Y trajo a mi mente una escena memorable de El tercer hombre (1949), el laureado film de Carol Reed con guion de Graham Greene, ambientado en la Viena ocupada por los Aliados y la Unión Soviética durante la inmediata posguerra. El diálogo entre Holly Martins (Joseph Cotten) y Harry Lime (Orson Welles).

Apenas comenzaba la cuarentena planetaria cuando Carlos Granés, singularísimo pensador colombiano y gran ensayista a cuya lectura soy propenso desde hace años, publicó en El Espectador de Bogotá una columna sobre un subproducto ideológico del confinamiento: las “utopías pospandémicas”. Esto observaba don Carlos:

“El confinamiento nos arrebata el horizonte. Todo lo tenemos demasiado cerca, empezando por nosotros mismos, y por eso es tan difícil dejar de oír nuestro propio eco al reflexionar sobre lo que está ocurriendo. Lo vimos cuando los intelectuales públicos más famosos del momento, Zizek, Agamben, Preciado, salieron en tromba a predecir los cambios a los que nos abocaba el virus. No hubo uno que no viera en la pandemia la confirmación de sus teorías o de sus anhelos revolucionarios”.

En efecto, muy pocos, de entre los sabios disponibles en la logosfera, mostraron contención a la hora de vaticinar que la pandemia traería profundos cambios, no diga usted solamente civilizatorios, sino también en la más recóndita fábrica individual de los sentimientos morales.

Como cuadra a todas las pestes, la de Covid-19 nos interrogó con su inesperada y enigmática mortandad y eso agitó a los savants de la antropología filosófica.

Se insistió en profetizar que de la pandemia saldríamos —¿saldremos en verdad algún día?— más humildes y austeros y, sobre todo, más propensos a empatizar, anglicismo que de tan socorrido se ha tornado él mismo tan pandémico e insustancial como la voz reinventarse. Aunque aceptado por la Real Academia, empatizar no significa lo mismo que el castizo apiadarse, pero en esto, como en tantas otras cosas, suelo ser yo el equivocado.

Pues bien, el mortífero Covid-19, bíblica plaga, nos iba a hacer, quizá por lo mismo, más temerosos de Dios, más humanos. Bastaba ver a Donald Trump ninguneando en horario estelar al beatífico doctor Anthony Fauci para atisbar cuán optimista era el pronóstico.

Fue precisamente la desalmada contumacia de Trump en la mentira, la demencial atrocidad de su intento de golpe, lo que no nos dejó ver que la vacuna había llegado al fin.

En varias presentaciones y dispares fases de prueba, no será por cierto una rareza que las grandes farmacéuticas dispongan en el futuro próximo gradaciones y categorías para el mercadeo de sus vacunas como lo hacen las destilerías de whisky o las refinerías petroleras. Así, podríamos disponer de una Pfizer Premium NonPareil®, una Moderna GoldBlend™, la Sputnik-Lubianka-Severdlov IV, la Oxford AstraXeneca High Yield Blend, la Sinovac All-purpose Standard hasta llegar a las casi 250 vacunas que hoy se anuncian oficialmente en proceso de desarrollo. Ahora se trata de cómo vacunar a la población mundial.

En nuestra parte del mundo esta tarea no luce imposible, pero se presenta característicamente problemática. Sin organismos de integración regional que negocien coordinadamente con la Gran Farmacia, con China y con Rusia, el continente está librado a la pugna geopolítica de las grandes potencias.

El Covid19, si bien no tan contagioso como lo fue la gripe asiática a fines de los años cincuenta, compite en toxicidad con otro organismo: el populismo, trastorno autoinmune que arropa la región desde hace un cuarto de siglo.

La vacunación —cabía esperarlo— se ha politizado y en cada país la corrupción ha hecho aún más obscenamente visibles nuestras desigualdades. Donde no ha prevalecido un negacionismo genocida, como en Brasil, los jefes políticos, como en Perú, Argentina y Venezuela, han privatizado en beneficio propio el orden de precedencia en la vacunación mientras propalan logros inexistentes en la lucha contra la pandemia. Las cifra de muertes en todo el continente y el Caribe pasaba de los 650.000 a comienzos de febrero.

La captura en el aeropuerto El Dorado, en Bogotá, de un grupo delictivo que intentaba introducir al país un lote de falsas —¿inocuas?— vacunas, envasadas con pasmoso parecido a un inoculable original, deja ver que no todo es ámbito estatal, que aún hay lugar para el talento y esfuerzo privados en esta lucha por una nueva normalidad.

La noticia me hizo recordar que “vacuna” es el nombre que las bandas armadas dan en Colombia a la extorsión.

Y trajo a mi mente una escena memorable de El tercer hombre (1949), el laureado film de Carol Reed con guion de Graham Greene, ambientado en la Viena ocupada por los Aliados y la Unión Soviética durante la inmediata posguerra.

Los hospitales rebosan de niños que mueren víctimas de un epidemia de difteria. Orson Welles encarna a Harry Lime, un cínico y fascinador traficante de antibióticos robados al esfuerzo humanitario internacional.

El astuto Lime, muy buscado por los ejércitos ocupantes, se aviene a un encuentro clandestino con su viejo amigo Holly Martins (Joseph Cotten) quien lo increpa entre incrédulo e indignado. El diálogo transcurre en lo más alto de la rueda de la fortuna en el Prater, afamado parque de diversiones vienés. Martins pregunta a Lime si alguna vez ha visto a una de sus víctimas.

“¿Víctimas? No seas melodramático—responde Lime—, mira hacia abajo y dime: ¿realmente sentirías lástima si alguno de esos puntitos dejara de moverse para siempre? Si te ofreciera veinte mil libras por cada puntito que se detuviese, ¿realmente me dirías que guardase mi dinero?»

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