Por alguna razón que desborda el presentimiento, el difunto boxeador comentaba que cada vez que boxeaba, sentía que lo hacía el presidente y no él.

Algunos estadistas modernos han actuado y actúan como aquellos reyes que hacían uso de sus bufones para poder ostentar un encanto o un ingenio que no tenían, o bien para ejecutar una perversión que no se atrevían directamente, en las alcobas o en los sótanos de tortura de los palacios.

Lo mismo ocurre cuando esos estadistas sienten deseos inconfesables desde el poder y terminan por hacer uso de otros para que los realicen. Entonces pueden convertirse en espectadores fascinados y orgullosos de lo que hacen sus dobles, que cunden por doquier. Sin embargo, aun ignorando los lactantes recónditos de sus deseos, sus discursos y actos pueden ir más allá del cálculo de su organicidad política y afectar la propia realidad que gobiernan. De este modo, un boxeador venezolano que había conocido la gloria, con el rostro del presidente tatuado en su pecho, y en medio de ese territorio psíquico donde el amor y el odio se tornan irreconocibles, asesinó a su joven pareja para después suicidarse, justo al despertar del vértigo de su propio horror. Luego, algunos seguidores del presidente, ingresarían en la madrugada al cementerio y, profanando la tumba del asesino, arrancaron del pecho de su cadáver la imagen tatuada en la piel, antes de que los gusanos la devoraran.

La acción última de los seguidores justificaba la consideración de que el presidente había adquirido una relevancia mítica de tal magnitud, que debía ser preservado de cualquier corrupción que anidara en la vida o en la muerte, en términos reales o simbólicos. Su mismo gobierno, ya no era producto de una necesidad histórica, social o política, sino de un oscuro mecanismo divino que lo había concebido. Porque el propio presidente había dejado de ser fruto de la razón y las ideas, constituyéndose ahora en el impulso de las creencias sobrenaturales y la fe ciega de las masas. El presidente podía proveer poder a los suyos, pero si por una indeterminada casualidad,  éstos sucumbían en la desgracia fuera de su protectorado mágico, como ocurrió con la vida de ese infeliz boxeador, el presidente quedaría liberado de responsabilidad o culpa,  en las acciones llevadas a cabo por aquel sacrificado y condenado por la mala suerte. La propia justicia administrada en los tribunales, estaba sujeta al absurdo con que se había estructurado el laberinto perverso del Estado. Por alguna razón que desborda el presentimiento, el difunto boxeador comentaba que cada vez que boxeaba, sentía que lo hacía el presidente y no él. Pero no sólo el boxeador lo creía, sino que también la propia fanaticada; y esos objetos de la multiplicación, en el que las sombras y los espectros gustan boxear con nadie: los espejos.

Mas un golpe de dados jamás abolirá el azar, escribió el poeta Stéphane Mallarmé, y el poder mágico y divino del presidente, comenzó a resquebrajarse a pesar del fervor y la resistencia emocional de sus seguidores. No había sido un acto magnicida que lo vulneró; tampoco una invasión imperialista que venció a sus ejércitos; mucho menos, el amor de una mujer que lo conquistó bajo los aguaceros de sus discursos; fue lo más común que acecha a cualquier mortal: una penosa enfermedad. Lo novedoso fue que el acecho se había convertido en hecho, y estaba instalado de manera total en el cuerpo del presidente. Al principio, los seguidores y médicos de cabecera, aseguraban que el intruso sería derrotado por la fortaleza divina del presidente y no por la medicina, también sojuzgada y subyugada ante el poder telúrico y supremo de quien ya se había coronado como dictador. El propio presidente lo creyó así, asegurando públicamente haber vencido al inclemente enemigo que había tomado su cuerpo, pero no su poder sobrenatural. Pero poco tiempo después, el propio presidente tuvo que aceptar la amarga verdad al reconocer lo imposible, y se entregó al combate de la maligna enfermedad, como aquel boxeador que tanto lo había admirado y querido con su rostro tatuado en su pecho.

Entonces, lo impensable condujo a otro de los seguidores del presidente a iniciar un conjuro y sacrificio para liberarlo de la desventura capaz de llevarlo a la finitud. El hombre eligió a su madre anciana, y después de causarle la muerte, la descuartizó en medio de una orgía de sangre para cumplir con lo que según él, Dios le había ordenado como única forma de salvar a su amado presidente.

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