A dos meses de la desaparición de Antonio Tabucchi sigue resultando difícil escribir sobre él, y no ya únicamente por el luto personal de quien escribe estas líneas, tras 25 años de amistad, de inacabables horas de conversación y de esa suerte de peculiar intimidad que liga a un escritor con el responsable del trasvase de sus palabras a otro idioma, ni tampoco a causa del luto literario de saber que no habrá más obras de uno de los autores capitales de la literatura europea de las últimas décadas, sino a causa, sobre todo, de una de esas irónicas paradojas a las que tan aficionado era el escritor toscano. En efecto, muchos de sus mejores relatos, empezando por el seminal El juego del revés del que parte buena parte de su obra, o varias de sus novelas (Nocturno hindú, La línea del horizonte, Sostiene Pereira, Tristano muere) arrancan precisamente de una muerte (o de su forma menor, la desaparición), ante la que otros personajes manifiestan su rebelión indagando en la vida y personalidad del difunto, afanándose por lograr que no se desvanezca del todo gracias a ese recuerdo. De modo que lo que nos haría falta, en realidad, sería otro Tabucchi, insuperable debelador literario de la muerte, para evocar su propia memoria, y eso resulta ya imposible. Además, si se me permite una confidencia, en los días que siguieron a su fallecimiento no dejé de recibir, no sin cierta perplejidad inicial por mi parte, mensajes de condolencia, de amigos míos, claro está, pero también de conocidos con los que tengo escaso trato e incluso de perfectos desconocidos que gracias a Internet conseguían ponerse en contacto conmigo. En todos ellos se advertía la necesidad de expresar a alguien, más allá del luto literario, su pena por la desaparición de un ser querido.

En los funerales de Tabucchi, en Lisboa, los amigos reunidos pudimos constatar que nos había ocurrido a muchos. La explicación, en el fondo, es sencilla: hay escritores a quienes admiramos profundamente pero con quien jamás querríamos tomar un café mientras otros nos resultan tan simpáticos como inanes sus propuestas literarias. La conjunción de una obra tan honda como entrañable se da en contados casos y uno de ellos es sin duda el de Antonio Tabucchi. Así pues, dejando a un lado la celebración de sus extraordinarios méritos literarios, de su figura de intelectual, de sus colaboraciones periodísticas, ya sobradamente glosados, tal vez sea preferible trazar unas cuantas pinceladas personales, en los límites que el propio Antonio, hombre tímido y reservado, hubiera marcado, porque tal vez ayuden a ver desde una perspectiva distinta una obra original como pocas y, si no fuera así, quizá puedan servir, sencillamente, para confortar a sus lectores, tan huérfanos, estoy convencido, como lo estamos sus amigos. Y lo primero que salta a la cabeza si se piensa en Antonio Tabucchi es que fue un hombre libre, un heredero tenaz de esa tradición anarquista de su Toscana natal que relató en Piazza d’Italia, su primera novela, y a la que se mantuvo insobornablemente fiel a lo largo de su vida. Y si ello le llevó a ser la más vigorosa voz crítica contra Berlusconi entre los escritores italianos, también nos explica algo que sus lectores conocen bien, su permanente inquietud literaria: ninguno de sus libros transcurrió jamás por los caminos trillados por los anteriores y, sin dejar de ser obra suya, cada nuevo libro era radicalmente diferente, para sorpresa de sus seguidores (y hasta enfado de algunos de ellos, que buscaban acaso un refrendo de la lectura anterior). Y si libérrimo ha sido como intelectual y como escritor, no menos lo fue como persona. Encarnando la lección de desasosiego de su maestro Pessoa, puede decirse que no tuvo tierra firme bajo sus pies: bien sabido es que, sin dejar de ser profundamente italiano (o toscano, sería mejor decir), adoptó otro país, Portugal, y otro idioma, por amor a Pessoa y a la extraordinaria mujer con la que compartió su vida, pero su pasión por la variedad infinita del mundo no tuvo fin (baste leer su último libro publicado en castellano, Viajes y otros viajes): tuvo casa en París, pasaba siempre una parte del verano en Creta y su pasión por el mundo hispánico es notoria.

También el peculiar sentido del tiempo que es una de las grandes constantes de su obra, zigzagueante, discontinuo y sincopado, tenía rigurosa correspondencia en su existencia real: los encuentros con él no se sabía nunca cuándo empezaban ni cuándo acababan, y si sonaba el teléfono en plena noche en casa, no había motivo de alarma, era Antonio para preguntar algo o simplemente para charlar. Quizá entre las muchas cosas que le gustaban de España prefiriera sobre todo el flexible horario de comidas y de vida que, según afirmaba, parecía calzarle como un guante. Y cómo no recordar su ironía y su humorismo, fino y devastador al mismo tiempo, en la mejor tradición toscana también, y que en su obra halla su correlato en ese “permanente registro lúdico”, del que hablaba Sergio Pitol, que le permitía cruzar el vértigo ontológico de su honda indagación en la condición humana. Y es que la compleja visión del mundo que este escritor de raza, capaz de trazar personajes y situaciones con poquísimas pinceladas y de arrastrar al lector por los vericuetos de sus tramas, nos transmite en sus libros con una mirada transida de perplejidad se alimenta por igual de los aspectos más oscuros de la vida y de un desaforado amor por todas las manifestaciones de esta. Y así era Tabucchi también, arrollado a veces por el lado tenebroso que acompaña a todo gran creador, pero inasequible al desaliento en su perenne atracción por la existencia, que siempre le pareció un acertijo, un enigma, un puzle desordenado que había que recomponer con los instrumentos de la literatura, pobres e insuficientes tal vez, pero capaces como pocos de penetrar en el revés de las cosas.

Con esos y otros muchos mimbres fue construyendo un obra compleja, de tan rara levedad como hondura, tan proclive a las paradojas y a la ambigüedad como inasequible a toda interpretación unívoca, caracterizada por permanentes cambios de registro y por una visión del mundo entre lo caleidoscópico y lo laberíntico. Sus personajes, abocados a vivir, se diría (aunque, ¿quién no lo está?), buscan constantemente un hilo conductor, a veces excéntrico, a medio camino entre el azar y la responsabilidad individual, para ir avanzando, incapaces ellos también de renunciar a indagar en la existencia, de sustraerse a la impenitente rebeldía ante su inexorabilidad. Y a su propia concepción de la vida y de la literatura fue fiel Tabucchi hasta el final. Pocos días antes de morir, ingresado en el hospital con una mascarilla de oxígeno en el rostro, como si fuera uno de esos personajes que fue maestro en componer, cuyas máscaras desvelaban paradójicamente en vez de ocultar, quiso dictar a su hijo su último relato, recibiendo así a la muerte que asomaba ya por el umbral tal como había vivido siempre su existencia, con palabras, con esas palabras que nos aseguran que su memoria siga entre nosotros, tal como sus personajes pretenden siempre en sus obras.

Como ocurre cada vez que desaparece un gran artista, el mundo se nos aparece de pronto más inhóspito. Y, curiosamente, seamos creyentes o no, se nos despierta el instinto de rezar, acaso por nosotros mismos, por nuestro desamparo. Hace muchos años, Rubén Darío rogaba a sus dioses por otro Antonio, muy querido también por Tabucchi. Hoy, para recordarlo, podemos elevar nuestra plegaria a unos dioses muy peculiares, los que invoca el propio autor toscano en el texto inicial de Dama de Porto Pim, y que no son más que los grandes temas que surcan sus libros y nuestra condición humana, la Añoranza y la Nostalgia, el Amor bifronte, el Odio, el Anhelo jamás apagado y siempre frustrado de Totalidad… Y esa plegaria consistirá en seguir leyendo, esas y probablemente las siguientes páginas de ese libro, o de cualquiera de los suyos.

A Tabucchi le gustaba recurrir a las citas (casi tanto como inventarse muchas de ellas) y solía repetir una frase de uno de sus poetas preferidos, Eugenio Montale, creo, esta sí, verdadera: «Me contentaría con transmitir la luz de una cerilla». En la oscuridad que nos rodea, cuánta luz, cuánto calor puede darnos una sola llama, la que avivan unas pocas páginas.

Carlos Gumpert (Madrid, 1962) estudió Filología Hispánica, fue lector de español en la Universidad de Pisa y profesor de enseñanza secundaria, y trabaja como editor en la actualidad. Ha publicado más de cincuenta traducciones de literatura italiana contemporánea, de autores como Erri de Luca, Antonio Tabucchi, Giorgio Manganelli, Ugo Riccarelli, Alessandro Baricco, Giorgio Todde, Simonetta Agnello Hornby y Mario Fortunato, entre otros muchos. También ha publicado reseñas y artículos sobre cultura italiana y es autor de algunos volúmenes sobre literatura española y de unas Conversaciones con Antonio Tabucchi (1995). En mayo de 2007 su labor se vio reconocida por la traducción de la novela vencedora de la segunda edición del Premio Campiello Europa, El dolor perfecto de Ugo Riccarelli.

* http://elpais.com/elpais/2012/05/25/opinion/1337942739_075153.html

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