Maestra, pues… 

Tuve buenos maestros, generosos. Nos daban clases clandestinas: ¡en la dictadura no dejaban leer a Heráclito y burlaban esa prohibición!

¿Por qué lo prohibieron? 

No se argumentaba en la dictadura; nosotros lo sabíamos: hablaba de que la vida cambia. Prohibieron a Kant, las Matemáticas modernas, todo lo que expandía el pensamiento. ¡Si te descubrían con un libro de Mafalda…! ¡Un chiste!

Esas prohibiciones suelen provocar el efecto contrario…

Si tienes maestros generosos, desafiantes. Algunos fueron despedidos. Hice un trabajo sobre Antígona, que se rebela contra el poder. Me dijo el profesor: “Yo no lo puedo presentar, ni ponerte nota; vamos a negociar qué hacemos”. Y me dijo algo que no olvidé: “No estrelles tu cabeza contra un muro cuando la causa esté perdida: ve por los costados, busca la orilla”. Aprendíamos clandestinamente.

¿Cómo le afectaron las prohibiciones, su propio drama?

Forja un carácter, te prepara mejor para la vida. Si tienes buenos referentes no te estrellas. Tenía un compromiso: cambiar todo eso.

Rehizo su vida porque quería que fuera un festejo para sus hijos.

No, no la rehice. No creo que se rehaga una vida. Seguí un proceso lógico de lo que había aprendido: estar en la vida, ver la realidad. No permití hacer un corte en mi historia. Pasé de emigrante a inmigrante, una condición muy extraña, sin identidad. Si cortaba con mi historia iba a enfermar.

¿Y cómo se cambia del dolor a la decisión de hacer de la vida un festejo? 

Aceptando que en la vida nos educan mal. Nos preparan para un festín que siempre llegará cuando seamos mayores. Es una mentira: el festejo en la vida es que todo lo que viene lo tienes que elaborar como puedas, pero no olvidar. El festejo de la vida es aceptar el dolor, la salida del sol, los conflictos, el hambre, la angustia…

¿Cuál es la huella más imborrable? 

La desaparición de Diego. Me obligó a replantearme muchas cosas, a adoptar una responsabilidad muy fuerte con respecto a la educación de mis hijos para que no fueran infelices, para que no prendiera en ellos el rencor, para que no aprendieran a odiar.

Difícil tarea enseñar eso. 

Fue doblemente doloroso porque tenía que medir palabras, acciones, y no ser una madre depresiva y triste. Lorca decía que él escribía para restañar las heridas. Lo hacemos incluso para reparar los errores de nuestros padres. Estamos los que tratamos de reparar y los viven en el rencor. No es fácil.

Aquí hubo mucho odio. Ahora estamos otra vez a la greña.

Cuando no resuelves en el momento adecuado e intentas enterrarlo todo, los muertos siempre salen a la luz. La transición fue en parte perversa; negociaciones quizá demasiado rápidas, tal vez por miedo a perder cada uno su cuota. Una democracia forjada así te deja en el mismo sitio. Es como si España siguiera estancada en igual discusión.

¿Qué les enseña primero a los jóvenes que quieren ser actores?

Que se aprende más de la vida, lo demás es técnica. Si no veo al otro, si no me conecto con los conflictos humanos, sin ideología y sin sexo no se puede ser actor. Es lo primero que comunico. Lo segundo es que el primer deseo del actor es ser actor.

*Publicado en http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/15/actualidad/1408103386_573329.html

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