El petróleo y su relación con el poder es la causa de que Venezuela hoy haya perdido esta oportunidad única de vivir su población libre de los flagelos de la miseria social.

Dice Eduardo Arcila Farías —con el poder de la más grande síntesis pedagógica— que bastan tres palabras para definir la economía política en Venezuela: siglo XVIII (cacao);, siglo XIX (café) y siglo XX (petróleo). Se dice que Venezuela tiene hoy las reservas petroleras más grandes del mundo —309.000 millones de barriles— aunque sus habitantes no pueden repostar gasolina en sus vehículos porque el país apenas produce menos de 400.000 barriles por día. Pdvsa, la industria petrolera nacional estadal, está arruinada.

A Venezuela le pasó como a los ‘patas en el suelo’ que de la noche a la mañana se ganan la lotería mil millonaria y se dedican a derrochar la inesperada fortuna. A partir del año 1922, fecha fronteriza y nacimiento de la Venezuela petrolera, porque las exportaciones del oro negro superaron a las del café, nos hicimos uno de los países más ricos del mundo. Entre 1922 y 1982, fueron sesenta años de bonanza. De la noche a la mañana, y sin ningún mérito social propio de verdad, nos creímos una nación predestinada por Dios. La riqueza no provino —como Max Weber estableció para los países de religión protestante de la Europa septentrional— debido al trabajo capitalista de forma laboriosa; la austeridad en el ahorro y la disciplina social.

Esto fue potenciado aún más por la propaganda oficial que había alimentado el Mito Bolívar desde el año 1842, asumiendo al caraqueño mantuano como el adalid histórico de la liberación continental contra la pérfida España. De repente todo tenía sentido dentro de la precaria cosmogonía de los venezolanos intrépidos y audaces para justificar la buena suerte y poner en remojo el lapidario “bochinche, bochinche” de Miranda. Venezuela, la grande; Venezuela, la apoteósica; Venezuela, la saudita; Venezuela, la mayamera. Todas nuestras malas artes quedaron disimuladas: pocos se atrevieron en atentar contra la irresponsabilidad como modo de vida social.

Juan Vicente Gómez, el primer dictador del petróleo, tuvo una buena estrella: la explotación petrolera en manos de las compañías extranjeras que le ofrecieron financiamiento y apoyo «diplomático» a cambio de entregar nuestro petróleo a precio de gallina flaca. Gómez fue de la estirpe, muy común en América Latina, de un nacionalismo de proclamas e intenciones que en la práctica se dedicó a sabotear cuando pactó con los distintos imperios de la época —Inglaterra y Estados Unidos— con tal de mantenerse en el poder. El país quedó reducido a su camarilla de amigos y familiares y metió en cintura con su puño de hierro a cualquiera que osara oponérsele. Pagó la deuda externa pero regaló el país a los extranjeros.

Fue un inicio de modernidad no sólo muy costoso sino aparatoso también. Miguel Otero Silva en su novela Casas muertas (1955) ofrece toda esta descolorida pintura de un mundo rural y palúdico que se desmorona por el abandono que hacen sus habitantes huyendo de la tristeza hacia unas tierras prometidas que ocuparan desordenadamente. La ciudad, las plácidas ciudades como vigilantes de las costas, nunca estuvieron preparadas para recibir esta inmigración desesperada y de gente pobre, analfabeta y desnutrida. Hoy, los millones de ranchos son vestigios vivientes de ese cambio súbito en la vida nacional sin la previsión de sus gobernantes.

Venezuela hizo la independencia para acabar con el colonialismo hispánico pero luego cayó en manos del colonialismo alemán, inglés y estadounidense que codiciaron materias primas como el café, la ganadería y el cacao. Luego pusieron sus garras sobre el asfalto y petróleo. La mayoría de nuestros viles golpes de Estado, insurrecciones, guerras civiles, montoneras y violencia indómita estuvo monitoreada por potencias extranjeras y sus empresas comerciales que se plegaban a uno u otro bando de acuerdo con sus objetivos de maximizar sus intereses en el país. No hace falta leer a Galeano ni a García Márquez para descubrir que esto fue así. Cipriano Castro fue derrocado por Gómez y los trusts del asfalto y petróleo. Y otro tanto pudo haber ocurrido con el derrocamiento de Rómulo Gallegos en el año 1948.

Hay un dato curioso que la mayoría de los venezolanos ignora: se puede decir con toda propiedad que Venezuela financió con su gasolina barata y en cantidades gigantescas el triunfo de los Aliados contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El hundimiento del tanquero Monagas —y otras embarcaciones que transportaban petróleo a los Estados Unidos— por submarinos alemanes en nuestras costas en el año 1942 están de sobras documentados.

En 1950 Venezuela fue el cuarto país más rico del mundo. Se dice fácil pero es toda una portentosa hazaña. El indicador era el Producto Interno Bruto (PIB, suma total de riqueza generada en bienes y servicios) por habitante. Hasta 1982 seguíamos siendo el país más rico de toda América Latina. Luego de la Segunda Guerra Mundial (1939-145) ‘hacer la América’ tenía tres destinos privilegiados: Estados Unidos; Venezuela y Argentina. La inmigración europea nos ayudó a progresar y la riqueza se nos convirtió en el espejismo supremo: hubo avances sociales innegables, sobretodo, en salud y educación. El sistema político se vertebró, luego de la dictadura militar de Pérez Jiménez, dentro de un bipartidismo (1958-1998) cuya autocomplacencia signó su fatalidad. Las dos décadas chavistas representaron el fin de la ilusión. Nadie se preocupó, de la gente con la decisión para ello, ni de “sembrar el petróleo” ni de hacer las cosas bien hechas.

El padre de la famosa frase «sembrar el petróleo» fue Alberto Adriani, ministro de Agricultura y de otra cartera también, la de Fomento, en el gobierno de Eleazar López Contreras. Murió a los treinta y ocho años, muy joven, de un ataque al corazón. Adriani fue el primero —luego de una sólida formación académica adquirida en el exterior— en proponer la industrialización del país bajo coordenadas estrictamente racionales y juiciosas. Sus ideas apenas tuvieron eco en la clase dirigente nacional. Fue Arturo Uslar Pietri, otro intelectual de gran valía y otra voz en el desierto, quién llegaría a popularizar la frase «sembrar el petróleo”, su caballito de batalla en la denuncia permanente de que había que parar el despilfarro nacional. Los convidantes del festín, obviamente, lo tildaron de loco.

Gumersindo Torres, ministro de Juan Vicente Gómez, fue otro venezolano que intentó ponerle freno a la voracidad de las compañías extranjeras dueñas en la práctica de la industria del petróleo. Y que lo haya hecho siendo ministro de Gómez se nos torna harto sospechoso. Varias veces fue removido y repuesto por el dictador andino. Suponemos que era el arma de éste para presionar a los trusts.

Juan Pablo Pérez Alfonzo puede que sea el venezolano más esclarecido que logró diseñar una política petrolera más favorable para el país. Fundador de la OPEP en 1960, creó un cartel de países tercermundistas y el más poderoso en toda su historia. Le llamaron el Profeta del Desastre porque una de sus principales prédicas era que había que ahorrar todo el petróleo posible porque de lo contrario se nos iba acabar y no lo tendríamos para atender a las generaciones futuras. Igual no le pararon.

El petróleo y su relación con el poder es la causa de que Venezuela hoy haya perdido esta oportunidad única de vivir su población libre de los flagelos de la miseria social. La clase política no utilizó el petróleo como una riqueza que había que invertir en bienes, servicios e industrias sino que se la apropió y lanzó migajas dentro del saco populista y demagógico. Y en los últimos veinte años esta anomalía pasó a niveles demenciales. Priorizaron sus propios intereses por encima del bien común de sus nacionales y en la mayoría de los casos no actuaron con probidad. En esto reside el epicentro de la tragedia nacional actual.

@lombardiboscan

 

 

 

 

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