Sólo la sociedad civil tiene la autoridad y legitimidad para dirigir un proceso de democratización.

El régimen agobiado por sus falencias, por su incompetencia, por sus políticas erráticas e incongruentes y por su evidente incapacidad para conducir al país por una senda de equilibrio y desarrollo que contribuya a normalizar y mejorar, de alguna manera, la calidad de vida de los ciudadanos y convencido, como está, que mediante el modelo que ha venido aplicando no lo ha conseguido ni lo conseguirá en el futuro; se ha persuadido del descalabro de su gestión, debido a que por fin ha entendido que las bases sobre las cuales ha venido gobernando, han fracasado estrepitosamente. Nos referimos específicamente al grave error que cometió al haber fundamentado y confiado la estructura institucional del país, el control social del mismo y la existencia de una Fuerzas Armadas fieles y privilegiadas, a un partido único: el PSUV.

A este se le encomendó el control y funcionamiento del aparato del Estado y la administración del mismo, con lo que el sistema burocrático fue plagado por militantes incompetentes y corruptos con los resultados harto conocidos. Asimismo, en la práctica cotidiana del quehacer nacional, la deshonesta burocracia gobernante ha instituido que el ciudadano común, le guste o no, si quiere trabajar, comer y que sean atendidas sus necesidades básicas de vida, tiene que obtener el mal llamado carnet de la patria y demostrar en público, las veces que el régimen lo requiera, que es un sincero y obsecuente seguidor del ‘proceso’. Esta manera de gobernar, entre otros males, ocasionó la triste emigración masiva de ciudadanos y entre ellos, los más destacados intelectuales, científicos, escritores y artistas. Una diáspora que posiblemente no regresará nunca, y que hoy por hoy, contribuye con sus conocimientos y esfuerzos a enriquecer el desempeño económico, cultural y social de otros países del orbe. Ello ha empobrecido a Venezuela y le ha causado un grave e irreparable daño cuyas consecuencias continuaremos sufriendo por mucho tiempo.

Por muchas razones adicionales, el régimen no ha podido sustraerse, aunque muy en contra de su voluntad, a la presión que ejerce su pésima gestión, a la evolución natural del país y a la exigencia de la gente sobre la ineludible responsabilidad del gobierno de procurar proporcionarnos formas de vivir más civilizadas y cónsonas con los tiempos actuales. Convencido también que el cambio es inevitable, el régimen ha empezado, con bastante timidez, a intentar establecer una suerte de apertura política y económica que genera simultáneamente, entre los venezolanos y la mayoría de miembros de la comunidad internacional, sentimientos contradictorios de esperanza, dudas, escepticismo y, sobretodo, de gran desconfianza.

Al interior del régimen no hay consenso, existen desacuerdos respecto a lo que hay que hacer, sus dirigentes están divididos: de una parte, los continuistas y nostálgicos del pensamiento dictatorial y absolutista del que se fue, y por ello no auspician ni apoyan ningún cambio y abogan por la radicalización; de la otra, los partidarios de democratizar algo al régimen, de aceptar moverse en el juego democrático convencional, conscientes de que el negocio se acaba y que es necesario situarse ante lo que viene, y, en consecuencia,  tratar salvar lo que irremisiblemente perderán (poder, canonjías, lucrativos negocios, impunidad, etcétera), es decir, situarse de cara al futuro pero manteniendo los privilegios del pasado.

Cuando una Venezuela agitada por vientos de libertad, por el despertar y radicalización de la oposición política, por la conciencia ciudadana de contestación social para obligar al régimen a hacer las cosas de otra manera, no puede ni debe conformarse con la mezquina y oportunista apertura que está ofreciendo un aparato madurista que, hasta hace poco, se había negado a evolucionar hacia fórmulas razonablemente convenientes para el país concebido como un todo.

Un conjunto variado de opiniones, organizaciones civiles y empresariales, pequeños y grandes partidos políticos, oportunistas reciclados y auténticos luchadores por la libertad, constituye un formidable espectro político que sin estar todavía, coordinado y unido entre sí, deja  claro que el chavomadurismo y la continuidad de Maduro en el poder están llegando a su fin.

Sólo la sociedad civil tiene la autoridad y legitimidad para dirigir un proceso de democratización. Ello le plantea en lo inmediato al país elegir entre permitir el continuismo madurista revestido con una máscara de modernidad que no engaña ni convence a nadie o asumir la realidad que los venezolanos mayoritariamente pedimos y luchamos por el cese inmediato y definitivo de la dictadura.

Esta es una gran oportunidad que se abre y debemos aprovecharla sin ambages ni dudas.

 

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