Padre de Geraldine MorenoLe tengo miedo al momento en que se acaben los novenarios, las llamadas y la prensa pierda el interés. Al momento en que yo tenga que volver a levantarme temprano a recordarla. Este dolor no va a pasar nunca.

Saúl Moreno

Querido Sr. Moreno:

No sé dónde está hoy el asesino de su hija, ni siquiera conozco su nombre, porque las cosas que se hacen al amparo de la oscuridad permanecen en ella para conveniencia de quienes actúan con la impunidad del poder. Pero conozco, por haberlo vivido en carne propia, ese momento atroz en que cerramos la puerta a la última condolencia y nos quedamos a solas con nosotros mismos y con nuestros muertos. Ese momento, Sr. Moreno, llegará y no puede eludirse, pero es también en ese momento de supremo dolor cuando somos capaces de superar a la mismísima muerte y vivimos —y en nosotros viven— aquellos que se fueron antes.

No hay dolor más lacerante que el de perder a un hijo, la naturaleza toda se rebela en nosotros porque esa ley no escrita del corazón quiere que seamos los padres quienes primero hemos de irnos. Sin embargo, y ese es mi caso, igual de antinatural es perder a quien nos dio la vida cuando recién comenzamos a recorrerla. Hay presencias cortas, que alumbran un instante nuestras vidas, y hay ausencias que duran toda la vida. O sucumbimos bajo el peso de la separación o cultivamos en nosotros la fuerza vital que habrá de permitir que ese nombre, esa sonrisa, no desaparezcan para siempre.

La prensa olvida, Sr. Moreno. Pasó Haití con su corte de muertos, pasó Japón, y antes, mucho antes, pasaron Kosovo, Ruanda, Vietnam, Auschwitz porque la memoria de nosotros los humanos, corta por definición, no alcanza a guardar tanto horror, tanto dolor. Quizá esto sea así porque como escribió el poeta T.S. Eliot: “El genero humano no es capaz  de soportar demasiada realidad”. Pero lo que la prensa, inmediatista por antonomasia, olvida, nosotros podemos conservarlo y podemos cultivar, en el cálido cuenco de la memoria, las flores cuyo aroma y color serán un tributo a quien, como su hija, se fue sin despedirse.

¿Qué puedo decirle que mitigue su dolor? Nada, o muy poco, apenas estas palabras que más que consuelo buscan darle fuerza y templanza. Palabras para decirle que tiene Ud. razón, que ese momento que vendrá, cuando enfrentamos la ausencia a solas, es atroz. Cómo me gustaría decirle que se equivoca usted cuando dice “este dolor no va a pasar nunca”. Me gustaría, pero sería mentirle. Allí no hay consuelo, salvo aquel que desde un lugar ignoto, desde una energía indestructible, en su caso llamada Geraldine, seguirá dando vida a su vida. Un día se encontrará sonriendo y sabrá que domesticó al fiero dragón que incinera día a día su corazón. Lo domesticó pero no lo derrotó. Sí, tiene Ud. mucha razón, hay que tenerle miedo a ese momento, porque puede que ese día contemple Ud. un objeto que le perteneció a ella y se pregunte con horror, como yo lo he hecho, “¡Dios mío, ¿cómo un objeto puede durar más que una persona?!”. Sí, tiene Ud. razón, porque muy al contrario de lo que sostenía Gustavo Adolfo Bécquer cuando exclamaba: “¡Qué solos se quedan los muertos!”, somos nosotros, los sobrevivientes, los que quedamos laceradamente solos.

Pero, como dije, la energía es indestructible y esa que se llamó Geraldine sigue estando a su lado. Busque en ella consuelo y fuerza, allí los encontrará. Quienes, como yo, creemos en la reencarnación y hemos sufrido alguna pérdida irreparable vivimos con una cierta urgencia, con un cierto apresuramiento el paso por este nombre y este rostro que hoy nos tocó ser. Mañana —nos decimos— cuando me toque regresar, quiero volver a nacer cerca de él o de ella para continuar el camino interrumpido. Estoy segura de que así será en el caso de Ud. y Geraldine…

Mi recuerdo de su hija, así como el de cada uno de los jóvenes caídos desde el 12F se irá conmigo, es una promesa. Reciba usted y su familia mi solidaria presencia.

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