Las crisis financieras de los últimos años han dado unos cuantos títulos interesantes. El documental llegó al Oscar con Inside Job, y antes habíamos visto Los tipos más listos en la sala sobre la contabilidad creativa que posibilitó el escándalo Enron, y Cliente 9 sobre la caída del fiscal Elliott Spitzer que había comenzado a husmear en torno a Wall Street. Pero también el horror de Sam Raimi en Arrástrame al infierno estaba anclado en la crisis hipotecaria y Demasiado grande para caer, era una crónica de corte histórico sobre el megasalvataje del 2008. Lo que faltaba era lo que nos llega con El precio de la codicia (Margin call), un drama intimista que muestra el lado subterráneo de la trama, que convive con los villanos y se cuela por los entresijos no solo de la élite más encumbrada del poder financiero, sino de los burócratas que ejecutan las órdenes.

Todo comienza con el despido, sobrecogedor por el tono civilizado, del analista de riesgo de una casa de bolsa, con lo cual sus colegas comenzarán a especular sobre el futuro y comprobar que la debacle financiera que todos temen, ha llegado finalmente. Porque la investigación del botado concluía que, en buen romance (la explicación técnica está magníficamente dialogada en la mesa de juntas), la compañía va a la quiebra en pocas horas. Y los directivos deciden, en un movimiento desesperado, deshacerse de los activos tóxicos en una superventa, tan atractiva como rápida, que disemine la enfermedad por todo el sistema financiero, contamine a los clientes fieles de una casa con 107 años de historia y arruine la reputación de sus ejecutivos y vendedores. Todo debe ser hecho, a plena luz del día y a una velocidad fulminante, que anteceda por minutos los rumores que echen a perder la movida.

Un problema financiero, sin duda, pero un dilema ético para los encargados de implementar el fraude. Por supuesto que la palabrita es tramposa ya que, como lo explican los ejecutivos. ¡No es un fraude! Y técnicamente no lo es. Se trata de la venta, perfectamente legal de unos activos de los cuales la firma, en reunión de junta directiva, ha decidido deshacerse y que otros, haciendo uso de su libertad financiera, comprarán. Y esta es la fascinación última de Margin Call, la carnada que hace que uno la vea como el más sobresaltado de los thrillers, aunque en realidad transcurra entre diálogos, casi exclusivamente intramuros, o en exteriores gélidos bañados por la oscuridad de la noche neoyorquina. Es un relato de poder, y de un poder sin más barreras que las propias decisiones (la propia vergüenza, pues) de los ejecutores. Porque estamos hablando de un sistema que tiene en sí mismo su propio equilibrio, en el cual, de tanto en tanto (el Chairman of the Board los enumera, año por año, con seguridad escalofriante) se producen correcciones del mercado). Pero mejor que este relato sobre las dinámicas perversas del poder (ahí se acumulan egos, tácticas de sálvese quien pueda, reflejos autodefensivos, autoprotección profesional, y hasta un resquicio de remordimiento) es la admisión de cómo es posible esta historia: es el dominio de la información, estúpido se podría decir parafraseando al estratega político de Clinton. Los elegidos que agonizan sobre como deshacerse de billones de dólares que existen en los libros mas no en la realidad, manejan los hilos últimos del poder. Desde el piso más alto de un rascacielo pueden mirar el mundo de los demás mortales y presumir de lo que ellos saben y los demás ignoran. Son casi dioses, y es esta arrogancia, infinitamente superior a la de tener dinero, la que les da su status.

Porque su dominio está dado por el hecho abominable de saber que, apenas por unas horas, (las excruciantes cuarenta horas que dura el drama) ellos poseen una ventaja sobre sus clientes, ventaja que se evapora según pasan los minutos. Se sabe, el poder, es efímero especialmente en los últimos tramos de su ejercicio. Y por supuesto, lo que los ejecutivos del banco de inversión saben muy bien es que su poder se alza sobre un espejismo, y que deben deshacerse de ese espejismo mientras todos los demás sigan creyendo verlo. Hay un monólogo de antología, incomprensible fuera del contexto de la película. La secuencia en la que el analista de riesgo, recuerda su pasado como ingeniero y cuantifica el beneficio en horas de calidad de vida, que un puente por él construido trajo a dos comunidades. Toda la indignación de la película cabe en la lucidez de ese momento, que contrasta, un beneficio tangible con maromas financieras sin un valor real que las sostenga. Y con cifras tan puras como las de cualquier estado de ganancias y pérdidas. Una película imperdible (de un pesimismo tan radical que el único momento de calidez humana es el dolor por la muerte de un perro) que logra saltar por encima de los tecnicismos (el título es uno mismo, que alude al respaldo colateral) para, a través del drama humano hurgar en los recovecos oscuros de los pasillos del poder. Humano, muy humano. A pesar de todo esos tipos son humanos, como nos hace saber la última escena, la del perro.

MARGIN CALL.USA.2011. Director JC Chandor. Con Kevin Spacey, Jeremy Irons, Demi Moore.

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