“La prostitución es la válvula de escape a la represión católica”. Alberto Moravia.

Isabel Barragán y yo somos amigos hace un jurgo de años. Nos queremos a nuestro modo: entre el abandono y la nostalgia, más allá del apetito o menos acá de la lujuria.

Ella siempre pone los temas de nuestras charlas: libros nuevos o viejos. Bueno, casi siempre. Hace poco me pidió que le recomendara algo para leer. No dudé y le mandé tres o cuatro novelas del italiano Alberto Moravia, maestro de maestros. Anoche me llamó emocionada.

¿Vos leías esos libros en tu pubertad, Mejillón? El corazón me dio un vuelco y los cachetes se me incendiaron. Confieso que he vivido, dije, a lo falso Neruda. Leí La romana a los 14 y El conformista a los 18. Marcaron mi adolescencia a fuego y deseo. Nunca pensé que un existencialista pudiera ser tan diáfano, dice, y la pantalla del computador se esclarece con la placidez de su semblante. Con un existencialismo no filosófico sino existencial, añade.

Se quita el tapabocas y me explica: La romana apareció en 1947, apenas dos años después del fusilamiento del Duce, Benito Mussolini. Es la historia de una hermosa muchacha en busca de la felicidad. Suena rosa, pero es una historia de un erotismo y una ferocidad insuperables. Brutal, digo en un soplo. Para ganarse la vida, Adriana se vuelve prostituta, puta de la calle, sigue Isabel. Cuatro hombres revolotean a su alrededor. Gino, primer novio: mentiroso, fraudulento, casanova ordinario. Astarita, jefazo de la Policía fascista. Sonzogno, maluquísimo, ladrón y asesino. Y Jacobo, estudiante revolucionario, alma de Dios, amor sempiterno.

Suspiramos al tiempo. La narración fluye con espontaneidad, delicadeza y elegancia, dice Isabel. Sin cortapisas ni afanes. Párrafos a la medida de la acción o de los paréntesis del narrador. Isabel está inspirada. Tiene mucho de Proust, pero sin la prolijidad de Lecram. La novela se desliza como un río hasta un final de nocaut, que saca lágrimas de indignación o de resignación. La escribió en cuatro meses y la reescribió o corrigió en otros cuatro.

Dijo que era uno de sus mejores libros, dice ella. Tan fino como El conformista, digo, a la distancia. Isabel me pica un ojo: No, sí, no sé, tal vez. En 1970 Bernardo Bertolucci filmó una versión clásica, exquisita, obra maestra del cine de todos los tiempos. Suspiro con ganas. Sí, con Stefania Sandrelli y Dominique Sanda, par de mamacitas. Viejo verde, se burla de mí. Jean-Louis Trintignant interpretó a Marcello Clerici, el protagonista, digo. La nominaron al Óscar 1972 como mejor guion.

¿Sabías que Moravia no estudió prácticamente nada? ¿Cómo fue?, se extraña. Desde muy chiquito una tuberculosis ósea lo mandó de sanatorio en sanatorio. No pudo ir al colegio, mucho menos a la universidad. Pero leyó y leyó y leyó. Y aprendió, dice ella. Otro escritor autodidacta, como Gabriel García Márquez y William Faulkner. Charles Dickens o José Saramago. Escribían para saber por qué escribían, dice, parodiando al mismísimo Moravia. Podría incluso decirse que vivieron para saber por qué vivían. Me manda dos picos, uno por mejilla, y cuelga. Zoom out.

Rabito: “No creo en la religión como institución. No creo en Dios, que es una invención humana. Pero el sentimiento religioso existe, desde luego. Llamo sentimiento religioso a la relación con lo real”. Alberto Moravia. El rey está desnudo, 1979.

Rabillo: “La prostitución es la válvula de escape a la represión católica”. A. M. Ídem.

@EstebanCarlosM

Publicado originalmente en https://www.elespectador.com

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