El misterio contiene a la vida, aunque también a la ficción. La conciencia es poca luz para lo desconocido. La existencia de un ser humano transita en el deseo —o en el desespero— por saber más de sà y de otros. El vasto universo es su metáfora. Sin embargo, los párpados mueren sin saberlo, porque, invariablemente, hay un velo que ensombrece. La mirada o el sentir no alcanzan a dilucidar tiniebla tan enhebrada, aunque luzca posible ante la curiosidad. Las explicaciones de la razón no descifran lo oculto que acompaña al pasajero de la vida. Hay dolores fÃsicos o psÃquicos que el silencio represa, quizá porque al confesarlos, el sentido sagrado del padecer se extravÃa. El grito es el desahogo ahorcado de la impotencia; sin embargo, la neurosis nada tiene que ver con el misterio, asà Sigmund Freud se haya obstinado en demostrar lo contrario. Se quiere tener lo imposible para saciar lo que éste niega. Los sentimientos son inútiles a nuestro obstinado fin; el amor no agota el misterio, ni siquiera lo expande, apenas, lo acaricia. La muerte misma sigue siendo el más inexpugnable de los misterios. En todo crimen queda algo no resuelto que la justicia no puede aclarar. Los casos cerrados, por detectives y forenses, siguen respirando aún en los archivos muertos que esperan ser devorados por el fuego de los hornos.
Edipo rey, en la obra de Sófocles, no se explica por qué tuvo que matar a su padre sin saberlo, casarse con su madre y procrear hijos en el propio vientre del cual habÃa nacido. Las indagaciones reales lo condujeron, desesperadamente, a la metafÃsica de los oráculos, y en ninguno de esos senderos donde se cruzan los caminos que pretenden dilucidar lo inextricable consiguió respuestas, sino determinantes ciegas que lo condenaron a sacarse los ojos con los broches de oro de su propia madre. En ese refugio de la oscuridad perpetua, Edipo rey comprendió que la conciencia solo guarda secretos, pero no esos misterios que el alma reserva. Los primeros pueden llegar a conocerse, los segundos, jamás. Se estima entonces que la realidad tiende a representarse con la máscara de la apariencia; y el misterio, con la máscara de la ficción.
Cierto es, que cuando la realidad tensa su cuerda, el misterio aproxima su acecho de manera sorprendente y abismal. MarÃa Magdalena tuvo tres hijos idénticos que compartieron también el mismo destino. Nacieron en un rancho de un barrio de Caracas y siempre durmieron en la misma cama. Pero también compartieron novias, deseos, y algunos vicios que el frenesà despierta en la adolescencia. Eran tan idénticos que los demás se desquiciaban al no poder diferenciarlos, mucho más, al saber que a cada uno de los tres tenÃan que llamarlos con el mismo nombre. Una madrugada, una bala atravesó la pared de zinc del cuarto donde dormÃan, y cegó la vida de uno de ellos. En la morgue no encontraron la bala perdida, y el cuerpo, helado y hermoso del joven, no presentaba orificio alguno de la salida del proyectil. Desde entonces, la madre y los dos hermanos sobrevivientes fueron hechos botÃn por la tristeza y la nostalgia, que no regresa la pérdida amada, sino que más bien la aleja como alas que surcan el infinito cielo.
En medio del desasosiego acrecentado por la pobreza, la madre se obstinaba en poner un plato más en la mesa, donde una vela iluminaba la comida, con el deseo de ver si ésta desaparecÃa por la boca inexistente de aquel hijo, a quien el infortunio habÃa transformado en una presencia única y protagónica. Eso hizo que sus otros hijos comenzaran a odiarla, al comprobar que ella habÃa convertido al hijo ausente en su preferido. Desde entonces, los rivales del hermano invisible y poderoso, fraguaron un plan con la fiebre de la envidia, pero justo en el momento en que iban a ejecutarlo, de nuevo la bala perdida puso fin a la vida de otro de aquellos que la misma identidad habÃa hecho hermanos. En la morgue, no hallaron resto del proyectil ni ningún orificio de salida en el cadáver tan hermoso como el anterior. Mas, la coincidencia o el absurdo, no produjo extrañeza alguna entre los forenses. Sin embargo, la madre y el hijo abandonado al desamparo existencial, comenzaron a temer mucho más de lo inexplicable. Fue cuando ambos decidieron dormir juntos, abrazados fuertemente, en la misma cama que habÃan compartido los tres hermanos idénticos.
Pero una mañana, al creer que despertaba de la pesadilla, la madre encontró al único hijo que le quedaba, con un orificio en el corazón. Serena, como si hubiera estado esperando ese desenlace, MarÃa Magdalena se levantó de la cama y asomándose por el orificio de la pared de zinc, por el que habÃa entrado la bala perdida que habÃa matado a sus tres hijos, y por donde, también ahora, un rayo de luz se proyectaba y la aniquilaba, la madre pudo ver el rostro de un hombre idéntico al de sus hijos muertos, sonriendo desde la venganza, con una pistola en la mano.
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