En la realidad pospandémica las salas, esos centros de contaminación del virus, tienen que competir con, por ejemplo, los 203 millones de abonados mundiales de Netflix.

Edgar Morin, reciente cumpleañero centenario, tuvo una sentencia feliz cuando dijo que “nadie es del todo ateo si frecuenta las salas oscuras”. La frase aludía a esa experiencia lindante con lo religioso que tiene sumergirse en las sombras para ver la luz en la pantalla. Pero al mismo tiempo, postulaba a la sala como templo supremo del cine. Cabe una aclaración, la cita está contenida  en un libro delicioso llamado El cine o el hombre imaginario publicado en 1956. Para entonces la sala de cine se había consolidado como el espacio –si bien  no exclusivo– sin duda alguna esencial para el arte (y el negocio) del cine.

Históricamente hablando, al nacer el séptimo arte la sala se había impuesto fácilmente frente al Kinetoscopio, que solo permitía la visión individual. La sala tenía dos ventajas —la oscuridad y el sentido de comunidad entre los espectadores— que le permitieron reinar con comodidad por al menos cinco décadas. La televisión fue el primer desafío importante, que el cine superó gracias a pantallas cada vez más grandes y, eventualmente, contenidos mucho más audaces. Si no en victoria, la pelea fue al menos un empate, del cual los estudios salieron fortificados. Tampoco el videocassette o el DVD hicieron mella a partir de los ochenta.

Pero la situación se complicó con el streaming. No solo  ofrece la posibilidad de bajar las películas por Internet. Permite además, verla desde la tableta o el teléfono celular, una forma de homenaje de la imagen a los tiempos veloces que nos azotan. Esta portabilidad de la imagen es la enemiga de la sala. Ya no se va al cine sino que el cine viene a ti. Esta situación, ya muy obvia hace dos años, no hizo sino agravarse con la pandemia y el cierre de las salas. A diferencia de la crisis de la televisión que afectaba la forma de producción, dio al traste con el sistema de estudios y obligó a reformular la producción, estimulando a los independientes, la nueva época no significa un peligro para los estudios. Disney, Warner o Paramount están lanzando sus sistemas de streaming, para competir con los intrusos de Amazon, Apple o Hulu. Pero el nuevo formato si pone en peligro, en peligro extremo digamos, a las grandes cadenas de salas (Regal, AMV, Cinemark). Hasta la pandemia, si bien habían bajado las visitas, los ingresos habían subido producto de la subida de los tickets. La experiencia comunitaria (o religiosa según Morin) de la sala oscura seguía atrayendo devotos. En la realidad pospandémica las salas, esos centros de contaminación del virus, tienen que competir con, por ejemplo, los 203 millones de abonados mundiales de Netflix.

Hay un dato importante que no se deber pasar por alto. Los ingresos por streaming no han logrado sustituir al lanzamiento en salas. Ya sea en el sistema por abono o la compra en línea, la  pandemia ha colocado al negocio de la distribución en una disyuntiva agónica. Ya no es posible salir con una superproducción de centenas de millones de dólares en salas que no permiten usar su aforo total. Pero los ingresos por streaming no permiten el negocio rentable de las salas. O por lo menos, la salida de Tenet que costó 200 millones de dólares y salió a la venta por streaming solo recaudó 45. Aclarémoslo: Tenet es tan complicada que solo el regodeo en efectos visuales que claman por una pantalla grande la salva. Es muy pronto para especular sobre el futuro de este conflicto, que en última instancia se inscribe en el enigma del mundo que nos espera al final de la pandemia (si final hay). Lo cierto es que el triple efecto de la globalización, las nuevas tecnologías y la pandemia parecen haber sacudido los cimientos de la forma que teníamos de ver el cine. El futuro dirá, como dijo Gorbachov. En todo caso, pantalla o tableta, sala oscura o dormitorio de la casa, hay una verdad que difícilmente sea puesta a prueba.

Los mejores momentos de este mundo transcurren a oscuras.

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