A mediados de los años noventa —cuando Milagros Socorro acababa de publicar Catia, tres voces y Alfonso «Chico» Carrasquel. Con la V en el pecho— coincidimos en un almuerzo en El Jardín de la Cuadra la cineasta Solveig Hoogensteijn, la escritora Sonia Chocrón, la periodista y narradora zuliana y este servidor, entre otros comensales. Hablábamos sobre las técnicas de la escritura y Milagros le preguntó a Sonia —a la sazón experimentada autora de telenovelas— cómo lograba trabajar en formatos largos, de ciento y tantos capítulos. Ese mediodía Chocrón explicó efectiva y brevemente la preceptiva básica del género televisivo. Milagros comentó que no se había atrevido a escribir una novela porque se sentía más cómoda en formatos breves, de lectura inmediata, tal vez por lo compacto del periodismo. Aquella conversación regresó a mi memoria cuando comencé a leer El abrazo del tamarindo, primera novela de Socorro que se desgrana en capítulos muy cortos y en apenas 110 páginas marcadas por una literatura venida de muy adentro.

La memoria de una adolescente provinciana que se asoma a la vida, la sexualidad y al hallazgo de los misterios del alma femenina constituye el punto de partida de un recorrido sinuoso que se desplaza entre esa niña casi  mujer, Liduvina, Araceli, Eneida, Dolores, Nohemí, la Valier y otras mujeres en un ambiente que huele a frontera, a San José de Machiques, a Colombia y a caminos verdes, alrededor de un pueblo bautizado San Fidel de Apón. Brevedad de espacio físico y de extensión textual que funciona como reto para la autora. No necesita largos transitares para expresar las sorpresas y las emociones de un puñado de personajes que atesoran sus propios misterios.

No sé si sería adecuado hablar de literatura femenina —por aquello del determinismo sexista— pero sí de la perspectiva de mujer que determina un relato sobre muchachas distintas pero similares en situación de existir en un mundo masculino. Las relaciones entre macho y hembra se manifiestan de forma definida a partir de roles, deseos y sensualidad. Comenzando con la presencia autoritaria del padre de la narradora para seguir con la indiferencia de Darinel, el marido que Liduvina dejó allá en Santander, en la ribera del Magdalena, para encontrarse en este lado de los caminos verdes con el italiano que quería un figlio. O aquel Santiago acuchillado que manchó los ojales con sangre. O Samuel, el patrón de Araceli que enloquece con el sudor de las profundidades de la chica. O la desmesura al bailar de Desamparados, al acecho también de Araceli. La menstruación y la pérdida de la virginidad son dos aproximaciones físicas y orgánicas de un estado general de descubrimiento, sorpresa y zozobra. Es un mundo duro, cotidiano, hostil de cierta manera y amable de otra muy distinta.

La perspectiva femenina de El abrazo del tamarindo se construye sobre la base de la memoria, de la mirada retrospectiva que no está ubicada en el tiempo pero sí en la emotividad. Socorro presenta viñetas que se articulan en una estructura dramática conformada por los recuerdos de la joven narradora en primera persona. Evocaciones, más bien, que parecen fluir de un lado al otro, cruzando personajes y situaciones, a capricho de las emociones de la autora, dueña y señora de sus historias y sus vínculos afectivos. La palabra en la frase, la frase en la página y la página en el paisaje de unas vidas previas. Escritura cuidada, ritmo preciso y relatos pausados son los determinantes de una novela que emociona en un santiamén para permanecer en el recuerdo del lector.

EL ABRAZO DEL TAMARINDO, de Milagros Socorro. Alfaguara, Editorial Santillana, 2008, Caracas. 110 páginas.


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