Al teatro —espacio de confianza y amplitud— se viene a educarse en cómo es que nos hacemos más humanos, cómo es que somos capaces de hacernos obra de las diosas y los dioses por las mujeres y los hombres.

Quienes nacimos en casa decente, aprendimos que a las damas, ni con el pétalo de una rosa. Es decir, que las niñas, las señoritas, las señoras y las doñas, se respetan ¡y punto! Eso fue así, eso era así, eso ha sido así y sigue siéndolo porque, sencillamente, ellas merecen todo respeto, ternura y consideración, como todos los demás seres humanos ¡Y seguirá siendo así! Entre otras razones porque las mismas mujeres se han ido empoderando de tal manera sobre su condición, que ellas mismas se han ocupado y se seguirán ocupando de proteger y ponderar sus derechos ¡que ya bastantes deberes y atropellos han tenido con la historia escrita en masculino!

Está ocurriendo y hasta naturalizando —¡cuidado!— un fenómeno global entre los seres humanos ¡tan letal como cualquier peste! Esa anomalía, tan vieja como las morisquetas, es la de asilvestrarse. Según el DRAE: Volverse inculto, agreste o salvaje. Es una especie de regresión a los tiempos cavernícolas, a un pretérito macho, clásico y precolombino que puede llegar a alcanzar dimensiones nacionales, regionales y hasta volverse pandémicas. Parece que puede tomar —como en efecto ocurre— a cualquier persona común incluyendo a decisores y decisoras. Los ejemplos abundan. Los salvajes andan sueltos, se alimentan de tiranizar y chupanizar a las y los demás, actúan solos, pero la mayor parte de las veces lo hacen en clanes —probablemente por cobardía— y se contorsionan con sonidos y letras grotescas creyendo que hacen o disfrutan de algo sublime llamado música, entre otros gustos rastreros. Es una pesadez signada por la ignorancia con la que ciertos individuos hasta se vanaglorian de su condición. Es una corriente oscura que atraviesa al mundo y se mete en los hogares a través de los medios y las redes, enseñoreándose de todo —¡si uno se descuida!— hasta alcanzar las dimensiones de casa tomada. Es una plaga infecta, como las langostas, como las moscas, como las cucarachas. Un limo, un moho, un óxido, un tétanos que se va adhiriendo por fuera y por dentro ¡al que toca hacerle frente!

Dijo un poeta alguna vez La vida es el arte del encuentro. Y el teatro auspicia esa reunión humana. Si hay algún invento sensible que favorece esa comunión de almas, ese es el teatro. El teatro, que tanto echamos de menos en este año y pico de pandemia que ya llevamos. El teatro es sitio de lo sublime, de lo excelso, oficio milenario y siempre contemporáneo que convoca a la tribu para invitar a la catarsis y alejar a los demonios. Por ello, el teatro exige de un amor y un respeto hacia el sí mismo y hacia las y los demás. En su condición de ritual, demanda a sus oficiantes eso que se le conoce como rectitud; sinónimo de integridad, honradez, dignidad y conciencia para que puedan ocurrir los fenómenos artísticos propios de la escena y hacernos sentir renovados.

Por todo esto, resulta inadmisible en el teatro —como en todas las esferas de la vida— traficar con las emociones, especular con lo banal, cautivarse con la brutalidad, congraciarse con el abuso de poder, naturalizar la violencia o magrear a alguno de los seres que se acercan a nuestro templo de las emociones humanas. No hay justificación alguna. El teatro no es para eso.

Al teatro —que es además una de las formas más elaboradas, preciosas y preciadas de la educación no formal— se viene a aprender cómo es que nos vamos a volver atletas el alma para poner en escena, nada más ni nada menos, que las emociones. El teatro es lugar sagrado para investigar sobre el sí mismo en sociedad, para saberse un ser histórico y creativo, para expresar lo que de excelso hay en los seres humanos, aun tratándose de personajes como Ricardo III o Tito Andrónico. Lo otro no cabe en el teatro. Entre otras razones porque la violencia es un fracaso sea cual sea la forma en que se manifieste, como nos lo dejó escrito el filósofo francés Jean Paul Sartre.

Por todo lo anteriormente expuesto, repudiamos cualquier tipo de violencia hacia las personas que, en condición de estudiantes se acercan a aprender a hacer teatro. Esas niñas y niños, esas y esos adolescentes y jóvenes, esas señoritas, señores, señoras y hasta honorables doñas de la tercera edad que se aproximan al teatro para explorar imaginarios, para conocer sobre arte y poesía en escena, son intocables. No se puede, no se debe torcer la vida de nadie a través del engaño y la coerción, a través de la malversación de sus sentimientos como si fuera una manera de probar sus condiciones histriónicas. No. Es inadmisible. Al teatro —espacio de confianza y amplitud— se viene a educarse en cómo es que nos hacemos más humanos, cómo es que somos capaces de hacernos obra de las diosas y los dioses por las mujeres y los hombres. Que se retire de este oficio quien actúe o piense que el teatro es para desvirtuar su condición edificante. Como canta el poeta Rubén Blades en su trova Parao: «Me pregunto cómo puede creerse vivo el que existe para culpar a los demás. Que se calle y que se salga del camino y que deje al resto del mundo caminar.»

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