Confieso que ingresé a la sala con cierto prejuicio cuando fui a ver Miami Vice, ante la fiebre de remakes de series de televisión que azota los pasillos de los estudios de Hollywood y que ha dado bodrios tan deleznables como Starsky & Hutch y los dos lamentables capítulos de Los ángeles de Charlie. Solo me animó la presencia en sus créditos de Michael Mann, un director que ha demostrado no tanto una adecuada pericia en el manejo de la tensión dramática como un definido talento para transgredir las normas de los géneros cinematográficos. Un hombre que conoce la industria desde su interior y que ha pasado casi cuarenta años produciendo y dirigiendo cine y televisión. No es un Woody Allen, es verdad, pero tampoco un Silvestre Stallone.

Para empezar, hay que olvidarse de la serie de televisión de los ochenta, muy fashion y muy políticamente correcta. Salvo los nombres de sus personajes centrales —Sonny Crockett y Ricardo Tubbs— y de la ciudad como trasfondo, nada tiene que ver esta nueva realización de Mann con aquella idealización del combate al narcotráfico. Desde luego, tampoco escuchamos la famosa canción de Phil Collins. En segundo término, esta Miami Vice posee má¡s las caracterí­sticas del cine negro que del film policial tí­pico. Tal vez no era la idea original pero el producto final es un elogio de lo oscuro, de lo inexacto y de la incorrección política. En tercer lugar, la visión que ofrece de Miami es la de una urbe alejada de los estereotipos turí­stico y comercial y más bien la observa sumergida en los fangos del crimen organizado y la corrupción. Finalmente, las interpretaciones de Colin Farrel y Jaime Foxx redefinen el tipo de héroe contemporá¡neo de una forma más brutal y hasta cruel. Lo que es inevitable poner de relieve es que el propio Michael Mann, hoy en sus 64 años de edad, fue el productor ejecutivo de la serie que comenzó a emitirse en 1984. Conoce la materia, la transforma, le confiere nuevos sellos y ofrece un producto distinto al prometido. En este caso, gracias.

Otro rasgo definitorio de Miami Vice hay que encontrarlo en el tono global de la narración que alude tanto al uso de la tecnologí­a como a la dimensión del negocio de la droga y del tráfico ilegal de casi cualquier cosa, incluyendo seres humanos. No hay fronteras. Sus personajes pueden beber un mojito en una discoteca de South Beach como en la mismí­sima Bodeguita del Medio de La Habana Vieja. Las operaciones pueden suceder en Miami, Barranquilla o Iguazú. Las pieles pueden ser pálidas o morenas, los ojos asiáticos o latinos, pero las intenciones del negocio son las mismas. Computadoras portátiles, satélites y GPS, Ferrari y Bentley, mucho Giorgio Armani, bastante sudor, siempre muerte y traición y, finalmente, algo de amor. Solo amor.

La trama es lo menos importante del relato. Lo fundamental es la forma de narrar, el ritmo del montaje, la fotografí­a nocturna, la trasposición de las reglas. Lo que Mann nos presenta es un tono, un estilo, un sello propio. Es imposible dejar de pensar en sus obras esenciales: Fuego contra fuego, El informante o Colateral. Es la creación de un autor injustamente subestimado que ha surgido de las entrañas mismas de la industria.

MIAMI VICE (Miami Vice), EEUU, 2006. Dirección: Michael Mann. Fotografí­a: Dion Beebe. Edición: William Goldenberg y Paul Rubell. Música: John Murphy. Elenco: Colin Farrell, Jamie Foxx, Gong Li, Naomie Harris, Ciaran Hinds, Justin Theroux, Barry Shabaka, Luis Tosar, John Ortiz y Elizabeth Rodriguez, entre otros. Distribución: UIP y Cinematográfica Blancica.

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