Solveig Hoogesteijn, como capitana de ese barco, se dio a la tarea de hacernos navegar por los caminos del teatro, del cine, de la música, de la plástica, de los libros, de la gastronomía, restringidos cada vez más por los impulsos malignos gubernamentales.

En mi época, nos trasnochábamos de noche. Recuerdo con nostalgia mis tiempos juveniles que recalaban en la noche en múltiples sitios, el boulevard de Sabana Grande, el callejón de la puñalada, que así se llamaba una cuadra entre éste y la Casanova, llena de bares, o en el llamado triángulo de las Bermudas, tres restaurantes de la avenida Solano, donde iba buena parte de la intelectualidad y la farándula caraqueña.

Nunca fui discotequero, pero si salsoso, y en muy lejanos tiempos Mi vaca y yo o La Naya, en Baruta, eran sitios acostumbrados, al igual que en algún momento Las 100 sillas, La Perouse o La Pelota eran lugares donde la música latina reinaba, o el posterior El maní es así.  En La Pelota, sita en el sótano del edificio Cedíaz en la Casanova, tocaba un grupo desconocido para ese entonces, y que en los lejanos setenta, Iván Feo y yo le hicimos un corto donde intentábamos contraponer la salsa contra los academicistas que despreciaban la música llamada popular. En nuestro corto, Descarga, ellos estrenaron la canción Llorarás que les abriría la puerta de la fama- Se trataba de La Dimensión Latina y su cantante, Oscar de León.

Eso por el lado boncherístico, por el culturaloso teníamos múltiples sitios también: el que creíamos eterno, Ateneo de Caracas en la Plaza Morelos, junto a todo el conjunto cultural de esa zona, el complejo cultural Teresa Carreño, con sus dos bellas salas, la Ríos Reyna y la José Félix Ribas,  y un conjunto de espacios a favor de la cultura, como los Museos de Parque Central, las funciones esporádicas en el Municipal y el Nacional en el centro, el Teatro Alberto de Paz y Mateos en La Florida, los espacios de la UCV que acogían al arte en sus diversas formas, e infinidad de sitios donde la música, el teatro, la literatura, la danza y el cine eran populares y visibles. Como dato curioso, para esa época en Venezuela había 1.200 salas de cine, siendo Caracas la más privilegiada en ese aspecto. ¡Ah! Y la Cinemateca Nacional en la Plaza Morelos. No es sólo nostalgia, es que de verdad tuvimos un pasado glorioso. “A mí nadie me quita lo bailado”, como decimos en criollo.

Pero llegó el comandante y mandó a parar. Y uno de los primeros objetivos fue la cultura.  El golpe de gracia, quizás el que dio el aldabonazo inicial de lo que vendría después, fue la incautación del Ateneo de Caracas y todo su complejo, aunado a la conversión del Teresa Carreño en un espacio para la política, y cada vez menos para el arte. Y a partir de ahí, con unos criterios muy bien elaborados de ir cercenando los espacios de la cultura —y de la libertad que ello implica— el mundo sensible de mi Caracas se fue quedando cada vez más huérfano de cosas buenas.

Y nació un niño prodigioso que nos hizo vivibles muchos años posteriores, el espacio Trasnocho Cultural, ubicado estratégicamente en Las Mercedes, donde de alguna forma se fue ubicando los escapes del espíritu. Solveig Hoogesteijn, como capitana de ese barco, se dio a la tarea de hacernos navegar por los caminos del teatro, del cine, de la música, de la plástica, de los libros, de la gastronomía, restringidos cada vez más por los impulsos malignos gubernamentales. Y allí llegábamos todos, a trasnocharnos de ganas de vernos, de sentirnos, de disfrutar de la libertad que el arte en general nos brinda. Y hago referencia al nombre de ese sitio pues precisamente apareció, en un primer momento, como el lugar donde la noche y nosotros debíamos de encontrarnos. En sus inicios, recuerdo que hasta funciones de medianoche había en sus salas. El bullicio y el placer duraban hasta la madrugada.

Pero el cerco continuó, ahora en forma de miedo. Los peores se hicieron dueños de la noche, y esta dejó de ser segura para los demás.  La oscuridad de mentes se hizo aliada a la oscuridad de la noche y ambas —cófrades— fueron restringiéndonos, limitándonos cada vez más nuestro espacio, nuestro placer, nuestra necesidad. Nos expropiaron la noche. La hicieron peligrosa, angustiante, difícil. El disfrute hubo de ser mudado de horario. Las funciones y los locales comenzaron a ser tempraneros. Ya las 9, las 10 de la noche, era un riesgo. Nos trastocaron el tiempo, además de la vida. Nuestra nocturnidad estaba amenazada de muerte. Casi todo hubo que mudarlo para la tarde, ya había que trasnocharse de tarde, con toda la contradicción que eso significa.  Nos fueron restringiendo la vida.

Pero Solveig no se amilanó y mantuvo el barco navegando, y hoy en día, cuando merecidamente toma un descanso de ese ajetreo, duro y continuado, quiero darle las gracias, gracias por todo lo que ayudaste en que la vida, nuestra vida, se mantuviera viva.  Por lo menos hasta que recuperemos la noche y volvamos a trasnocharnos de verdad.  Me imagino la magnitud de los festejos cuando lo logremos, como hoy esos jóvenes madrileños recuperando la alegría. Mientras tanto vivamos la nostalgia de la noche, vívida, por lo menos en el recuerdo.

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