Ambos ya han llegado a una edad venerable en la cual la sabiduría se cruza con la resignación.

La crítica francesa, siempre creativa, se inventó allá por los años cincuenta el concepto de autor. Conviene recordar que hasta entonces, el director de una película era un ser bastante anónimo, un técnico más cuyo nombre muy a menudo precedía al verdadero responsable: el productor de la misma.

Pero a un grupo de jóvenes díscolos, apasionados por el cine norteamericano que invadió las pantallas francesas una vez que se retiraron los ocupantes alemanes, se les ocurrió una idea singular. La fábrica de sueños era un engranaje industrial que construía películas en una línea de montaje que empezaba en una idea del jefe del estudio, seguía por una lista de libretistas que la iban puliendo o destruyendo, pasaban al set donde un director la pasaba por el celuloide y de ahí a la mesa de montaje hasta que volvía al productor y luego al  jefe del estudio, que generalmente ordenaban más cortes o incluso tomas adicionales. Pero estos críticos, reunidos en la revista Cahiers du cinema, sostuvieron con entusiasmo que el director —y solo el director— en el set, mediante su habilidad para elegir los ángulos de los planos a filmarse, era el verdadero y único creador.

Era un disparate, por supuesto, pero tan genial que tuvo dos virtudes. La primera redescubrir un cine creativo, inteligente muchas veces ninguneado por ser solo un divertimento. Y algunos directores, los menos, de gran talento. La segunda, permitir que, una vez abandonada la crítica, estos chicos pasaran a refrescar el cine con películas desenfadadas y libres que homenajeaban aquellos filmes que les habían hecho amar el cine. Se llamaban, entre otros Francois Truffaut, Claude Chabrol o Jean Luc Godard.

La anécdota viene a cuento porque la noción de autor, y su consecuente concepción del director como estrella creadora y último responsable de toda película no solo sobrevivió, sino que se impuso. Las películas son de un director, que tiene sus obsesiones, sus temas, sus preferencias. El concepto sin embargo, está empezando a diluirse cuando llegamos a las series. Las series son, de alguna forma, una versión aggiornata, ágil y en clave visual de los folletines por entregas. La estructura inicial de la fábrica de sueños se mantiene.

Hay un estudio (que ahora es Netflix, o Apple o Amazon), hay productores y hay una aceitada estructura que le da forma, a lo largo de varios capítulos a esa serie, que además tiene varias temporadas.

De ahí que el personaje que importa en una serie, a diferencia de una película, es, no ya el director, que no es uno solo y cambia de capitulo a capitulo, ni el libretista, que también varía. El que importa es el creador, el responsable del Created by… Vince Gilligan para Breaking Bad o David Chase para Los Soprano. O para Two and a half men o The Big Bang Theory, Chuck Lorre.

El buenazo de Lorre (69 años) tuvo la buena idea de juntarse con Michael Douglas (78 años) y Alan Arkin (87 años) para una serie de tres temporadas que trata… de la vejez. Douglas (el Kominsky del título) no ha tenido una gran carrera como actor, pero dirige una escuela de actuación y es el mejor amigo de su agente, Arkin. Ambos ya han llegado a una edad venerable en la cual la sabiduría se cruza con la resignación. Y los temas que planean son el Parkinson, la próstata, los amores lejanos, temas que por supuesto, se bañan en el más oscuro de los humores negros. Porque obviamente Lorre, Douglas y Arkin exhiben carreras exitosas que les permiten burlarse de ellos mismos. La serie llega a una tercera temporada (sin Arkin), lo cual, si bien es de lamentar, es una forma de avisarle al espectador que el baile es bueno cuando es corto, y que, en el mundo del espectáculo, hay que abandonar la escena mientras el público todavía está aplaudiendo.

Todos y cada uno de los capítulos son una joya de ingenio, buena actuación, humor del mejor y, prueba última de sabiduría, capacidad de reírse de uno mismo. Es difícil adivinar quién es aquí el autor, si Chuck Lorre, Michael Douglas o Alan Arkin. Lo bueno es que no tiene la menor importancia.

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