Hace dos semanas murió, a los 91 años, Alain Resnais.
La noticia remueve la memoria, lo cual no deja de ser un homenaje Ãntimo a un orfebre que trabajó como ninguno los pliegues de horas pasadas, las trampas del recuerdo y los juegos con el tiempo, ese artificio del cual está hecho el cine.
Se me excusará la nota personal. En 1975 conocà el cine de Alain Resnais. Yo vivÃa entonces en el Uruguay de la dictadura (1973-1985) y llevaba una doble vida: de dÃa era mensajero de una agencia de viajes, y de noche me disparaba al menos dos pelÃculas en una de las tres salas, con las cuales, heroica y generosamente, la Cinemateca Uruguaya abrÃa un paraguas cultural, frente a los discursos oficiales. En aquel año, dictatorial y lejano, las salas de la Cinemateca eran un refugio, un alto en el miedo, un encuentro de tácitos, pasivos y silentes complotados contra el régimen. Fue allà que vi Hiroshima mon amour, la insoportable El año pasado en Marienbad, Noche y bruma, Toda la memoria del mundo y, por supuesto La guerra ha terminado. Esta última es una de las mejores, sin duda la más polÃtica en su pretexto. La libretó Jorge Semprún y el héroe, Yves Montand, es un comunista que viaja regularmente entre ParÃs y España, buscando mantener a flote una red clandestina de resistencia. Claro, es una pelÃcula de Resnais, con lo cual lo importante no es la peripecia polÃtica, sino la aventura vital en la que se mezclan recuerdos, amores, infidelidades y pérdidas. Una obra maestra, de esas que hay que ver de vez en cuando para reconfirmar que los mejores momentos de esta vida se viven a oscuras.
De dÃa volvÃa la realidad y una de mis ocupaciones era tomarme un autobús hasta Bulevar Artigas y Palmar, sede de la Embajada venezolana. Iba al menos dos o tres veces a la semana a tramitar visas, porque Venezuela se habÃa transformado en un lugar preferido de emigración polÃtica y económica de mis compatriotas. Me gustaba el periplo que implicaba caminar unas cuadras por una avenida ancha, abierta, llegar a una casona vieja, sentarme en el calorcito de la recepción (fue un invierno crudo aquel) y disfrutar de un acento en el que las vocales bailaban. Los empleados eran además informalotes y cordiales. Con el tiempo yo también seguirÃa ese periplo, pero esa es otra historia.
Al año siguiente ocurrió algo digno de La guerra ha terminado. Una militante detenida, confesó una cita imaginaria e interesada frente a la embajada venezolana, aprovechó un descuido de sus captores, corrió y se metió en el recinto perseguida por los milicos, que se liaron a golpes con el embajador y los funcionarios consulares del acento simpático que trataron de ayudarla. Los milicos uruguayos eran más, probablemente más fuertes y sin duda más brutos. Se la llevaron y la desaparecieron para siempre. Venezuela  —la denostada cuarta república de los discursos oficiales— suspendió relaciones con Uruguay y solo las retomó cuando regresó la democracia. Una forma honrosa de tratar con asesinos. La historia, la personal y la que lleva mayúsculas, da vueltas y hace chistes amargos, muy a lo Resnais. Quiere el destino que uno padezca primero a quienes quieren salvar el planeta del comunismo para caer décadas después en garras de quienes buscan protegerlo del capitalismo, ambos con el mismo ahÃnco y déficit de escrúpulos.
Los hombres de armas llegan a veces a ser asÃ, cosas del uniforme y la profesión.
Pero nunca hay que olvidar a los civiles que los aúpan, festejan y cabronean. Hoy a Venezuela la abofetea la olÃmpica ignorancia de quienes en aquellos años de plomo recibieron su solidaridad. Uno se pregunta por qué los grupos parapoliciales uruguayos y argentinos de los setenta eran tan malos —sà lo eran, no caben dudas— y los colectivos de hoy una banda de angelitos, o por qué torturar a un estudiante en contra del comunismo debe ser condenado, pero hacerlo a favor del socialismo es aceptable. Cosas del tiempo y la miseria. Horas de ratas, fariseos y estándares dobles. Nostalgia por aquella época en que los campos del bien y del mal lucÃan tan precisos y distintos.