Un teatro oscuro es más verdadero que un teatro explícito.
Pensar  el teatro es más que pensar la representación de una ilusión o un acontecimiento, un sueño o una pesadilla. Es pensar lo fantástico o lo inimaginable como una ciega certeza que nos rebasa. Por eso en el teatro no puede existir la realidad. La realidad es demasiado estrecha para la imaginación y la propia vida. Quienes intentan este desatino de ser fiel a la realidad de la idea y de los principios atávicos de cualquier pensamiento, desprecian la representación teatral que descarna la honda mentira en que se está sumergido por los espejismos.
Pero eso no quiere decir que el teatro sea un defensor absoluto de la verdad. Porque la verdad a veces puede ser una coartada de una imposición. Quizás es un expositor de la resbaladiza certeza. Además, el teatro es demasiado ambiguo para ser evangelista. Su falsedad es su virtud. Moliere la glorificó con su comedias.

Un teatro oscuro es más verdadero que un teatro explícito. Llámese este último social o psicológico. Los personajes de los  verdaderos dramaturgos no deben decirlo todo y de hecho, no lo dicen. El diálogo es el arte supremo de la conversación que vertebra la ausencia. El teatro se habla para develarse y revelar al otro. No por la estrategia consciente de la voluntad. Eso crea una paradoja: la representación  de la historia no se convierte en un catálogo de imágenes. Es más, la imagen como destino final de la representación puede ser sacrificada oponiéndole la nada. Solo una mano, un objeto o un haz de luz puede ser suficiente. El ego de la representación es desterrado de la ambición promiscua del barroco teatral a que se nos tiene acostumbrado. Se  debe dramatizar en otra dimensión escénica para que el espectador abandone la razón de ser testigo y se convierta en un poseso que activa la remoción de su triada, física, psíquica y espiritual.

El verbo desencadenado es un gran peligro en estos tiempos  de incontinencia verbal. Hablar mucho conduce al sin sentido de la reiteración. A veces hay que contraer las riendas del verbo; otras, ahogarlo en el silencio. Dejarlo sin respiración hasta que aparezca la máscara desconocida del pantano o del océano. Y eso no lo puede lograr el naturalismo ni el realismo tradicional. El teatro sinfónico terminó con William Shakespeare. Chejov e Ibsen fatigan. El pasado es un fardo que pesa en la existencia de sus personajes. Cada vez que uno de ellos entra a escena, tiene que relatar de donde viene; y en ese relato minucioso que convoca el detalle, descubrimos las motivaciones veladas o explicitas de los personajes. Leemos las obras de Shakespeare para enterarnos cómo son las tácticas y las estrategias de las intenciones de los personajes que luchan por lograr su magno objetivo.

Macbeth mata al rey Duncan y, al hacerlo, se percata con ello que ha asesinado el sueño. Desde entonces, el insomnio lo atormentará. Ricardo  III, el único personaje de literatura dramática que parece no padecer de culpa, asesina amigos y familiares en una trepidante y macabra ascensión por entre la escalera de sus víctimas, con el solo fin de coronarse rey con su ostentosa ambición y fealdad; pero en el último acto, inesperadamente, grita lleno de terror al saberse perdido en la última batalla: “¡Mi reino, mi reino por un caballo!”. No obstante, en siglo XX, el dramaturgo irlandés Samuel Beckett escribió una pieza llamada Esperando a Godot, donde el pasado ( la motivación), la intención y el objetivo dramático de sus personajes no era la premisa estructural para concluir la obra como  expresión de la intriga que tienen las piezas teatrales tradicionales. Beckett había descubierto el absurdo de la vida en el teatro. Quizá porque una obra teatral cuando culmina en representación es para crear una gran insatisfacción en los espectadores, un desasosiego que se puede celebrar o despreciar. Los espectadores deben marcharse del teatro como si estuvieran a punto de partir de la vida, sin haberlo dicho todo. Aquí la banalidad no calza, pero tampoco la épica.

Los personajes de la ficción teatral están condenados al destino de morir en cada representación, en el sentido de que nunca serán idénticos sus actos en cada nueva representación que se haga de ellos. Sin embargo, tienen la posibilidad de resucitar con posturas, gestos y movimientos distintos, así la representación siguiente no sea idéntica a la primera. Hay momentos en que los personajes  teatrales  son como Lázaro burlándose de la muerte. El tiempo existencial es tan breve que no  permite al personaje  teatral eternizarse en el espacio ni en el tiempo. Está condenados a existir en el fugaz ahora, ese presente que los desvanece y que alguna memoria que se resiste a olvidarlos, eventualmente, los recordará en su última agonía. Ni  la persona ni  los personajes podrán escapar a esta sentencia. A veces silente, otra brusca o cruenta. El dolor nos lo recuerda. Nos marchamos de este mundo sin terminar de hacer y ser completamente lo que quisimos, deseamos o soñamos ser. Algunos descendemos a la tumba, petrificados por aquellos secretos inconfesables. Ese es el gran misterio de la vida, que intenta reproducir el buen teatro. Quizá por ello escribir teatro no resulte fácil. Porque no es lo que dicen los personajes lo que importa sino lo que dejan de decir en la situación dramática límite que los confronta. Ese abismo que los coloca en el vértigo que produce el vacío.

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