Bolívar tomó la previsión de que algunos de sus libros —como el ‘Contrato Social’, de Jean-Jacques Rousseau— tuvieran como destino la biblioteca de la Universidad Central de Venezuela.

A veces toca pensar que los gobernantes del pasado tenían mejor preparación, categoría, inteligencia, cultura y sentido del Estado que los de nuestros días, además de que el populismo y el sentido del ridículo no existían del modo en que campean hoy. La formalidad en eso tiene sus ventajas, pero ha desaparecido del todo y carece ya de ejemplo.

No voy a utilizar ejemplos venezolanos del presente porque todos sabemos, coreando unánimemente al poeta Jorge Manrique, de que en nuestro caso “todo tiempo pasado fue mejor”. El escándalo y el entretenimiento han sustituido cualquier propuesta y seriedad. Todos claman por su pedazo de felicidad y el gobernante de turno tira algunos huesos a la multitud que esta arrebata y devora en su festival tribal. Nadie piensa en el deber sino en el derecho. El mejor gobierno para nosotros los liberales es aquel que tiene menos poder sobre nosotros. Aspiro a no tener que saber en el futuro el nombre de quien gobierne. No renunciaremos a la revolución liberal que algún día llegará. Y ahora se gobierna por Twitter y cada uno de los miembros del sindicato de payasos que ocupa en este mundo una primera magistratura tiene razones de peso para creerse indispensable. Las reelecciones indefinidas son una catástrofe y más si se aderezan con otros miembros familiares como esposas y, sobre todo, hijos que heredan las peores características del activo sindicato.

José Antonio Páez

Lo que sorprende es cuán incultos son. Estos políticos de ocasión, de una ocasión que se prolonga desafortunadamente en el tiempo, han sido diseñados con sentido de la oportunidad y el pragmatismo. Basta ver a ese monigote populista que es el presidente de El Salvador con la gorra volteada para saber que los electores de hoy se equivocan más que nunca. Carecen de cualquier opinión estética, literaria, artística y conciben la política según quienes los acompañan versus quienes los adversan. No saben lo que significa la lectura y menos la historia que si la conocieran serían bastante menos peligrosos de lo que son respecto al presente. Miremos hacia el pasado por un momento: Simón Bolívar era un individuo culto, preparado y leído. Antes de morir tomó la previsión de que algunos de sus libros —como el Contrato Social, de Jean-Jacques Rousseau y El arte de la guerra del conde Raimundo Monteccucoli— tuvieran como destino la biblioteca de la Universidad Central de Venezuela.Ni hablar de nuestro glorioso centauro, José Antonio Páez, quien además de historiar su vida se dio a la nada fácil tarea de montar Otelo de William Shakespeare en Valencia, donde representó al Moro de Venecia mientras que el intrigante Ángel Quintero hizo de Yago.

William Gladstone

William Gladstone fue cuatro veces primer ministro de Inglaterra y en uno de sus momentos en que no ocupó el número 10 de Downing Street, publicó tres volúmenes sobre el autor de La ilíada titulados Estudios sobre Homero y la edad homérica. Bartolomé Mitre tradujo La divina comedia de Dante, a pesar de que según el poeta Alejandro Oliveros se trata de una pésima traducción. El amor por la lectura de Theodore Roosevelt, un político emersoniano en toda su extensión, (fue autor, aventurero, excursionista y murió a consecuencia de los efectos que dejó en él un viaje al Amazonas) era tal que, durante la guerra Hispanoamericana de 1898, estaba tan concentrado en la lectura de Gibbon y su célebre Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, que permaneció leyendo bajo una lluvia sin alterarse por las condiciones atmosféricas.

Theodore Roosevelt

La clase política inglesa ha sido tradicionalmente tan culta que George Bernard Shaw la satiriza en una obra de teatro llamada Ginebra, cuando uno de sus personajes afirma que quien no ha descubierto un nuevo planeta ha traducido algo del griego. Antes de convertirse en el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América, John Fitzgerald Kennedy no sólo había recibido una esmeradísima educación en la Universidad de Harvard, sino que había publicado sus Perfiles de coraje, que le mereció ganar el premio Pulitzer.

John F. Kennedy

De aquellos eminentes no parece quedar rastro alguno en esta contemporaneidad. El sociólogo alemán Max Weber habló del carisma de quienes tienen el liderazgo de una sociedad que implica algunas cualidades excepcionales. Ese carisma weberiano se ha mezclado en nuestro tiempo con la noción del espectáculo y la actuación, pero una actuación sin criterio propio ya que el líder ha pasado a ser un entretenedor de las masas. Es el animador del programa de la telerrealidad y el rating es lo único que lo empuja y condiciona. Los políticos forman parte de una gran puesta en escena donde a diferencia de la representación teatral en que se encarna a un personaje, se encarna directamente al público. El público va a verse reflejado en estos comediantes que al caracterizar a la masa no son sino personajes de tercera con toda la carga de la psicología del rebaño, burda y superficial.

Donald Trump

Uno de esos personajes recientes de la política mundial que tanto daño le hizo no sólo a su país sino al mundo entero es Donald Trump. Es inculto, bocazas, demagogo, megalómano, populista, mentiroso, falsario, imprudente, antiliberal, autoritario, grosero, irrespetuoso, y sobre todo un actor que ha conseguido que buena parte del pueblo americano lo imite en sus posturas delirantes con el agregado conspiranoico que le ha inducido. Respecto a la pandemia la minimizó, no le dio importancia, no usó la mascarilla, y recomendó que la lejía podía ser buena para acabarla. Llegó a declarar: “El desinfectante mata [al virus] en un minuto. Igual hay una manera de hacer algo así inyectándolo en el interior. Sería interesante probarlo”. Con la ignorancia y la insensatez como bandera ha atraído a seguidores que rayan entre el hospital psiquiátrico y la irracionalidad más peligrosa que sociedad alguna puede exhibir. Es interesante comprobar como en las circunscripciones electorales estadounidenses donde se impuso el trumpismo, es donde más abundan los casos del covid porque la multitud ignorante se niega a vacunarse y a tomar las previsiones contra la enfermedad. Van más allá, piensan que la enfermedad es una invención de los conspiradores. Los más recalcitrantes han llegado a la conclusión de que con la vacuna se altera el ADN de la persona, o se le agrega un chip que le causará la muerte, o dominará su personalidad. La delirancia los lleva a pensar, como en la película The Manchurian Candidate, que se prepara a unos pavlovianos para obedecer las órdenes de algún amo que quiera dominar el mundo. Que piensen eso de por sí sería inocuo y chistoso: el tema es que los contagiados en la idiotez y en la enfermedad multiplican el contagio. Increíblemente, en Venezuela también tenemos a esos negacionistas. En síntesis, se ha producido el matrimonio perfecto entre la barbarie, el populismo y las teorías de conspiración como QAnon o los Illuminati. La patraña es risible y formaría parte del material para el ocio y la diversión. Pero no, los creyentes se multiplican mientras desaparecen sus neuronas. El desenlace es altamente preocupante porque en la orilla de enfrente se encuentran organizaciones destructoras y simpatizantes del marxismo como Black Lives Matters, las identidades de género, la corrección política, el neopuritanismo, o las minorías con vocación opresora. En síntesis, los Estados Unidos de América están metidos en un serio problema que puede hacer estallar la polarización. Si no se impone una convivencia inteligente y racional, la primera víctima será la democracia como estuvo a punto de acabarla el propio Trump con su celestinaje y aliento a la turba que asaltó el Capitolio Federal.

Arturo Úslar Pietri

Arturo Uslar Pietri tiene una frase maravillosa en Las nubes, uno de mis preferidos de sus libros de ensayos. Hablaba de las conquistas de la cultura como “el orgullo demoníaco del conocimiento”. Hemos retado a Dios en nuestro empeño fáustico de igualarnos con él. Año a año nos superamos a nosotros mismos como hacedores de talento, tecnología, una mejor forma de vida y dominio frente a los peligros que nos acechan como el propio covid-19. El hombre triunfa sobre el hombre en apariencia, pero cuando vemos que sus conquistas están amenazadas por la precariedad de los irracionales, nuestro optimismo se desvanece mientras habite en nosotros la bestia que desanda el camino. El futuro de la humanidad debe estar centrado en el humanismo, en los valores históricos de la civilización, en la democracia como posibilidad sin dejar de pensar ni por un minuto que nuestra racionalidad es la que nos ha elevado a los momentos estelares. Un libro que releo con frecuencia es La sepultura sin sosiego del insigne escritor y pensador inglés Cyril Connolly, que lo compuso mientras los V-2 llovían sobre su país. Tiene conclusiones brillantes y aterradoras: “La civilización se mantiene en escasos lugares y gracias a escasas personas. Bastarán algunas bombas y algunas prisiones para hacerla desaparecer por completo”. Connolly sabía que esas bombas y prisiones eran la respuesta de la irracionalidad. La narrativa apocalíptica no es una invención de la ciencia ficción. Si bien estamos en capacidad de dar al traste con el cambio climático y la amenaza de destrucción planetaria, el oscurantismo siempre ha estado al acecho. Somos del tamaño del reto histórico que nos propongamos mientras nos dejemos guiar por la razón. A la razón también la ponen en el banquillo de los acusados sus enemigos: los resentidos, neodogmáticos y posmodernos. El dilema permanece y no nos queda sino perseverar en la civilización occidental con sus valores seculares, históricos y racionales que se afianzan con la libertad.

Cyrill F Coneli

@kkrispin

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