Fidel Castro llega hoy a los ochenta y dos años. Será la tercera vez que celebre su cumpleaños alejado del público. No soplará las velas sobre un gran pastel rodeado de niños, no brindará con los trabajadores destacados, ni recibirá el baño de multitudes. Tampoco escuchará su nombre coreado como una mágica invocación. No estarán con él dos de sus armas predilectas: las cámaras y los micrófonos. Probablemente, ni siquiera sus hijos y nietos puedan acercársele para decirle al oÃÂdo la cosa más simple del mundo: «Felicidades». Desde su cama de enfermo en una habitación estéril, la pantalla de un televisor será su precario contacto con la realidad. Frente a ella, después de tantos años de haber sido protagonista, aprende ahora el papel de espectador.
Se escribirán muchas crónicas referidas a su persona y al sÃÂmbolo en que se ha convertido. No tantas como cuando cumplió los ochenta hace dos años en medio de una gran incertidumbre sobre sus posibilidades de vencer la muerte. Fueron muchos los que se adelantaron entonces a escribir el panegÃÂrico definitivo y no pocos se sintieron tentados a buscarle un epitafio. Como suele ocurrir con los individuos de su especie, con tantos beneficiarios y con tantas vÃÂctimas, lo que se diga sobre él oscilará siempre entre la apologÃÂa y el improperio.
Más allá de la natural inquietud sobre cuánto le queda de vida, las principales preocupaciones de Fidel Castro son el destino de su obra y el juicio que sobre él hará la historia. Ambas cosas están ligadas de forma indisoluble. El paÃÂs que ha heredado a su h ermano, como si fuera un feudo, sufre una profunda crisis económica, polÃÂtica y social. Para salir de este atolladero parece imprescindible realizar cambios. Muchas de las transformaciones que añora la población demandan un rompimiento, un acto público de retractación, que sirva como garantÃÂa de que no se volverán a cometer las mismas faltas.
La ausencia de un compromiso polÃÂtico con estos cambios, que ya se demandan a viva voz, darÃÂa la impresión de que lo único que se pretende hacer es una corrección cosmética para mantenerse al mando. Sin embargo, llevar la crÃÂtica a sus extremos podrÃÂa ser demoledor para quien, por haber detentado el poder de forma absoluta e indiscutible, es considerado el causante de todos los logros, pero también el culpable de todos los errores.
Con frecuencia el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista, publica la «reflexiones del compañero Fidel». A veces pasan dos semanas que no aparecen, o salen tres de forma consecutiva. En ellas Fidel Castro se refiere a cualquier tema: la crisis energética mundial, el lanzamiento de un submarino inglés, su correspondencia con Milosevic, la situación en Corea del Norte o la deserción de deportistas. Habla de todo menos de los presumibles cambios que necesita la sociedad cubana.
En ocasiones da la impresión de que conspira contra ellos. De hecho, el no mencionarlos es más que suficiente para enviar un mensaje de desaprobación.
Determinar de forma cientÃÂfica lo que quiere la gente resulta muy difÃÂcil en un paÃÂs sin encuestas independientes. En la calle primero como un murmullo y cada vez más abiertamente el pueblo exige lo que el máximo lÃÂder siempre le ha impedido tener: derechos civiles y polÃÂticos, junto a libertades económicas.
La mayorÃÂa no lo define de esa forma genérica, sino que envuelve sus pedidos con frases de menor vuelo como «lo que yo quiero es no tener que pedirle permiso al Estado para salir del paÃÂs y poder regresar cuando quiera», «serÃÂa bueno que un c iudadano normal no tenga que movilizar toda su valentÃÂa personal para opinar diferente al gobierno» o «si me dejaran, podrÃÂa organizar con mi familia y mis amigos una pequeña empresa».
Algunas de esas conquistas son tan triviales que no se entienden fuera de Cuba. En la larga lista de los reclamos se halla la posibilidad de poder comprar un carro en un concesionario, solicitar un teléfono o servicio de internet, alquilar un bote para pescar junto a la costa, invitar a un pariente del interior a que pase un tiempo en casa, adquirir una revista o un periódico extranjero, tener una antena satelital, fundar un club de filatelia y otras tonterÃÂas que le dan a las personas la sensación de ser un individuos con derechos y, por qué no, con ambiciones.
Los cubanos quieren ser, en fin, ciudadanos que puedan vivir decentemente de lo que obtienen con su trabajo y que se les permita protestar cuando lo que ganan no les alcance. No soportan seguir siendo soldados que deben conformarse c on el uniforme y que paran en firme ante la voz de su comandante. La gente también parece estar harta de tener un poderoso enemigo permanente. Eso es, en fin de cuentas, lo único que justifica que se tengan que comportar como soldados.
En vÃÂsperas del aniversario 50 del triunfo de la Revolución, con todos los méritos que le atribuyen y con todos los vicios que le achacan, se pueden decir dos grandes verdades del experimento que inició Castro en Cuba: que no ha colapsado, como presagiaron sus enemigos, y que no ha alcanzado los objetivos prometidos, como vaticinaron sus seguidores.
Aquel intento de construir una sociedad justa y próspera habitada por el hombre nuevo demostró ser una quimera inviable. Pero el concepto de victoria, propugnado por el máximo lÃÂder de la revolución, ha sido que mientras le quede un soplo de vida no se considerará vencido. Para él, en su inquebrantable espÃÂritu deportivo, este juego no tiene un tiempo lÃÂmite, lo que le permite desconocer la derrota por desfavorable que sea el marcador.
Asàfue en 1953, cuando tras arruinarse el plan de asaltar la segunda fortaleza militar del paÃÂs, fue a la prisión con la promesa de continuar la lucha. En 1956, después del naufragio con el que concluyó su malograda expedición en el yate Granma, al contar 12 hombres y 7 fusiles exclamó eufórico: «Ahora sàvamos a ganar la guerra». Su crónico voluntarismo hizo que en octubre de 1962, después que Nikita Krushov decidió â€â€de forma unilateral retirar los cohetes con cargas atómicas instalados en la isla, declarara: «Los cohetes morales no serán desmantelados jamás».
El obstinado optimismo del que hace gala lo llevó en 1970, tras el fracaso de no poder realizar la ansiada cosecha de 10 millones de toneladas de azúcar, a enunciar la frase: «Vamos a convertir el revés en victoria». Hasta en 1980, luego de que más de cien mil cubanos huyeron del paÃÂs por el puente marÃÂtimo de Mariel a Miami, terminó por decir: «Que se vaya la escoria, que se vaya». Pocas veces la voluntad de un hombre ha pesado tanto en una nación. Nunca antes la voluntad de un hombre pesó tanto en Cuba. Su personalidad obstinada será histórica.
Pero la naturaleza y la historia son todavÃÂa más testarudas que él y tienen otra opinión. Las nuevas generaciones olvidarán su voz y su discurso. El obstáculo que representa su porfiada resistencia desaparecerá. Otros sueños, menos caros pero más viables, serán emprendidos, aunque nunca lo entiendan fuera de Cuba los que ven a esta Isla como un ejemplo.
Al principio todavÃÂa habrá espacio para la alabanza de su inmensa figura: «El hombre que resistió el embate de diez administraciones norteamericanas, que supo perseverar cuando todos se rindieron y que poseÃÂa una energÃÂa a la que se le atribuyó incluso la detención de huracanes. Un polÃÂtico con una sorprendente larga visión y con la infinita suerte de encontrar siempre un apoyo providencial». Luego vendrán los análisis serenos, la desclasificación de su papel erÃÂa, los testimonios incómodos y tarde o temprano llegará la diatriba.
Quedará la nostalgia y el 13 de agosto del 2026 habrá libertad, incluso para que en un pequeño teatro, un reducido grupo de nostálgicos celebre su centenario.
* Publicado el 13 de agosto en El Espectador de Bogotá.