Es una lección de cine que conviene ver en estos tiempos de canallas que ríen de la desgracia ajena, pero más importante, es una lección de los conflictos que acechan y nutren la vida política

Hambre es un film irlandés que en el 2008 se alzó con la Camara de Oro del Festival de Cannes. No fue estrenado comercialmente en Venezuela pero adquiere en estos días una siniestra actualidad. Conviene procurárselo por medios «sanctos» (o no tancto). La película, ambientada en 1981, es una crónica minuciosa de las circunstancias que condujeron a la huelga de hambre de Bobby Sands, soldado del Ejército Republicano Irlandés. Hay varios motivos por el cual el film es apasionante, y probablemente el primero es su decidida falta de vocación política. Obvio, han pasado treinta años, la Thatcher es sólo un cadáver insepulto y mal que bien una cierta paz reina en Irlanda. Pero más importante es que el director y guionista Steve McQueen (sin relación con el actor) elige un punto de vista radical: hacer de una lucha militar y política un conflicto existencial cuyo campo de batalla es el cuerpo.

Por eso los brochazos de ubicación histórica se reducen. Dos discursos de Maggie pintan su arrogante y siniestra lucidez. Al reducir el accionar del IRA a un problema criminal, escamotea el conflicto religioso y cultural subyacente, pero al mismo tiempo cierra el campo de la negociación. A partir de ese momento el conflicto sigue una lógica propia. Ante un juego cerrado la única huída que cabe es hacia adelante.

Y todo ocurre en el opaco Ulster de los 80, que una plomiza fotografía, a veces nos deja adivinar cuando la imagen sale de la prisión. Vale la pena aclarar que el IRA está lejos de ser un grupo de escolares de picnic, pero la película retarda ese momento de la verdad estructurándose en dos mitades muy precisamente delimitadas. La primera no escatima violencias, físicas y de las otras a la hora de describir un país de verdugos y torturados.

La cámara es ágil, violenta, se detiene en detalles que revelan el alcance de la perversión en nudillos que sangran de tanto golpear, en paredes cubiertas de excrementos, en orines que un limpiapisos regresa a las celdas. Todo esto dibuja una espiral de violencia que no puede encontrar una vía de escape y que está condenada a multiplicar su potencia.

Y entonces, como una bisagra, el director introduce una secuencia de 17 minutos que da la dimensión del drama. Sands dialoga con un cura. No hay puesta en escena que no sea la de los dos antagonistas frente a frente observados por la cámara. Y ambos plantean su verdad, que, considerada en sí misma, es la única verdad posible.

Sands no puede sino avanzar en el único espacio de pelea que queda, el de una huelga de hambre escalonada que amontone muerto tras muerto hasta que la piedad despunte (pero claro, es la piedad del poder, y el poder, por definición, carece de piedad).

El cura, por su parte, es capaz de ver otro escenario, pero con él, ve la imposibilidad de hacerlo realidad. Propone una lucha política de largo alcance y su drama es que ese camino, en ese contexto es invendible y el diálogo sólo puede terminar, como en efecto termina, con la convicción de que nunca se verán. El tramo final, cambia la violencia del principio y el antagonismo de la entrevista por la lenta crónica de la agonía y la muerte de Sands.

Es una lección de cine que conviene ver en estos tiempos de canallas que ríen de la desgracia ajena, pero más importante, es una lección de los conflictos que acechan y nutren la vida política. Una coda, extra fílmica, la muerte de Sands rasguñó a la dama de hierro y sus radicales reformas liberales en puerta. El futuro de su proyecto político estaba en duda hasta que una mañana de abril un gorila argentino, admirador de Johnny Walker, invadió unas islas, de las que pocos se acordaban. Perdió. Y el resto es historia.

* Publicado el 25 de agosto de 2010.

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