La ideología de la Gran Venezuela, vuelta estandarte y obsesión nacional en el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), alienó a la sociedad venezolana y le hizo creer que éramos un gran país porque la naturaleza era rica en sustancias de toda índole. Los venezolanos nos creímos impecables y privilegiados en un continente en buena parte dominado por dictaduras. Con democracia y petróleo nada nos podía ser imposible. Era la ocasión para triunfar, sin importar el costo.

El teatro no escapó de tal entusiasmo, y comenzaron los años más esplendorosos de nuestra historia teatral. Tan fue así que, a pesar del viernes negro de 1983, en el segundo gobierno de Pérez (1989-1994) estábamos convencidos de que Caracas era la capital mundial del teatro, eufemismo que comenzó en 1978 con la IV Sesión Mundial del Teatro de las Naciones. En el camino, una sublevación anárquica en 1989, dos intentos de golpes de Estado en 1992 y la destitución de Pérez en 1993 no impidieron seguir teatralmente engolosinados. Íbamos rumbo a un precipicio, previo a la distopía que padecemos, sin darnos cuenta por la fiesta perenne del teatro.

No se trataba de postular una utopía teatral; era realidad un proyecto totalizador de la actividad teatral bajo la inspiración y conducción de una ideología concebida por un autor único. Era la teatralización de la ideología de la Gran Venezuela. Se estaba con ese proyecto teatral o se estaba al margen de la historia, incluso expulsado.

El teatro venezolano, que había sido un movimiento modesto y sin delirios de grandeza, ahora era —se creía— el epicentro del teatro de América Latina. Mientras, el país iba por una ruta pedregosa llena de sobresaltos y rumbo a una distopía que nadie fue capaz de prever. Vivíamos una utopía mental, una plenitud teatral imaginaria concebida por un pensamiento único que indicaba lo que debía ser.

Esa plenitud teatral imaginaria tuvo su centro e inspiración en Rajatabla, creación y hechura de Carlos Giménez. El Teatro Nacional Juvenil, el Taller Nacional de Teatro, el Festival Internacional de Caracas y el Centro de Directores para el Nuevo Teatro eran los instrumentos para hacer realidad la utopía,

Tal emporio teatral fue posible por el franco apoyo del gobierno de Carlos Andrés Pérez a través del Consejo Nacional de la Cultura y su presidente, José Antonio Abreu. En unos años turbulentos, prólogo del período iniciado en 1999, parte del teatro venezolano representaba una armonía social y cultural sorprendente. Cuando fue inaugurada la sede del Teatro Nacional Juvenil de Venezuela, a finales de 1990, Abreu expresó de manera inmejorable el significado de todo aquello:

Nada ni nadie podrá detener su ascenso triunfante, como se demostrará el próximo Día Nacional del Teatro, 28 de junio de 1991, fecha para la cual convoco, igualmente, la Primera Bienal de la Juventud Teatral Venezolana, preludio solemne al gigantesco Festival Nacional de las Juventudes Artísticas, previsto para aquí el llamamiento imperecedero que los corona como inédito trofeo de la patria, que nos descubre un rumbo excelso hacia la trascendencia histórica y que proclama la eximia jerarquía de su arte teatral como pregón y pórticos de una victoria anunciada. Jóvenes: el segundo Renacimiento se acerca; prepárense para ir hacia él de la mano de los insignes legados, que, como el de William Shakespeare, afirma por los siglos la magna herencia del hombre en el resplandor de la escena infinita que es imperio del bien, de la verdad y de la justicia.”

El presidente del Consejo Nacional de la Cultura le hablaba y prometía una utopía al ámbito teatral bajo la conducción de Carlos Giménez; no le hablaba y prometía al teatro venezolano, en el que no todo era expectativa renacentista. Para 1990 se programó el VIII Festival Nacional de Teatro, que no llevó a efecto porque no hubo recursos. Dos años antes había cerrado sus puertas El Nuevo Grupo, donde una treintena de dramaturgos venezolanos estrenaron sus obras, porque no tenía garantizado el respaldo gubernamental. El gremio teatral tenía un destino incierto y la asociación de profesionales del teatro no tardó en morir por inanición. 1992, año de golpes de Estado y del quinto centenario ¿del descubrimiento, del encuentro de dos mundos, de…? se presentaba pleno de contradicciones. El sangriento intento de golpe de Estado de abril fue seguido de un espléndido festival internacional de teatro por el quinto centenario. La complacencia por el Renacimiento anunciado no encajaba del todo con la crisis política, relegada o menospreciada por el disfrute del espectáculo.

Ricardo Torrealba, infortunadamente desaparecido muy temprano, se preguntaba en marzo de 1993 “Hacia dónde va el teatro venezolano”, y apuntaba:

La cartelera es débil y espasmódica, la competitividad es mínima y la confrontación estética no tiene lugar porque los grupos comienzan a funcionar como cenáculos de iniciados en la verdad absoluta, cerrados y negados a toda influencia externa.”

¿Qué queda de aquella utopía prometida con tanto entusiasmo? ¿Realmente el teatro venezolano renació entonces? La sociedad venezolana está hecha pedazos y en ella sobreviven algunos quijotes que persisten, contra toda distopía, en la utopía del teatro.

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