Solitario e incomprendido, Garmendia circula su excentricidad por el mundo cultural venezolano sin pena ni gloria.

La revisión de algunos escritores venezolanos atiende a la necesidad de entendernos y entender a Venezuela desde su literatura. El momento histórico que vivimos amerita la lectura y relectura de los narradores que ficcionaron la realidad del país y lo explicaron desde la verdad de sus mentiras.

La realidad venezolana queda descubierta y revelada en la ficción narrativa. Gracias a esos dos actos de magia que quitan el velo encubridor, podemos apropiarnos de ella, en primera instancia. En segunda, podemos explicarla y, sobre todo, transformarla. Solo puede cambiarse lo que se conoce; lo que se sabe cómo es.

Por otra parte, esta mínima revisión permite rescatar valores literarios que han sido olvidados por el tiempo, o mal entendidos por el rumbo interesado del gusto del momento, o segregados del panteón cultural por no ceñirse a los patrones exigidos en determinada época. Traídos y llevados, ensalzados o hundidos algunos de nuestros mejores escritores han sufrido los avatares caprichosos de la moda, de las ideologías al uso o de la mezquindad de su entorno.

Nos interesa, también, rendirle homenaje a nuestra tradición literaria. Venezuela es el país del olvido fácil, rápido y puntual. Revisitar las bases de nuestra cultura, literaria en este caso, significa reeducar la memoria para que el pasado nutra la identidad perdida y cumpla con su misión: construirnos y reconstruirnos desde la mirada activa que hace del pasado fuente inagotable de conocimiento. En este caso de auto-conocimiento.

En la década de los años veinte se produce un movimiento de transición y cambio. Una nueva generación iza la bandera que desea renovar la prosa y alejarla de la ilusión realista que ya no dice nada. El costumbrismo criollista sigue al frente de los temas aplaudidos y, lamentablemente, seguirá por muchos años más. La búsqueda de lo auténtico, lo propio, la cacareada identidad que nos da sentido se busca por los lados de la expresión folklórica que tiene indudables aciertos, pero que extendida con exageración termina por ser una camisa de fuerza que produce estereotipos cansones. Mientras en Europa las vanguardias cancelan el realismo y el romanticismo decimonónico para instalar corrientes de audaz experimentación de la realidad, en Latinoamérica se sigue fiel a la descripción del paisaje y de las costumbres como pasaporte seguro al beneplácito del público que quiere verse retratado en la literatura.

Las generaciones del 18 y el 28 en Venezuela intentarán acercarse a la explosión vanguardista europea con experiencias artísticas que marquen un antes y un después. Y, aunque aisladas y escasas, lo lograron. Prueba de ello son los magistrales cuentos de Julio Garmendia (1898-1977), nuestro escritor más vinculado con lo fantástico en un contexto donde serlo era una herejía.

Solitario e incomprendido, Garmendia circula su excentricidad por el mundo cultural venezolano sin pena ni gloria. Residenciado en Paris desde 1923 publica en la Ciudad Luz su primer libro de cuentos, La tienda de muñecos, en 1927. No será editado en nuestro país hasta 1952, prueba irrefutable del poco crédito que se le concedió a esta colección exquisita de joyas irónicas que, con sutileza, desenmascaraban al régimen de Juan Vicente Gómez desde una imaginación fabulosa que sabía muy bien cómo decir sin decir. Unos pocos amigos le hicieron el ‘favor’ de traer los cuentos y repartirlos entre la cofradía de compañeros que lo leyeron con escepticismo y benevolencia. Nadie entendió la contundente repulsa a la dictadura, a la sociedad y al modelo de país que ocultaban porque no lo contaban desde la crudeza realista, desde el bastión sociologizante sino desde lo imposible, desde la fábula libre de ataduras que exige al lector reelaborar el significado oculto tras la anécdota.

La tienda de muñecos es una sátira político social escrita en clave fantástica, irónica y humorística que pone el dedo en la llaga con su punzante crítica a la sociedad de su época. La tienda es Venezuela y los muñecos las representaciones sociales relevantes que definen al país. Si hay una tienda hay un dueño que vende y compra muñecos a su antojo o según la ley de oferta y demanda imperante. En este caso se trata de un anciano que debe dejarle en su lecho de muerte el negocio a un sobrino no sin antes adiestrarlo en el arte de mantener la ‘tienda’ ordenada y pujante. La mesa está servida para eludir todo referente directo a la realidad y dejarnos un discurso reflexivo que desmonta el entramado oficial de nuestra composición social y se ríe de ella socarronamente.

El cuento posee dos narradores: un narrador anónimo que deja un manuscrito al segundo narrador que nos lo muestra. De esta forma Garmendia elude la responsabilidad intelectual sobre lo escrito ante cualquier probable arremetida del régimen gomecista al que, como toda dictadura, le salen ronchas ante la crítica. Este juego le permite distanciarse arteramente de su compromiso ideológico y salir bien parado de toda sospecha. Porque lo que cuenta no deja lugar a dudas para un lector agudo: los muñecos están ordenados en riguroso orden jerárquico tal como gobierna la cachucha de turno. El principio de autoridad y el respeto a ella siembran terror por lo implacable de su ejecución; así mismo ocurre con el manejo de la tienda. Ni pensar en alterar la rigidez de la colocación de los muñecos en el estante. Los soldados tienen lugar preferencial ¡cómo no! Las muñecas son muy solicitadas…., los doctores casi no se venden y los animales con más éxito son los asnos y los osos. Sin comentarios.

La estocada final del cuento no tiene desperdicio. El heredero de la tienda parece, en principio, dispuesto a cambiar las cosas. Solo oye a su mentor para cumplir con las normas de urbanidad que exigen ser considerado con un moribundo, pero, finalmente, decide que mejor todo queda como está. Les ha ido bien así, ¿no? El pesimismo que cierra el cuento se repetirá en el resto de la obra de Garmendia y sus contemporáneos. No se ve luz al final del túnel y la férrea dominación militar se percibe como un mal endémico inexpugnable.

El difunto yo aborda el tema del doble como un duelo imaginario entre el orden y la transgresión. Con un sentido del humor pleno de sátira inclemente, el cuento narra la historia del ‘otro’ y el ‘yo’ como un juego de espejos enfrentados que revela al alter ego como un engaño conveniente. No hay ‘otro’, somos dueños de nuestra vida y responsables de cada decisión. El bueno y el malo son intercambiables e indistinguibles. La evasión que pretende separarlos es una trampa donde solo cae el único y verdadero yo que los reúne. Al final sobrevive el pícaro, el mentiroso, el falso. De nuevo aparece el pesimismo como corolario a la historia. La fuerza está del lado del mal. El bueno perece víctima de su debilidad. Ni modo.

El médico de los muertos pertenece a la colección de cuentos titulada La tuna de oro, editada en 1952. Es el segundo libro de cuentos de Garmendia, y el último. En este cuento Garmendia critica la falsa modernidad que llega a la ciudad pueblerina con pretensiones. Los muertos emigran desplazados por el ‘progreso’ que trae cambios inevitables y molestos para dar paso al ‘avance’ urbanístico. La ley del más fuerte se impone y ¿qué posición puede ser más débil que la inexistencia? Los muertos intentan oponerse a la interrupción de su placentero descanso pero no hay nada que hacer. Es decir, la ley de los vivos. Y estos no van a dejar que aquellos descansen en paz, porque la paz aburre y los hombres no saben apreciarla. Solo la aprecian muertos.

La muerte es el tema común que circula por los cuentos de Garmendia. Constituye una paradoja que su humor directo, su ironía divertida y el sarcasmo crítico que despliega en su escritura se basen en una temática fúnebre. Pero es que ese contraste es el que le da relevancia a sus historias. El anciano dueño de la tienda de muñecos antes de morir deja su legado a quien podría cambiar el orden terrible de las cosas y no lo hace. El yo canalla empuja al suicidio al yo noble. Los muertos son perseguidos en el más allá por la ambición de los vivos. En resumidas cuentas, el bien está acorralado porque no hay voluntad de cambio de ningún tipo: ni individual, ni social ni política. Garmendia refleja la perspectiva negra del final del gomecismo en clave de humor.

Publicado originalmente en https://pasionpais.net/

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