El conflicto en Afganistán es la primera crisis grave de la Administración Biden,

El presidente estadounidense Joe Biden es el principal responsable de la caótica salida de Kabul. Pero el fracaso de una intervención militar de 20 años no tiene color político.

El enfoque partidario en Washington D.C., sumado la instantaneidad que le imprime el relato periodístico a los acontecimientos políticos, pueden tener el efecto de banalizar el significado último de la tragedia de Afganistán.

Sin exculpar al presidente estadounidense Joe Biden, la caótica y peligrosa salida de Estados Unidos de Kabul, ante la vertiginosa toma del poder en Afganistán por el movimiento terrorista islámico Talibán, es el corolario del fracaso de una guerra eterna en una doble acepción: extremadamente larga y repetidora, en esencia, de graves errores cometidos en el pasado por la primera potencia del mundo.

Y si nos guiamos por el regreso de una dictadura en manos de un régimen enemigo de los valores de Occidente, entonces no queda duda alguna de que el plan estratégico en Afganistán fue desacertado y subestimó las peculiaridades de un país muy complejo, influenciado por su ubicación geográfica, montañosa y sin salida al mar, de prácticas sociales tribales que recogen creencias ancestrales.

La doctrina Bush

Si se tomaran como referencia del comienzo o final de un período algunos hechos históricos notables que tuvieron la fuerza para cambiar el curso de los acontecimientos, el derrumbe de las Torres Gemelas, en Nueva York, y el ataque al edificio del Pentágono, en Virginia, el 11 de septiembre de 2001, por aviones comerciales asaltados por soldados del grupo fundamentalista musulmán Al Qaeda, hubiesen significado el inicio del siglo XXI.

Ello dio origen a una guerra contra el terrorismo, bajo una coalición de países liderada por Estados Unidos, que comenzó con la invasión a Afganistán, cuyo gobierno talibán había dado cobijo al líder de Al Qaeda, Osama bin Laden, el autor intelectual de los inéditos ataques terroristas en suelo estadounidense.

La idea del presidente George W. Bush de invadir Afganistán fue muy clara: capturar a bin Laden, terminar con Al Qaeda y derrocar al terrorífico Talibán que dio vía libre al terrorismo y llevó adelante un gobierno violatorio de los derechos humanos más básicos y convirtió en un martirio la vida de las mujeres, retrocediendo a prácticas sociales de la Edad Media, amparado en una supuesta lectura radical de la ley islámica.

En este país enrevesado de Asia pesa más el origen tribal de sus habitantes que la condición de afgano. Allí viven unos 14 grupos étnicos —entre ellos el pastún, mayoritario—, dos lenguas oficiales y el islam como religión oficial del Estado. El objetivo de las tropas estadounidenses era derrotar a los enemigos, «los terroristas» y quienes «los albergan», como definió el republicano Bush.

Bush logró que Afganistán dejara de ser una amenaza para Estados Unidos, pero igual mantuvo las tropas. Lo mismo hizo el demócrata Barak Obama, o peor, quizás, porque prometió poner fin a la guerra «mala» y, en realidad, reforzó la presencia militar estadounidense.

También fue una promesa del republicano Donald Trump, con el argumento de dejar de malgastar recursos y, aunque tampoco cumplió, disminuyó a 2.500 el número de soldados y firmó un mal acuerdo con los talibanes para salir totalmente de Afganistán.

Biden, como un activo vicepresidente de Obama en asuntos de política exterior, ya tenía entonces una opinión muy firme sobre la retirada de Afganistán e instó a su jefe a plantearse preguntas muy sencillas para definir un camino en la «tierra de los afganos»: ¿por qué, exactamente, es que estamos ahí?, ¿de qué recursos podemos echar mano para lograr metas específicas?

Siempre creyó conveniente retirarse de Afganistán, coherente con una voz escéptica respecto al uso de la fuerza, aunque hubo excepciones a la regla: los bombardeos de la OTAN en los Balcanes, en 1993, la guerra de Irak en 2002 —un apoyo del que luego se arrepintió— y una operación militar en Siria, en 2013, contra el presidente Bashar al-Asad, acusado de usar armas químicas.

Para Biden, en países como Afganistán el problema no es tener más o menos soldados en el territorio, sino que los líderes no aprovechan el «tiempo y espacio» para avanzar. Si ellos no resuelven sus problemas, «de nada sirve que nosotros nos quedemos ahí», le explicó al periodista Evan Osnos al hablar de sus ideas como candidato presidencial.

Pero echarles toda la culpa a los políticos afganos del regreso de los talibanes —argumento del presidente Biden para justificar la salida cuanto antes de militares, civiles estadounidenses y afganos colaboradores— es injusto y una simplificación de la realidad.

Reconociendo la debilidad de los liderazgos políticos, los graves problemas de corrupción y la falta de compromiso del ejército afgano, hubo también una enorme falla en el papel de Estados Unidos y, por extensión, de los aliados europeos.

El fundamento dominante de la intervención militar no era el de reconstruir una nación —si es posible tal designación— sino apenas garantizar un ordenamiento político en armonía con Estados Unidos, con las potencias de Occidente, es decir, apenas una planificación de corto aliento.

Una lógica eminentemente militar, que no tuviera en cuenta las características identitarias de los afganos, desembocaría tarde o temprano en un eterno retorno.

No parece haber habido un plan muy realista, adaptado a las circunstancias, que haya tenido en cuenta, por ejemplo, que una organización territorial tribal es siempre desafiante de la organización política centralizada; que la ley y la institucionalidad es importante, por supuesto, pero no puede desconocerse el papel que juegan creencias y culturas en la convivencia social.

Las imágenes de televisión muestran con crudeza el caos, la angustia y desesperación de los afganos por el regreso del Talibán. Las poblaciones de las grandes ciudades, que fueron las más favorecidas por la intervención estadounidense y de la OTAN, huyen espantadas como si estuvieran a punto de quedar atrapadas en un tsunami.

Pero desconocemos a ciencia cierta lo que está ocurriendo en los territorios de localidades más pequeñas o rurales, donde la vida transcurre al margen del Estado de derecho por conductas de corrupción, muy alejadas de las lógicas de Kabul y más cercanas a las dinámicas sociales autóctonas.

La vuelta de los talibanes, a casi a veinte años del ataque terrorista, del que ellos fueron al menos cómplices, supone el fracaso de la doctrina del cambio de régimen, que puso en marcha Bush y que, en los hechos, mantuvieron otras dos administraciones. Republicanos y demócratas son responsables de una derrota histórica en términos políticos e ideológicos de imprevisibles consecuencias geopolíticas.

Es cierto que Estados Unidos derrotó a los talibanes en el campo de batalla y que el 2 de mayo de 2011 terminó con la vida del líder de Al Qaeda, escondido en Pakistán. Pero a casi dos décadas de permanencia militar, en que volcó millones de dólares para la recuperación del país y en prácticas democráticas, en que contribuyó a la mejora de políticas sociales —lo que se reflejó en indicadores de salud, educación y en los derechos de las mujeres—, no hubo cimientos potentes para dar forma a una sociedad con cánones de una democracia liberal.

En la capital de Estados Unidos, los líderes republicanos se frotan las manos por el enorme error que cometió Biden al apurar la salida de los estadounidenses y los colaboradores afganos de Kabul, para evitar muertes que prolongarían la presencia estadounidense por una década más, una experiencia tan lejana y tan cercana a la fatídica contienda en Saigón. Los referentes demócratas aprietan los dientes y los silencios hablan más que las palabras críticas a su presidente.

El conflicto en Afganistán es la primera crisis grave de la Administración Biden y, seguramente, lo que en este momento ocurre a más de 11.000 kilómetros de distancia de Washington afectará la política interna de Estados Unidos, sacudirá el tablero geopolítico y dañará la credibilidad de la primera potencia del mundo entre los aliados, incluso su papel en futuras guerras internacionales.

El 46º presidente de Estados Unidos seguramente pagará un enorme costo por las malogradas evacuaciones de Afganistán. Pero la salida estadounidense por la puerta de atrás de Kabul y el regreso del Talibán, son dos estrepitosos fracasos del conjunto del país. Es el reflejo de la construcción de un castillo de arena.

Gabriel Pastor

Gabriel Pastor. Periodista uruguayo radicado en Washington, DC. Analista de asuntos latinoamericanos. Maestrando en Filosofía Contemporánea. Licenciado en Comunicación. Exprofesor de tiempo completo de la Escuela de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Sergio Arboleda, Bogotá. Corresponsal del diario «El Observador» de Montevideo

Publicado originalmente en https://dialogopolitico.org

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