Así eran otros tiempos.

Eso que se llama el ‘madurismo’ representa alrededor de 20% del país. Por instinto de sobrevivencia, temor o convicciones ideológicas, cerca de ese porcentaje de la población se siente comprometido con Nicolás Maduro y lo que representa.

El resto del país, el otro 80%, no es madurista. Lo adversa, no se entusiasma con el personaje o simplemente lo ignora. Es un segmento que va desde el chavismo no madurista hasta los indiferentes a quienes el tema político les produce urticaria. En el medio se encuentran los opositores más radicales, los moderados y los opositores huérfanos —llamados así por Saúl Cabrera, presidente de Consultores 21— debido a que, a pesar de oponerse al régimen, no ven en la oposición ningún líder u organización que los satisfaga.

El no madurismo solo se encuentra unido por su odio, desprecio o indiferencia frente al mandatario. Carece de cohesión. Es incapaz de ponerse de acuerdo sobre objetivos comunes. Esa dispersión explica por qué siendo el madurismo una fracción muy reducida frente al resto de la nación, mantiene un dominio tan férreo del Estado y la sociedad. Constituye una camarilla que actúa según las normas de la vanguardia leninista: disciplinada, con lealtad automática y asociada para protegerse frente al enemigo común.

De los estratos integrantes del no madurismo, el que más ha crecido durante la pandemia es el indiferente. Ese que la política le interesa cada vez menos. Que trata de sobrevivir en condiciones extremadamente precarias y hostiles. Son los ciudadanos dedicados a tratar de conseguir  la comida diaria en medio de la espiral inflacionaria; a resolver la escasez de agua, gasolina, diesel y gasoil; y la falta de electricidad y bombonas de gas. Que intenta conseguirle la medicina a un familiar  enfermo o a sí mismo. Que debe moverse a su trabajo y no obtiene efectivo para pagar la buseta o el autobús. Que debe ayudar al niño o al joven estudiante que vive en su casa, sin lograr conectarse a internet sino de forma ocasional.

Ese ciudadano acosado por las necesidades cotidianas, por paradójico que parezca, ha ido alejándose de los asuntos públicos. Los temas de la res pública le importan cada vez menos. No ve la resolución de sus carencias individuales o familiares atadas al destino colectivo. No considera que vincularse a una organización política, sindicato, gremio, asociación o federación vaya a ayudarlo.

Esta miopía es producto de la combinación de varias tácticas. La primera se relaciona con las urgencias inmediatas. Son numerosas y apremiantes. No pueden postergarse. Hay que conseguir comida, agua, electricidad, bombonas de gas. Hay  que movilizarse. No queda tiempo para discutir los problemas de forma colectiva y asociarse. Como en la mayoría de los países con regímenes de izquierda autoritaria, esas carencias —que al comienzo aparecen asociadas a la perenne ineptitud de esa izquierda— terminan siendo parte del diseño de dominación. El principio que se impone es el siguiente: mantén a la gente ocupada en sobrevivir, de ese modo no se meterá en política.

Otra táctica se reduce a crear terror en la población. Frente a la protesta popular hay que actuar con severidad. Ninguna benevolencia está permitida. Es preferible ser temido que amado. Ya lo decía Maquiavelo. Este método lo aplica el régimen con rigor. Las protestas populares son sofocadas por la GNB, la PNB, la Dgcim, los grupos paramilitares —llamados de forma eufemística colectivos— y la temible Faes, creada con el expreso fin de aniquilar a la oposición y las protestas en cualquiera de los niveles y formas en las que se expresen. Hay que estimular el miedo atávico. Ese que se instala en el hipotálamo. En este plano, el régimen se ha anotado una clara victoria. A pesar del hambre, la inflación, la miseria generalizada, la corrupción, la incompetencia en el manejo de la covid-19 y de todo el caos reinante, las protestas populares no pasan de ser testimonios aislados de grupos negados a callarse frente a la indolencia e incapacidad.

El tercer factor operante es la hegemonía comunicacional. La gigantesca red de medios públicos creada por el régimen oculta, edulcora y tergiversa la realidad. Siempre el culpable es alguien que nada tiene que ver con quienes han pasado más de dos décadas gobernando. La destrucción de Pdvsa y la caída de la producción petrolera se deben a las sanciones. No hay combustibles para satisfacer la demanda interna por culpa de Estados Unidos. Las vacunas contra la covid-19 no se han adquirido por el bloqueo. La eterna crisis del sector eléctrico también es debido a los castigos internacionales. Maduro y su equipo no han quebrado un plato. Quieren actuar con eficiencia y buena fe, pero el imperio no los deja.

Esta visión maniquea ha convencido o neutralizado a un amplio segmento de la población bombardeada continuamente por la desinformación oficial. El mensaje se reduce a lo siguiente: queremos actuar al lado del pueblo, pero oscuros intereses foráneos y la oposición no nos dejan.

Las armas utilizadas por el régimen han logrado que en el momento que más se necesita el compromiso colectivo, la política, más débiles sean los lazos de la gente con las organizaciones sociales.

@trinomarquezc

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