William Faulkner 2  A Mario Vargas Llosa, por su devoción a Faulkner 

«Un hombre que corre hacia un fusil o que se aleja de él no tiene tiempo de preguntarse si la palabra que sirve para designar lo que hace es valor o cobardía». Ese pensamiento, que pertenece a Byron Bunch, personaje estelar de la novela Luz de agosto (o Alumbramiento en agosto), define uno de los puntos de inflexión más importantes de toda la saga narrativa de William Faulkner. Porque en él se halla contenido la historia, la memoria y la emoción. Desde esa triada, Faulkner sumergió sus palabras en la tinta negra y espesa del sur de Estados Unidos. En sus páginas hubo de proyectarse la honda herida que fue la Guerra de Secesión, la memoria resentida de ésta, y la febril emoción que, a pesar del tiempo trascurrido, quería hacerse perdurable a través de ella ocupando sus rincones ocultos y oscuros, como el caballo fatigado del general Lee, después de la derrota ante los ejércitos de la Unión. En el mítico condado de Yoknapatwa —espacio narrativo inventado por Faulkner— germinaría la semilla de su poética frondosa, ésa que desborda la conciencia de sus personajes en los momentos culminantes de la acción, en los hechos mismos, que finalmente, les rinden irremisiblemente.

La vieja aristocracia sureña representada en los Compson, los soberbios Sartoris y aquellos granjeros pobres como los Snopes, confluyen en las páginas de Faulkner, al igual que voces que susurran o gritan desde una larga y lenta carretera, que se hunde en el obstinado olvido de los atardeceres sobre aquellas plantaciones de algodón. Faulkner prefería narrar con largas frases, diferente al gusto predilecto de su contemporáneo Ernest Hemingway, que cultivaba las frases breves. A los dos sólo los hermanaba la bebida sin mesura. La épica trágica y turbulenta de los estados esclavistas y sus gentes, presas del fanatismo religioso, será pulmón en la obra de Faulkner, pero con esa singular manera de componer que influenciaría después en los novelistas latinoamericanos, como Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti y Mario Vargas Llosa. Paradójicamente, no fue la revolución cubana quien posibilitaría la transformación de la novela —cuando se arrogó la promesa de crear nuevos paradigmas en la vasta configuración social y cultural de la América Latina— sino la presencia de un solitario y genial escritor norteamericano: William Faulkner. Si bien éste heredó el monólogo interior descubierto por James Joyce, las elipses de Virginia Wolf, el tiempo perdido buscado por Marcel Proust, trascendió esa herencia meridiana al hacerla propia a través de un caudaloso delta de ritmos e imágenes, nunca antes ganada por la composición literaria. Sólo el Mississippi es comparable al fluir narrativo de William Faulkner.

«La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Cree mucho más tiempo que recuerda, mucho más tiempo del que tarda el conocimiento en preguntarse», insiste Faulkner en Luz de agosto, como si con ello el tiempo se estirara al igual que la cuerda de una guitarra en una banda de jazz o del gemido agónico del blues, para encontrar los puntos equidistantes que se reserva la memoria de la oscuridad. Es la misma creencia de Lena Grove, cuando con su preñez decide tomar la ondulante carretera desde Alabama hasta Jefferson, en busca de ese hombre que se cambia de nombre, para huir de sí mismo, o para huir de ella. Aunque sin saberlo, el padre de su hijo habrá de ser, finalmente, Byron Bunch y no Lucas Burch, el de la cicatriz en la cara. Pero en su propia creencia, Lena Grove no sabe que Lucas Burch, el hombre que ella busca, es el mismo que quiere ganar la recompensa de mil dólares por delatar a su amigo, el mulato abortado en un orfelinato, Joe Christmas, quien es acusado de haber asesinado a una mujer blanca, de la que fue amante en una época en la que mezclar sangres tan ajenas resultaba intolerable para el pudor del Ku Klux Klan. Tanto es así, que a Joe Christmas, la carne trágica de la novela, le es amputado su sexo mientras agoniza en el piso de una cocina. Hay algo significativo en las novelas de Faulkner: los negros empobrecidos del sur, que conducen viejas carretas tiradas por mulas, parecieran ser el contraste desvalido ante aquellas caballerías orgullosas de antaño, conducidas por una juventud temeraria que moriría, inútilmente, en una guerra que también se llevó el relincho de sus caballos. Luz de Aagosto, Mientras agonizo, El sonido y la furia, Absalon Absalon, son parte de esa monumental obra novelística de William Faulkner, que hoy celebramos con profunda devoción y admiración.

Edilio PeñaSin embargo, la influencia de William Faulkner no se instaló entre los novelistas venezolanos. Estos prefirieron buscar maestros en otros horizontes narrativos. Nadie se explica esta ausencia o ceguera. Aunque, País Portátil, de Adriano González León, es una herencia única de su magnífico legado.

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