Ya no hay frontera, es un nuevo territorio, ya no es Colombia ni es Venezuela, es Narcolandia, un paraíso fiscal, donde don dinero es el que manda.

Hace casi cuarenta años, para más precisión en febrero del 1982, un grupo de cineastas nos aventuramos para realizar junto con su directora, mi amiga Marilda Vera, la filmación de su primer largometraje, cuyo título me robo para encabezar este artículo.

La historia iba de inmigrantes colombianos que cruzaban a Venezuela y Marilda quiso darle la mayor veracidad posible escogiendo para su filmación un poblado muy sui generis, incluso desde su mismo nombre: Casigua el Cubo. Casigua era un pueblito ubicado en lo que yo llamo la frontera de los tres países: Colombia, Venezuela y el Zulia. Una encrucijada.

La filmación fue toda una proeza, nos hospedamos en un campamento petrolero que en ese momento pertenecía a Maraven y que había sido construido por la Shell cuando la zona era una bulla petrolera importante.  En algún momento llegué a pensar que Casigua el Cubo era el sitio más cercano al infierno en que yo había estado.  Gran parte de las filmaciones eran nocturnas y el calor infernal, unido a la humedad y las infinitas plagas, lo hicieron muy rudo. Recuerdo colocarme dos chaquetas —a pesar del calor— y protegiéndome la cara, hacer que un compañero me rociara sobre el cuerpo, un pote completo de Baygon para tratar de ahuyentar a los asesinos voladores. Aun así, los kamikazes insectos eran capaces de atacarme. Cuando llegábamos de regreso al campamento, que en ese momento significaba un oasis, todo nos impulsaba a darnos un reparador baño, y al abrir la ducha lo primero que borboteaba era una cosa negra y espesa, que a mi modesto entender era más petróleo que agua, una vez que el asunto se aclaraba lo que surgía por las tuberías era de un caliente que para qué te cuento, una tierra convertida en calentador natural, como me imagino que será bañarse en el infierno, por eso la asociación.

Existía un campamento militar venezolano en la zona, comandado por un teniente a quien le habían dado instrucciones desde Caracas de colaborar con nosotros, darnos todo el apoyo posible. Debido a eso, pudimos entender un poco cómo funcionaba el asunto en esa frontera. Frontera es un sustantivo, más de mapas y leguleyismos, que de realidad. En este caso, lo que supuestamente separaba a Venezuela de Colombia, era una masa terruzcosa y fluyente que algunos la llamaban río.  Esa corriente de agua marrón hacía que, del lado de acá quedara Casigua el Cubo y del de allá un poblado que se llama Tres Bocas. El agua sucia los separaba y los botecitos las unían.

¿Cuál era la realidad en ese momento?  Por lo que pudimos comprobar, la parte colombiana era de mucha más miserabilidad que la venezolana. Mientras Casigua era un pueblo más y mejor constituido, Tres Bocas era como una especie de caserío. Lo conocimos, incluso filmamos allí, aunque de alguna forma estábamos traspasando fronteras.  En algún momento vimos que en Tres Boca, había una cárcel con espacios con barrotes y todo, pero vacía. Le pregunté a algún lugareño el porqué de su existencia, si en realidad creo que ni policías había. Me contestó que la cárcel era de gran utilidad, pues cuando venía una crecida del río, ellos encerraban allí los animales para que la corriente no se los llevara. García Márquez y su hiperrealismo, que los europeos califican como mágico.

Eso sí, los militares venezolanos no cruzaban para allá, no era permitido y, además, no eran bienvenidos. Los niños colombianos jugaban con fusiles de palo a dispararles a los venezolanos. Y esto no era simbolismo, era unas ganas reprimidas. ¿Por qué? Pues por múltiples motivos, el abuso permanente de los militares venezolanos sobre los ciudadanos colombianos. La mayor parte de las haciendas fronterizas del lado venezolano eran propiedad de militares de alto rango que se aprovechaban de la mano de obra barata de los braceros colombianos, a quiénes explotaban inmisericordemente. Y si alguno se atrevía a protestar, lo mandaban a detener por el comando de la guardia de la zona, que lo deportaban, es decir, lo montaban en un barquito para que lo cruzaran al otro lado. Eso sí, antes de deportarlo —lo vimos— los ponían a cortar la grama y el monte del comando militar. La humillación total.

En uno de los momentos que nos desplazábamos por el río, el valeroso teniente detuvo a una precaria embarcación que pescaba y le decomisó lo que había sacado con el pretexto de que lo estaban haciendo del lado venezolano. Una muestra más de las audaces escaramuzas de nuestras gloriosas fuerzas armadas, desde esos lejanos tiempos.

Intrigado por la Casigua el Cubo actual, me encuentro con un sustancioso artículo firmado por la prestigiosa escritora e investigadora venezolana Maibort Petit, del año 2016, donde describe con minuciosidad la situación de esa población que la encuentro crecida —ella habla de 23.000 habitantes— e incluso con la presencia de mansiones, alcaldía local y otros menesteres.

Pero de dónde surge todo esto. Petit lo aclara fehacientemente: como toda la frontera, de la industria de la droga. La alcaldesa es jefa al servicio de los narcos, y no solo ella, los militares venezolanos pasaron a ser sus criados, los empleados de los traficantes. La realidad de Casigua ahora es otra, los dólares circulan profusamente, los jóvenes entienden que la única manera de sobrevivir y de obtener algún beneficio es integrarse a los trabajos de la droga, a su fabricación, a su traslado, a su comercialización. Los jóvenes antes iban a la escuela, ya no, sólo quieren ser narcos. O eres cómplice o feneces, de mengua o de plomazos, que viene a ser lo mismo. Según indica el artículo: “a los colombianos les encantan las venezolanas, porque son bellas y baratas”, o te prostituyes o te miserabilizas. Y a los militares venezolanos les pagan por cuidar su mercancía y les pagan muy bien.  Casigua incluso tiene un aeropuerto, ubicado dentro de un batallón del ejército. Se imaginan para qué lo usan. Informes de inteligencia hablan de que por allí salen innumerables vuelos a Centroamérica.

Esa es la realidad a lo largo de toda la frontera. Ya no hay frontera, es un nuevo territorio, ya no es Colombia ni es Venezuela, es Narcolandia, un paraíso fiscal, donde don dinero es el que manda. Y es tanto lo que por allí pasa, que las batallas son incruentas. Lo hemos visto en los últimos días. Tanques de guerra perforados e inutilizados, militares muertos. Secretismo o mentirismo oficial, que es lo mismo. En fin, una guerra por el mercado de la droga.

Maibort Petit narra en su valiente escrito un incidente en la casa de la alcaldesa, que fue víctima de un tiroteo, cosa que ella negó, aclarando que lo que los habitantes oyeron eran unos fuegos artificiales que ellos estaban probando en su casa para las fiestas patronales. Ahora entiendo todo, lo que esta sucediendo en ese territorio perdido que llaman la frontera colombo-venezolana es la fiesta patronal más grande de américa, eso si para tronarle la vida a sus pobres habitantes. Como dice uno de ellos: “aquí el que habla sale acostado”.

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