Hubo que esperar muchas décadas más para que una reforma estructural —en la segunda época de Carlos Andrés Pérez— permitiera que las autoridades locales fueran electas y no nombradas por el poder central.

Dentro de América Latina solo dos países adoptaron el nombre de Estados Unidos: México, que aún lo detenta, y Venezuela. La hoy bolivariana —y anteriormente sólo república— estuvo llamándose oficialmente Estados Unidos de Venezuela casi noventa años, desde 1864, bajo el mandato de Falcón, y hasta 1953, gobernada por Pérez Jiménez. Los diferentes nombres legales adoptados fueron producto de cambios constitucionales.

En el caso mexicano, hasta cierto punto se justifica por la cercanía e influencia de los Estados Unidos, los llamados de América, nombre del cual se adueñaron cual si fueran los únicos habitantes del continente. En el caso venezolano, creo que fue más parejería. En todo caso, estos dos países latinoamericanos son los únicos que definen sus diferentes territorios como estados, el resto llaman provincias, departamentos o regiones a sus partes, un nombre más bien heredado de sus orígenes españoles. El caso único de Brasil, cuyo nombre oficial es República Federativa de Brasil, también llama estados a sus regiones, aunque nunca lo usó como nombre oficial.

Pero concentrémonos en el caso venezolano que es el que nos interesa. Nuestros estudios geográficos nos acostumbraron a reunir los diferentes estados por regiones: la andina, la occidental, la oriental, la central, la de los llanos y la amazónica. Esta división tiene que ver sobre todo por las características propiamente geográficas y cierta similitud de peculiaridades físicas entre los estados que forman esas regiones. Políticamente el asunto ha sido diferente.

El país, atrasado y rural, siempre estuvo diseminado entre diferentes feudos, con caciques locales y un poder poco o nada centralizado. Eso de país era una utopía. Tenía una capital, que era una especie de cara visible. Todo esto empieza a cambiar con la llegada al gobierno —y los veintiocho años de mandato— de Juan Vicente Gómez, que es el primero que de alguna manera centraliza el poder y comienza a estructurarlo como tal, creando unas fuerzas armadas centrales y un control nacional. Esa estructura se ha mantenido más o menos hasta nuestros días. Hubo que esperar muchas décadas más para que una reforma estructural —en la segunda época de Carlos Andrés Pérez— permitiera que las autoridades locales fueran electas y no nombradas por el poder central. Fue el primer intento de democratizar las regiones y funcionó también más o menos.

El Congreso Nacional establecía —de acuerdo con su población y las necesidades de desarrollo regional— la parte del presupuesto nacional que se le asignaba a cada estado. Lo llamaban el situado constitucional. Durante la época democrática se fue instaurando una estructuración local para el desarrollo de cada región.  Pero…

Pero llegó el comandante y mandó a parar. Y todo lo anterior desapareció, volvió el poder central a controlarlo todo, o casi todo. Se siguió jugando el juego aparente de la democracia, pero las razones de control político privaron sobre los avances regionales y simplemente se cometieron toda clase de arbitrariedades que fueron poco a poco acabando o disminuyendo sustancialmente los poderes regionales. Se utilizaron todos los chantajes posibles para quitarles el poder decisivo a las autoridades locales. Gobernadores y alcaldes fueron privados de recursos si no eran afectos al régimen central, incluso algunos sustituidos, por vías legales o pseudo legales, o por triquiñuelas electorales. El panorama general del país se tiñó de rojo, generalmente por las malas. Y los que no entraban por el aro, les cortaban los recursos y los convertían en figuras decorativas sin ningún poder real. El asunto llegó a institucionalizarse con el invento de los llamados protectores. Una figura legalmente inexistente —la legalidad nunca ha sido un obstáculo para el régimen— pero que le servía al gobierno central para manejar el asunto a su antojo.

La conclusión de todo esto es la realidad real actual. El momento yo diría que es patético, pues la oposición —o mejor dicho el abanico de opositores de diferentes grupos, tendencias, restos de partidos o cualquier agrupación inventada o por inventarse— está pretendiendo arrebatarle el poder de algunas regiones al régimen. Pero, ¿es esto posible? En primer lugar, siempre han tenido a mano las trapacerías electorales para evitarlo y, en el supuesto caso de que estas pudieran obviarse y que las elecciones regionales fueran claras y más o menos transparentes, y resultaran electos en gobernaciones y alcaldías, ciudadanos con la mejor intención de trabajar por mejorar las condiciones de vida de la población. ¿Sería esto posible con un gobierno central que maneja mecanismos de control y poder para su exclusivo usufructo?

Por ejemplo, las Fuerzas Armadas, que responden a un comando único, central y absolutamente plegado a favorecer al régimen, ¿será posible contar con ellas para problemas locales? ¿Les harán algún caso a gobernadores y alcaldes? Una de las acciones que tomó el régimen hace tiempo fue la eliminación de las policías regionales. Ahora es una institución nacional, dirigida por el poder central. Las autoridades locales no disponen de ningún efectivo a su servicio, para situaciones de orden y control. Ni hablemos de los presupuestos, algo que parece haber desaparecido a nivel nacional. Con una moneda ficticia, inexistente y volátil es imposible establecer ninguna manera estructurada y útil de manejar nada a niveles regionales. ¿Cómo se financia la educación, la sanidad, la seguridad, el mantenimiento regional, sin recursos para ello?

Algunas alcaldías —llamémoslas privilegiadas, sobre todo en la capital— disponen de algunos fondos provenientes de impuestos y tasas locales, que le permiten, aunque limitadamente, hacer algunas tareas en pro de la comunidad. Pero repito, serán dos o tres. Chacao, Baruta, el Hatillo y pare usted de contar.  Del resto ninguna alcaldía o gobernación que no se pliegue a al poder central tendrá recursos para nada. Al régimen no le interesa el bienestar de la población, eso lo ha demostrado fehacientemente. El país seguirá huérfano de todo.

Y eso es lo que se está viviendo en verdad hoy en Venezuela, una capital, Caracas, donde se está jugando el juego de la apariencia, donde en Las Mercedes, Los Palos Grandes, El Hatillo, se simula un progreso, que es más que nada una escenografía de falso bienestar para una porción escasísima de la población, no mayor del 5%, y un país absolutamente desamparado en manos de grupos criminales locales, pranes, militares, narcotraficantes, guerrilleros que manejan el poder real y que permiten que uno que otro empresario —mediante el pago de su correspondiente vacuna— intente hacer alguna actividad productiva o semi productiva. Y la parte de la población —ese 95% restante— a sobrevivir precariamente, o si se tiene la oportunidad, escapar del territorio.

Creo que estamos otra vez como estuvimos hace cien años, a comienzos del siglo XX: un territorio atrasado y feudal lleno de caciques regionales, un simulacro de país. Ojalá me equivoque y que el tesón y el empeño de individuos y grupos sobrevivientes puedan conseguir hacer algo por la sufriente población, después de ganar —si es que ganan-— las elecciones regionales en los Estados Desunidos de Venezuela.

 

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