Django Franco Nero
Franco Nero en “Django” (1966), de Sergio Corbucci.

En 1972, Oriana Fallaci entrevistó a Henry Kissinger y le preguntó por el origen de su popularidad. El descomunal ego del entonces Secretario de Estado, le contestó, palabras más, palabras menos, que él era visto como el cowboy que cabalgaba adelante de los demás en un terreno desconocido.  La respuesta, que le valió una buena reprimenda de su jefe, apuntaba a la posición inicial de todo western. Un vaquero se interna en un paisaje peligroso, sea éste el desierto, la pradera o un pueblo. Porque el western es el género de la conquista, y toda conquista presupone el hollar terreno nuevo. El cowboy es la cristalización de ese imaginario, la individualización última de la gran marcha hacia el oeste, con su carga de violencia y depredación. De ahí su éxito. Los westerns originales hablaban no solo del tema y el paisaje propio, también lo hacían sobre la historia reciente, cuyo corolario fue, una vez que la conquista histórica terminó, la captura del imaginario popular por la fábrica de sueños, que no por casualidad se instaló ahí donde la marcha hacia el oeste terminaba, en Hollywood, California. Trasladada a la Italia de los rupturales y creativos años sesenta, la óptica era necesariamente distinta, porque si los vaqueros americanos transitaban por un imaginario propio, sus colegas mediterráneos apelaban a ese mismo imaginario pero en segundo grado. Los spaghetti western, se inspiraban no en la conquista del oeste, sino en el relato que de esa conquista había hecho el cine. No en vano eran como eran: grandilocuentes, exagerados, operáticos, como todo relato lejano al que la imaginación del tío cuentero ha agregado las perlas que le dan su pátina de magia.

En 1966, un director de fama menor llamado Sergio Corbucci, dirigió a Franco Nero enDjango. El film se iniciaba con la previsible entrada del vaquero en un pueblo desconocido, pero con dos ingredientes que lo separaban de sus predecesores. Django no solo iba a pie, sino que arrastraba tras de sí, atado a una cuerda, un ataúd. Por si fuera poco, no entraba a un pueblo luminoso y con una calle limpia al fondo de la cual estaba el saloon y la oficina del sheriff, sino a un villorrio miserable, de habitantes harapientos, que lucían más pobres en el fango por el que caminaba el protagonista y en el que se hundían bajo las balas del clan familiar del Mayor Jackson, el asesino (lo sabríamos más tarde) de la esposa de Django. La historia no era original, pero la forma de contarla era digna de un maestro.

Lenta, avara en recursos y muy parca, la película graduaba los chispazos de violencia hasta la inverosímil secuencia final en la cual, con las manos destrozadas por la tortura, Django echaba mano a su revolver y masacraba a los perversos Jackson que aún quedaban en pie. En la historia del spaghetti western, Django sería blanco de copias infinitas, todas ellas (incluyendo un triste comeback en 1987 y una remake japonesa llamada Suriyaki Django en el 2007) indignas del original. Era de alguna manera la cristalización de un héroe con nombre para un género bastardo que había comenzado, de la mano del cowboy sin nombre que encarnaba Clint Eastwood en Por un puñado de dólares. Era además una broma pesada, pero narrada en tono serio, que jugaba con todas y cada una de las convenciones del género: el héroe no iba a caballo, arrastraba tras de sí un ataúd que tal vez fuera la clave de su pasado y de una venganza pero que en un momento clave ocultaba un alma letal y grandilocuente y por si fuera poco, era Django, eco de Django Rheinhard, y el final era un guiño lejano a las manos torturadas del famoso guitarrista. Mejor aún, era una fábula, involuntaria tal vez, sobre el poder y los malvados y la sed de justicia de un vengador solitario y pobre, en un ambiente aún más miserable. Tal vez su regreso no deba extrañar en este juego de espejos lejanos en los que el cine juega al escondite con su propia historia

DJANGO. Italia. 1965. Director Sergio Corbucci. Con Franco Nero, Loredana Nusciak, José Bódalo.

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