Nicolás Maduro, en su larga y tediosa presentación de la Memoria y Cuenta frente a la Asamblea Nacional oficialista —luego de cinco años sin presentarse en ese foro— dijo que en el país existe 17% de familias que viven en situación de pobreza, mientras que 4% se encuentran en pobreza extrema.

Esas cifras contradicen la realidad tangible y los datos arrojados por los estudios de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) y los de organismos y encuestadoras, como Consultores 21, que ubican la pobreza, medida por el ingreso, en más de 80%, y la pobreza extrema  en más de 50%. Recordemos que la primera —pobreza relativa— se refiere a los grupos cuyas entradas no les alcanzan para cubrir el costo de la Canasta Básica, que incluye alimentación, vivienda, transporte y otros bienes y servicios. El concepto de pobreza extrema sirve para identificar a los sectores con ingresos menores al costo de la Canasta Alimentaria. En un país con la mayor y más prolongada tasa de inflación del planeta y el salario mínimo más bajo del mundo, las números aludidos por el señor Maduro, más que desconcierto, provocan una inmensa rabia. Usted puede colocarle otra palabra un poco más picante.

En realidad lo que ha ocurrido desde que Maduro se instaló en Miraflores es que el país poco a poco ha ido organizándose para satisfacer la demanda creciente de un sector minoritario de la población. De una capa que puede andar entre 10% y 15% de los venezolanos, que posee un alto —y en algunos casos altísimo— poder adquisitivo. Esas franjas minoritarias han creado la burbuja que se observa en Caracas y en algunas ciudades de la provincia. Esas capas son las que han impulsado la apertura de bodegones donde se venden exquisiteces a precios siderales, boutiques femeninas donde un par de zapatos puede alcanzar $700. Poseen capacidad de ir a restaurantes costosos. Son algunos de los que gastaron decenas o centenas de miles de dólares el 31 de diciembre en fuegos artificiales para recibir el Año Nuevo, mostrando un júbilo esquizofrénico  que nada tiene que ver con las condiciones de una nación desarticulada y arruinada.

La situación real de Venezuela es la descrita por los estudios profesionales, por los economistas y sociólogos, y por el más reciente documento de los obispos que integran la Conferencia Episcopal Venezolana. Un país en el cual los pobres —la inmensa mayoría— han sido abandonados. Donde los servicios públicos colapsaron producto de la negligencia, la improvisación y la corrupción. Donde los ingresos que obtienen las familias humildes solo les alcanza para cubrir las necesidades básicas de uno o dos días. El resto de la semana o el mes tienen que sobrevivir de las migajas que logran conseguir por la ayuda de un familiar o de algún alma caritativa. Para esa población no existe el empleo estable, ni el flujo constante de divisas provenientes del exterior. Tampoco existe ningún proyecto creíble de redención por parte del gobierno.

De ese país marginado no habló Nicolás Maduro en su intervención en la Asamblea Nacional ilegítima. Lo ignoró. Sigue moviéndose en el mundo de las fantasías. De planes de recuperación que jamás se materializan. Dijo que para finales de 2021, Venezuela estará produciendo un millón y medio de barriles de petróleo por día. ¿Quién va a realizar las inversiones mil millonarias que permitan lograr esas cotas  tan elevadas, cuando ahora se extraen menos de 400.000 barriles diariamente? El mandatario perdió contacto con la realidad.

La verdad es que tampoco desea tirar un cable a tierra. Venezuela, como proyecto nacional, no le importa, ni está en capacidad de diseñar una estrategia global de recuperación. Proponerse esa meta significaría dialogar, negociar y llegar a acuerdos con grupos empresariales y sindicales a los cuales aspira a tener bajo su dominio absoluto. A Maduro no le gusta —ni le interesa— la libertad. Le tiene temor. Podría permitir que los agentes sociales se reagrupen y se transformen en fuerzas orgánicas capaces de enfrentarlo o presionarlo para que impulse cambios más allá de los que está dispuesto a aceptar.

A Maduro le basta con crear la ilusión de crecimiento y prosperidad proporcionado por el bienestar de 10% del país. Este segmento minoritario —parte del cual ha logrado su estatus con enorme esfuerzo— le permite exhibir frente a la nación y sus aliados internacionales algunas cifras macroeconómicas favorables. Mantiene contenta a la élite que se mueve a su alrededor sin cuestionar la conducta oficial ni militar en política. En ese selecto grupo entran civiles y militares activos y retirados.

El problema con el neoautoritarismo y la neoaristocracia maduristas  —y las prácticas que la acompañan— es que el resto de la nación —veinticinco millones de venezolanos— continúan arruinándose, viviendo en medio de escombros y esparciéndose por el mundo. La oposición se encuentra ante el inmenso reto de enfrentar con creatividad ese maléfico esquema.

@trinomarquezc

Publicado originalmente en https://politikaucab.net/

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