Betancourt, Villalba y Caldera, defensores del consenso, luego de la firma del Pacto de Puntofijo. Foto de Francisco «Gordo» Pérez.

Hay quienes piensan que la polarización política en países como Venezuela es algo reciente, de nuevo cuño. La historia de nuestro país demuestra que esa afirmación es inexacta.

¿Qué es una polarización? Sucede cuando se pierde el consenso no solo sobre la validez del funcionamiento de un sistema, en este caso la democracia, sino en el momento que desaparecen los elementos de entendimiento fundamental sobre cualquier régimen político en particular. Representa la exacerbación de un pensamiento que se refracta y se cierra por completo en sí mismo, que se escucha con exclusividad y no tiende puentes hacia la valoración y protección de la vida en común que debe preservar la política. Porque la política significa la conciliación, la negociación y la reivindicación de ese espacio compartido que es la polis, que no puede ser una comarca exclusiva ni exclusivista, ni tampoco puede estar parcelada de acuerdo con los ‘ismos’ territorializados. Es una y en ella debemos interactuar con las formas de la civilización, el imperio de la ley y el respeto al derecho ajeno. El filósofo estadounidense Richard Rorty afirmaba que el consenso privaba antes de cualquier articulación filosófica para toda democracia. Aquí en Venezuela los enemigos de la democracia que la calificaron de puntofijista, (cómo se ve que ni de historia conocen cuando ese pacto fue un pacto de gobernabilidad entre Rómulo Betancourt de AD, Rafael Caldera de Copei y Jóvito Villalba de URD que tendría vigencia entre 1959 y 1964) lo primero que sentaron en el banquillo de los acusados fue precisamente al consenso.

 

Coronación del emperador Guillermo I en Versalles en 1871 por el pintor Anton von Werner.

En las épocas en que una sociedad está vertebrada por la institucionalidad, la polarización no se da o ni siquiera existe. Durante la era de la corona española no la hubo. El sistema estaba asentado sobre bases sólidas y aceptadas. Trescientos años de estabilidad, vocación fundacional, crecimiento y hasta la prosperidad económica del siglo XVIII no han dejado de exhibirlo. Nótese que no me refiero a la colonia porque nunca lo fuimos. El documento emanado del 19 de abril de 1810 así lo recoge cuando proclama “por nuestra condición de partes integrantes del reino, que no de colonias”. La Independencia trajo una primera polarización entre patriotas y realistas, premiada o castigada con la posibilidad de la propiedad o la muerte. Mientras la República no cuajó (para tener repúblicas se necesita una educación republicana, sentenciaba Simón Rodríguez) más allá del magnífico empeño de Páez y sus conservadores entre 1830 y 1847, el siglo XIX se convirtió en una centuria de enfrentamientos en que la guerra fue el medio de resolución del conflicto político. El presidente Juan Vicente Gómez reinstitucionaliza el país, gústele a quien le guste, conculca todo tipo de libertades, asordina cualquier participación política y somete todo a su voluntad tiránica. No había espacio para polarización alguna. La transición hacia la democracia con los impecables gobiernos de los presidentes López Contreras y Medina Angarita retoma de nuevo el consenso y vuelve a plantear una Venezuela para todos. Después de la mancha de la dictadura entre 1948 y 1958, Venezuela respira democracia nuevamente y uno de los instrumentos para alejar la polarización fue el admirable Pacto de Puntofijo. Hago un ejercicio con mis alumnos: que imaginen qué estaría pasado por la cabeza de Rómulo Betancourt cuando descendía de la escalerilla del avión que lo trajo de vuelta a Venezuela luego del exilio. Conjeturo que sobre la forma de asegurar la permanencia y cimentación de la democracia venezolana como un proyecto sostenido y defendido por todos. Rescatar el consenso no solo era un reconocimiento de los errores cometidos durante el llamado trienio adeco (1945-1948), cuando se le reprochaba a Acción Democrática su sectarismo en el poder, sino poder superarlo y edificar una democracia en plural. Naturalmente, sus enemigos, el pretorianismo cuartelario y la izquierda marxista, trataron de hacer todo lo posible por desmontar ese ensayo a través del magnicidio, el golpismo y la subversión. Los años entre 1958 y 1998, cuando privó el consenso y se enterró la polarización, han sido los años estelares de nuestra República. Una democracia imperfecta, claro está, llena de problemas, pero con una inmensa vocación de sumar voluntades en lugar de consagrar dogmas y pensamientos únicos.

Rendición alemana en 1918 en el vagón 2419 remodelado como oficina para el mariscal Ferdinand Foch

Como la polarización, la historia está plagada de odios históricos entre naciones, de cómo compitieron para anularse, del modo que instrumentaron para exaltar la perversión del nacionalismo, y cómo fueron una y otra vez inútilmente a la guerra por eso que llaman honor, prestigio nacional, y otra serie de charadas convertidas en verdades por los agitadores de segunda. El ejemplo más a la mano es el de las relaciones entre Francia y Alemania. Sin mencionar las guerras napoleónicas porque el segundo Reich alemán no existía todavía, en 1870 fueron a la primera de sus guerras: la franco-prusiana, seguida de la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial. Los prusianos coronaron emperador de Alemania a Guillermo I en Versalles, lo que fue una bofetada para los franceses. En 1918 la rendición alemana se firma en un vagón de tren. Por cierto, uno de los firmantes por Francia, el mariscal Foch, luego de que Alemania aceptara el leonino Tratado de Versalles, comentó que aquello no sería más que un armisticio de veinte años. En 1940 con la invasión alemana a Francia, Adolfo Hitler les exige a los franceses que se rindan en el mismo vagón donde se le había puesto fin a la Primera Guerra Mundial. Estas dos naciones que en 75 años fueron a tres pavorosas guerras, hoy en día son un ejemplo de convivencia, unión y cooperación como el motor fundamental de la Unión Europea. Lo que quiere decir que hasta los peores enemigos pueden deponer sus diferencias y encontrarse en una comunidad de propósitos duraderos y comunes. ¿Para qué sirvieron esas tres guerras? Para alimentar los rencores, cavar las distancias y enaltecer el sentido del horror y el desprecio entre estos vecinos. También valen como inventario didáctico para que nunca se repitan. Quien hable de la utilidad o de la justicia de una guerra no habita más que en el país de la violencia. Los embajadores de Francia y de Alemania coincidieron hace unos días en la Asociación Cultural Humboldt para inaugurar la exposición Una paz bien lograda. Romain Nadal dijo: “Entre Francia y Alemania, hemos pasado del acercamiento nacional al proyecto común europeo. Pero ahora necesitamos una verdadera revolución de las mentes, cambiar nuestra forma de pensar. Nuestra cooperación no tiene límite si se vuelca en prioridad hacia los otros Estados y hacia el resto del mundo. Todo esto puede parecer ambicioso. Sin embargo, nada debe parecer imposible para dos naciones que tuvieron la valentía de sellar la paz. Elevemos nuestra mirada, enfoquemos lejos en el tiempo, lejos más allá de nuestras fronteras. Sé que este llamado puede ser escuchado, aquí en Venezuela como en otras partes del mundo. Francia y Alemania, sin olvidar el pasado, pero orgullosas del camino recorrido juntas, son ejemplos vivos que la paz es posible cuando hay voluntad para alcanzarla. Ese es el modelo de reconciliación que hoy proponen al mundo”.

Rendición francesa en 1940. Hitler conversa con Goering, Hess y Albert Speer. Al fondo, el vagón 2419

Con mayor razón, los pueblos internamente pueden reencontrarse en la democracia y solo en la democracia. Los proyectos autoritarios y exclusivistas no están previstos sino para la imposición y el candado ideológico. La exaltación de los valores de la democracia, la inversión en la libertad de la cual hablaba Cayetana Álvarez de Toledo en días pasados, es lo único que podemos hacer para curarnos de la pandemia del autoritarismo. Hace un par de semanas las periodistas Adriana Núñez Rabascall y Lila Vanorio me invitaron a su programa de radio para conversar sobre el discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg, uno de los más breves, pero de mayor provecho conciliador en la historia de los Estados Unidos durante la guerra de secesión y que se apareja a una contemporánea oración fúnebre de Pericles. Lincoln dijo: “Que esta nación, bajo la guía de Dios, vea renacer la libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra”. Curiosamente, a pesar de la tragedia que supuso ese enfrentamiento sin sosiego, no tuvo venganzas posteriores a su fin y el pueblo americano se entregó a la paz y a la concordia nacional. Uno de los momentos más conmovedores del fin de la contienda sucedió entre los generales Ulysses S. Grant y Robert E. Lee. Lee rindió sus armas ante Grant con la promesa de que sus hombres volverían a sus casas bajo su palabra de honor y honrando las leyes de los Estados Unidos. Grant le hizo saber a Lee que les asegurarían comida a las tropas y le ofreció esta frase superior: “Sus hombres guardarán caballos y mulas. Los van a necesitar para la arada de primavera”. La reconstrucción no hubiese sido posible sin ese gran consenso de la conciliación. El entendimiento es la forma más elevada de la comunicación.

El general Robert E. Lee rinde sus armas ante el general Ulysses S. Grant luego de la batalla de Appomattox. Lienzo de L. M. D. Guillaume

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