Poco después de su muerte se le atribuyó a Borges un texto en el que el célebre bonaerense, si volviera a vivir, dizque tomaría más helados y ejecutaría una muy larga y nada borgiana lista de asuntos que –siempre según el o la escribiente del texto apócrifo–, de ser cierta, evidenciaría que el pobre hombre vivió equivocado. Después vino el dizque testamento del Gabo, y se le atribuyó al hombre de Aracataca un desiderátum nada verosímil –donde también salen a relucir los famosos helados– que, de ser cierto, echaría por la borda todo lo que antes de eso escribió.

Ahora le toca el turno a Vargas Llosa –sin helados esta vez, pero con pizzas, pipas y patatas, ¡y dale con la comida!– y a su celebrada apología de las mujeres; aunque quien esto escribe no debería emplear el término apología, sino venuslogía o afrodilogía, de Afrodita, claro. Específico esto para que algunas amigas que me mandaron por enésima vez el texto del peruano no vayan a hilar demasiado fino en la defensa feminista y vengan después a reprocharme alguna aviesa intención, esto es, utilizar un término acuñado por el patriarcado, apología, del dios Apolo = Sol = Luz para referirme a lo femenino. Venuslogía, entonces.

Pero me estoy yendo por las ramas. O no. Ya se sabe que los lectores leemos, valga la redundancia, con nuestro bagaje emocional a cuestas, es decir, interpretamos y utilizamos luego algún desliz del o la que escribe para condenarlo(la) a un Fahrenheit 451 o a un auto de fe, si bien y en este caso, ninguno de los dos sea literalmente realizable en la escritura on line.

Cuando comenzaron a circular por Internet los textos atribuidos primero a Borges y luego a García Márquez, y basándome en aquello que decía August Sainte-Beuve respecto a que la obra de un escritor era siempre el reflejo de su vida, me leí cuanta historia o anécdota sobre ambos aparecía publicada, y como nada encontré sobre helados ni rosas regadas con lágrimas, nunca creí que esos escritos fueran, ni mínimamente, borgianos o garciamarquianos. Con el texto de Vargas Llosa es diferente, pues sí parece que es de su puño y letra, o de sus dedos y teclado… o al menos él no ha salido a desmentirlo.

Alguna vez, quizás lo sea aún, Vargas Llosa fue el desiderátum de toda mujer, intelectual o no, joven o no, de vértigo o no, porque unido a una estampa glamorosa y muy masculina, iba parejo el verbo, ese mismo del fiat lux, principio de todo. Y como el verbo se gesta en el cerebro –que es él órgano más erógeno de los seres humanos–, pues, bueno, no cuesta mucho imaginar cuántas hubo que, literaria y literalmente, fantasearon con el apuesto y genial peruano.

Pero a mí su venuslogía me sabe mal, me suena a cuento de caminos; quizás la primera vez la leí con cierta indulgencia, hoy, cada vez que la encuentro en mi correo (adosada a algún mensaje valorativo sobre nosotras las mujeres), me va dando como algo. Hay en ella como demasiada intención, como demasiado escalofrío por dentro y fuera de la piel, como demasiada amenaza de lluvia en el clima de los ojos. Cuando la leo no me siento feliz, no me siento reivindicada, quizás porque no como semillas de girasol ni espero a mi novio con vestidos que huelen a fresas ni leo en el consultorio revistas en las que no salgo ni saldré nunca (y que tampoco compro) y las cuales, además, no están en la antesala de mi médico porque él practica la medicina ayurvédica.

Quizás, también, porque mal que me pese, soy un producto del patriarcado, y no creo que “las piernas bien torneadas y los pechos de vértigo sean efímeros adornos, vestigios del tiempo, enemigos de la forma y enemigos del alma”; ni me “trago el fútbol ni el beisbol a cambio de un beso”, ni de uno ni de miles, y porque sí creo, como Sócrates, que lo bello es bueno y viceversa (o debería serlo) y que las formas armoniosas no está reñidas con el alma, al contrario. Y en cuanto a las arrugas… las tengo y no me gustan, pero como no compro Cosmopolitan ni Vanidades, ni Hola, ni etcéteras, me salvo, a Dios gracias, de correr el riesgo de terminar pareciéndome a doña Cayetana.

Yo no sé si Vargas Llosa se quedará impertérrito frente a unos glúteos firmes, a unos pechos ídem y a unas piernas a lo Marlene Dietrich, quizás, como siempre, una cosa es la que decimos (o escribimos) y una muy otra lo que el animal que nos caracolea por dentro, y sin permiso, siente. Yo, por mi parte, suelo extasiarme frente a unos bíceps, tríceps y cuádriceps bien firmes y torneados; suelo extasiarme con el Dr. Sloan (de Grey’s Anatomy) en detrimento del buen inspector Columbo (de la serie homónima) quien, me parece, huele a falta de higiene y cuyo aspecto nunca me motivó a fantasear con lo que hay debajo de su impermeable, por mucho que su intelecto privilegiado me haga suponer debajo de él a un amante ocioso (en el sentido en que se usa en el oriente venezolano) y kamasutriano.

No estoy segura de que la frase “Todas las flores del desierto están cerca de la luz” con la que el arequipeño comienza su alegato a favor de las arrugas, no sea una alegoría que nos hace más mal que bien a nosotras las mujeres… ya se sabe cuán responsables son Atacama, Sonora, el Sahara, el Gobi y hasta los mismísimos Médanos de Coro, entre otros, de las arrugas y del cáncer de piel.

¿Por qué, en el caso de que él sea el autor, Vargas Llosa escribe, a esta altura de su vida y de su obra, esa venuslogía? Me niego a pensar que sea pura demagogia (ya no es candidato presidencial) ni puro mercadeo (sus obras valen por lo que son y seguirán vendiéndose prácticamente solas), ni mero consuelo propio y ajeno; pero, si antes de leer La ciudad y los perros, La casa verde, La tía julia y el escribidor y todas las demás que me compré y leí, hubiera caído en mis manos este texto de pipas, patatas y arrugas, mis escasos y siempre muy trabajados reales no hubieran ido a engrosar sus derechos de autor.

Porfa, no me manden más lo de “las flores del desierto”, a mí, ácida como soy, desierto me suena a tormenta (del), a Hummer, a pozo de petróleo en llamas y, lejos de considerarlo un elogio, me deprime y angustia. Para venuslogías sigo prefiriendo la de Oliverio Girondo, no obstante nunca haber podido comprobar su reacción frente a un cuerpo de “vértigo” para certificar su poema.

NO SE ME IMPORTA UN PITO QUE LAS MUJERES

(fragmento)

No se me importa un pito que las mujeres

tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;

un cutis de durazno o de papel de lija.

Le doy una importancia igual a cero,

al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco

o con un aliento insecticida.

Soy perfectamente capaz de soportarles

una nariz que sacaría el primer premio

en una exposición de zanahorias;

¡pero eso sí! –y en esto soy irreductible– no les perdono,

bajo ningún pretexto, que no sepan volar…

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