En cuanto al ‘Aprendiendo’, el poema dizque borgiano, resulta ser un texto sentencioso, despechado, incapaz de reconocer que  nadie es culpable de lo que nos pasa.

Y he aquí que algún libro muerto se agita y vuelve a hablar.

Paul Valéry

 Qué pasaría si al navegar por esas aguas no siempre límpidas de las redes sociales nos encontráramos con una aseveración pitágorica según la cual “En todo triángulo rectángulo hay algo de Dios” o frente a una aseveración newtoniana que sostuviera  que “La manzana no cae atraída por la gravedad de la Tierra, sino a causa del pecado original” y, por qué no, frente a una no menos interesante de Mendel —el de los guisantes— que habría escrito: “Observando a los individuos homosexuales he podido determinar que los organismos homocigóticos son los responsables de ese fenómeno, generalmente en uno solo de los dos alelos: es el individuo aa, el Homocigota Recesivo, quien manifiestará —él o sus descendientes si los hubiera— el rasgo.”  Y por ahí me voy quedando, porque en los cinco años que dura el aprendizaje secundario en nuestra Latinoamérica vemos, aunque sea de soslayo, a los tres primeros y no estamos obligados a saber distinguir un Velázquez de un Caravaggio ni un Claudio (que no Pablo) Coelho de un Francisco Rizi. Otro tanto sucede con la música. Y no necesaria y únicamente con la clásica. No todo el mundo sabe distinguir entre un Sting y un Peter Gabriel o entre la zamba y el samba. Hay quienes ni siquiera saben de la existencia de una de ellas, cuando no de las dos. No falta tampoco quien pueda atribuirle a Shakespeare (como ya ha ocurrido) una música que jamás compuso, a no ser aquella de las tempestades que ululan en el corazón de nosotros los humanos.

Habrá quienes puedan resentir como genéricamente arbitaria la lista de ejemplos citados, razón no les falta, pero me atengo al género de los autores a quienes, en general, se les endilgan las dichas autorías. No soy yo quien elige. Hasta ahora no ha llegado a mis manos ninguna falsa atribución puesta en boca (o en mano) de una Louise Glück, poeta galardonada con el Premio Nóbel de Literatura o de una Fred Vargas, Premio Princesa de Asturias de  las Letras, tampoco de una Blanca Varela o de una Enriqueta Arvelo Larriva, de una Clarice Lispector o de una Gloria Orozco. Lo que sí no puede negarse es el alto grado de componente femenino que tiene esa propagación de las falsas atribuciones. No faltara quien, cogida o cogido en falta, tache de ‘intelectuales’ (con su inocultable matiz despectivo) a quienes se atreven a señalar la falsía de una atribución literaria. Cuestión que no sucedería, por ejemplo, si se sostuviera  que  los hermanos Nikolái y Pável Dúrov son los dueños de Facebook, caso en que los falsarios serían (con igual e inocultable matiz despectivo, pero con voz escandalizada)  tachados de ignorantes.

Ayer, por enésima quinta vez, me enviaron un viejo video con música de Piazzolla, pinturas de Van Gogh y supuestas palabras de Jorge Luis Borges en el que, como para mejor inducir a confusión al lector, aparece sobre el cuadro Paisaje otoñal, un título: Aprendiendo, y una fecha: 1884 y enseguida comienza el desfile —siempre con fondo de Piazzolla y sobre pinturas de Van Gogh— de la ‘intervención’ borgiana. Y ahí nomás, a las primeras líneas, me volvió a entrar un temblor perplejo, el estallido de un resabio de rabia concienzudamente controlada (o así lo creía), porque no es la primera vez que leo o escucho falsas atribuciones, ese ‘plagio’ de nombre con el que un oscuro escribiente se sienta codo a codo con algún escritor, filósofo, científico —preferentemente muerto y famoso— para decir lo que él cree que el otro diría.

En las palabras de Borges se han puesto helados, en las de Chaplin un «cuando me ame de verdad’ cursilongo, en las del Gabo un “me tiraría de bruces al sol” que no podría haber sido dicho ni siquiera por Florentino Ariza en sus peores embates amorosos contra Fermina Daza; en las de Neruda un “Nunca te quejes” —precisamente él que se quejaba amargamente de la pensión que debía pasarle a su hija (pero que no le pasaba)— o el “No te rindas”, burda imitación de uno de los mejores poemas de Benedetti, a quien no he leído mucho, pero sí lo suficiente como para identificar su estilo. Ni hablar del lúcido principito y el inteligentísimo zorro a los que han puesto a decir cosas más dignas de Og Mandino y Paulo Coelho que de Exupéry. Tampoco Miguel de Cervantes ha logrado escapar a la furia atribucionista a quien, ¡oh rizo del rizo!, lo han puesto a plagiar a don Rodrigo Díaz de Vivar  y su “cosas veredes” o a escribir muy al estilo siglo XXI conceptos casi imposibles de expresar en la lengua española de 1597 cuando empezó a escribir su don Quijote. Ni hablar de una atribución que ronda por ahí en la que lo ponen a decir no recuerdo qué sobre la utopía, palabra que, si bien recuerdo, no aparece ni una sola vez en boca del hidalgo. Y si usted, como yo, suspiró, lagrimeó y se sintió un asesino ecológico frente a la carta que el jefe indio Noah Seattle le escribió al presidente de EEUU, Franklin Pierce allá por 1854, sepa que, en realidad, fue escrita en 1970 por Ted Perry, profesor de cine de la Universidad de Texas en Austin y guionista de cine y televisión. La lista de las falsas atribuciones es larga y vieja e incluye —esta vez  de manera cónsona con su oficio que no era el de músico— a un Shakespeare al que ponen a decir:  “Siempre me siento feliz, ¿sabes por qué? porque no espero nada de nadie”, seguido un poco más adelante de un: “Los gritos son el alma de los cobardes, de los que no tienen razón”, juicio nada empático y más bien cáustico, impropio de una persona que dice ser feliz y que cierra su alegato con un “antes de herir, siente”. Quien le haya atribuido esas palabras al estratfordiano, nunca leyó Hamlet y desconoce su “¡Oh conciencia!, de nosotros todos haces unos cobardes, y la ardiente resolución original decae al pálido mirar del pensamiento”, grito de lucidez si los hay que deja bien claro que no es una cobardía asumir que se es cobarde. Ni siquiera Carl Gustav Jung —¡quién lo hubiera creído!— ha escapado en estos meses de pandemia,  también su Libro rojo, fue a parar a esas arenas movedizas de las falsas atribuciones que han engullido a más de un cauto lector. Y para que la cornucopia del saber esté completa con la diosa Ciencia (no vaya a ser que se convierta en la decimotercera hada), los ‘atribucionistas’ no olvidaron a  Einstein y “La vida es igual a andar en bicicleta, si quieres mantener el equilibrio tienes que seguir andando”. ¡Brrrr!

Pero volvamos a Borges, al video y a la fecha debajo de Aprendiendo: 1884, año que no corresponde ni al de nacimiento ni al de la muerte del poeta argentino, así como tampoco a los del pintor neerlandés. Existen, sí, esos dos sonetos de Borges agrupados bajo el título 1964 —que son unos de sus pocos poemas abiertamente amorosos—, pero esa fecha, que a priori supuse una zancadilla para inducir a confusión, resultó ser en realidad la del cuadro, realizado, según algunos conocedores, no en 1884 sino en 1885. En todo caso el solo título del poema, con su gerundio flagrante y sonante me llevó a recordar la anécdota de cuando invitaron al autor de El Aleph a leer la novela de Alberto Laiseca Matando enanos a garratazos, y de su respuesta fulgurante y categórica: “Jamás toleraría un libro cuyo título incurre en un gerundio”.

No es cuestión, pues, de atribuir al azar cualquier cosa a cualquier autor, habría que tomarse el trabajo de indagar lo básico sobre aquel o aquella con quien nos sentimos dignos merecedores de compartir un texto escrito ‘a cuatro manos’. Tampoco es cuestión de haber leído todo, creo que ningún ser humano sería capaz de hacerlo, pero una duda razonable, una somera investigación en el semidios antes de la atribución, sería bienvenida en ese desmadre de las redes sociales que pescan aquí y alla sin más miramientos que la necesidad de tener algo que decir en sus publicaciones. En cuanto al Aprendiendo, el poema dizque borgiano, resulta ser un texto sentencioso, despechado, incapaz de reconocer que  nadie es culpable de lo que nos pasa, y que en todo lo que nos pasa solemos ser —por motivos difíciles de desentrañar— si no responsables directos, por lo menos cómplices. Si ese texto y no otro fuera lo que nos dieran a leer como exordio de la obra borgeana, me temo que no habría traducciones a más de veinticinco lenguas ni Marias Kodamas ni más que un escaso número de lectores. Nos podrán gustar o no Piazzolla y Van Gogh, pero al menos en el video corren con la ventaja de no ser apócrifos.

Entonces, puedo llegar a aceptar que el lector se identifique con una frase que dice lo que a él le gustaría decir, sobre todo si la frase en cuestión lleva la firma de una celebridad. Pensar como Einstein, Jung o Borges es pensar en grande. Y si bien no hay obligación de saber si la frase atribuida es del autor que dice ser, solo debería permitírsele a los propios libros ese “agitarse y volver a hablar” valeriano porque, muchas veces, un libro es un adelantado, un texto para el lector que vendrá. Salvo a ese habla que se agita de pronto convocada por la evolución lectora y vuelve a expresarse, a todo lo demás debería aplicársele esa “intocabilidad de lo escrito” que sostenía Wittgeinstein. Lo que sí tendría que ser obligatorio y de rigor, de rigor histórico incluso, es echar mano a ese semidiós nuestro de cada día que, a fuerza de una acumulación de casi todo lo acumulable, incluidos nuestros datos personales, ha terminado por saberlo casi todo. Aunque  más riguroso  sería no confundir ni engañar con ese oficio de escritor fantasma que no tiene más razón de ser que la de no haber sabido —o podido— crearse un nombre propio para decir eso que, en su imaginación, supone que pudo haber sido dicho por un personaje célebre; una cosa es el cauto lector y otra la voluntaria, aviesa y bastarda progenitura que atribuye al autor conocido su propia y enclenque palabra.

Entonces, vuelvo a mi pregunta inicial, ¿qué pasaría si comenzaran a aparecer falsas atribuciones sobre medicina, biología, química, matemáticas? Los gritos llegarían al cielo haciendo colapsar las redes. Pero, aparentemente, la literatura, esa filigrana hija del lenguaje, ese mismo del cual Heidegger dijo que era la casa del ser, su morada, no tiene quien la defienda. Cierro con una párrafo magistral de Marguerite Yourcenar respecto a esa difícil y vasta tarea de aprender, sobre todo en lo que hace al conocimiento de nosotros mismos para acercarnos un poco a  ese “Hombre, conocete a ti mismo” escrito en el frontispicio del templo de Apolo,  si no para conocer al universo y a los dioses como querían los antiguos griegos, al menos para descubrir nuestras verdaderas motivaciones.

“Lo mejor para las turbulencias del espíritu, es aprender. Es lo único que no defrauda jamás. Puedes envejecer y sentir el temblor de tu cuerpo; puedes velar en las noches escuchando el desorden de tus venas, puede que hayas perdido a tu único amor y puedes perder tu dinero por causa de un monstruo; puedes ver el mundo que te rodea destruido por locos peligrosos, o saber que tu honor se pisotea en el estercolero de los espíritus más viles. En esa circunstancias solo se puede hacer una cosa: aprender”.

(Fragmento tomado de Sources II (notes de lecture), édition d’Élyane Dezon-Jones, Collection Les Cahiers de la NRF, Gallimard, 1999.

About The Author

Deja una respuesta