Estamos separadamente solos en el sufrimiento.

ESPECIAL PARA IDEAS DE BABEL. Mis padres no me dieron hermanos, la vida sí. Varios, a través de los años, sobre todo en los 65 que viví en Venezuela. Desde hace tres resido en EEUU, por un exilio que no sé si calificar de voluntario o de forzado. Mis compatriotas lo entienden, porque casi todos lo han vivido, en carne propia, o en algún familiar. No me fui porque quise, sino porque no podía vivir más allí. La vida en Venezuela es una especie de muerte cotidiana.

Lo veo a diario, son millones de historias por contar o ser contadas. Las pocas cosas que quedan vivas en Venezuela, son las mentes de aquellos que tratan de pensar y de narrar el horror. Cada quién tiene su historia personal. Las hay terribles y más terribles. Ninguna se escapa del dolor.

Voy a hablar de la mía, perdónenme, pero es la que mejor conozco. Quizás no es la peor, las hay horrorosas. Pero en lo personal es un dolor que duele hondo. La lejanía.

De repente todos nos encontramos lejos. Lejos de nosotros mismos, de lo que hemos sido, de lo que hubiéramos querido ser. Cuántos hijos, padres, esposos, han estado separados, distanciados del abrazo, de la caricia, del aquí estoy yo. Ninguna red social, ningún mensaje de texto, ninguna imagen virtual es capaz de suplantar eso. No sé si a ustedes les sucede, pero el dolor de lejos, duele más. Aparte del normal sufrimiento de la muerte del ser querido, la distancia le añade un ingrediente que la hace espantosa. Morirse de lejos es morirse más grande. Es añadirle a la normalidad de la desaparición un aspecto trágico.

La vejez sobreviviente es devastadora. Cuando vivíamos cerca y nos veíamos, si alguien de los nuestros cometía el sacrilegio de morirse, el velorio nos reunía a todos, cercanos y amigos, y de alguna forma encontrábamos, sobre todo los viejos, una cierta manera jocosa de tratar de burlarnos de la parca. Los chistes, las anécdotas, eran, junto al inolvidable café, la manera de pasar el trago amargo. Ir viendo, y sobre todo sintiendo, que tanta gente que te acompañó en la vida, se va yendo, es muy difícil de asimilar. La descarga burlona era una manera de aliviar el asunto. Pero de lejos eso no existe.  Estamos separadamente solos en el sufrimiento.

Lo digo por mí. En estos tres años se me han muerto tres hermanos de vida: Diego Rísquez, un gran cómplice cinematográfico, Ignacio Taboada, compinche y gran psiquiatra que ayudó a miles a sobrevivir a las complicaciones y los dolores, y ahora Reinaldo de los Llanos, compadre y socio de logros y aventuras. Irse quedando solo es terrible, de hermanos digo. Aunque está la familia, como siempre. Los escogidos en el tiempo tienen otra valoración, los hace igualmente importantes, los incorporamos a nosotros mismos, porque nos dio la gana, porque les otorgamos el certificado de amigos que es el más importante derecho universal del ser humano. Te escojo como tal y te nombro amigo para toda la vida y punto. El resto a cagar, como decimos en criollo.

Creo que este artículo está siendo un poco caótico, pero quizás así está mi mente en estos días. Pensé en corregirlo, pero decidí que no, que lo dejo así, con todas las imperfecciones y las dudas, porque la vida es así, imperfectamente maravillosa, como eran mis amigos desaparecidos.

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