La gravedad de sus recientes afirmaciones emana de sus previsibles efectos: avivar la animosidad xenófoba en las capas más vulnerables de la población, justamente allí donde López halla gran parte de su electorado.

Hace pocas semanas, Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, fue captada por las cámaras de la prensa y las redes sociales mientras se hallaba absorta en una “meditación ancestral”.

Ocurrió a cielo abierto, en mitad del Bronx, una cuadrícula del plano bogotano célebre por haber sido un mefítico enclave del crimen, del hacinamiento y la depravación urbana.

Con mascarilla, los ojos cerrados y la mirada interior iluminando la trastienda de su entrecejo, las manos juntas en actitud de plegaria, la mandataria ofreció una estampa tan yogananda que ríete de Krishnamurti en trance. “Una zona que por años vivió el dolor, la angustia y la violencia; ahora será símbolo de reconciliación ciudadana”, exhortó luego, vindicando los programas sociales de la Alcaldía y sus planes de renovación urbana.

“Parar 30 minutos a diario para respirar, reflexionar y recordar nuestro propósito en la vida; es una oportunidad de bienestar para nosotros, nuestra comunidad y nuestra ciudad”, aseguró la alcaldesa a los medios de comunicación. Cabía esperar que varios concejales de oposición denunciaran su misticismo de calle como un show politiquero.

La verdad, muchos preferiríamos ver a la alcaldesa levitando en postura del loto con índices y pulgares haciendo redondeles que escucharla desfogar su afamada intemperancia contra los desplazados venezolanos —casi un millón novecientos mil en todo el territorio colombiano, según cifras oficiales— a quienes cada vez con más frecuencia se culpa falaz y temerariamente del auge delictivo que azota nuestra ciudad.

La ocasión fue una de sus ya habituales comparecencias —un consejo local de Gobierno— en la que lamentó que, de entre todos los índices que testimonian el éxito de sus políticas, sea el de los homicidios el único que no haya bajado en el tiempo que ya lleva cumplido su mandato.

La tendencia se había manifestado de modo dramático la víspera, cuando en una estación del Transmilenio se registró un asesinato con arma blanca. El atracador homicida es venezolano, según deja entrever la fórmula acostumbrada. La crónica roja colombiana ofrece socarronamente a los venezolanos el beneficio de fundirnos a todos en la voz “extranjero”. ¿Quién tendrá la culpa de que el índice de homicidios sea tan irreductible?

“No quiero estigmatizar a los venezolanos, pero hay unos que en serio nos están haciendo la vida de cuadritos”, dijo López antes de llamar la atención de un organismo del Ejecutivo Nacional —Migración Colombia— para que controle el ingreso de mis compatriotas al país. “Aquí el que venga a trabajar bienvenido sea —se escuchó decir a López por la radio— pero los que vengan a delinquir deberíamos deportarlos inmediatamente”.

El episodio cobra relieve por la unanimidad del repudio que en Colombia han generado inmediatamente las expresiones de la alcaldesa y que se aprecia de manera florida en las redes sociales. Hay que decir que las dos administraciones que debieron afrontar la descomunal ola migratoria venezolana, la de Juan Manuel Santos y la actual, de Iván Duque, han extremado, en condiciones sumamente adversas y con recursos limitados, sus esfuerzos para brindar trato humanitario y garantías legales a los desplazados venezolanos.

Un duro editorial del diario El Espectador se hizo eco el domingo de un minucioso estudio  encomendado por el Banco de la República a dos respetados investigadores, Ana María Tribín y Brian Knight, junto a un equipo multidisciplinario de investigadores. “Son los migrantes, no los nativos, los que enfrentan los riesgos por la migración”, es la frase que resume sus hallazgos.

Otros estudios, uno del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas, de la Universidad de Los Andes, dirigido por Juan Sebastián Franco, y otro de la Brookings Institution de Washington, en el que participa el destacado scholar venezolano Dany Bahar, concurren en refutar convincentemente la insidiosa afirmación de López.

Las expresiones de la alcaldesa, y mucho quisiera equivocarme, no fueron hechas distraídamente. Son subproducto indeseado de la pugna que, en todo nuestro apestado planeta, enfrenta alcaldías y gobernaciones estatales a los Gobiernos centrales. Pero advirtamos también que “deportación” es palabra mayor donde las haya. Ningún mandatario la profiere con candor.

Frases de inquietante hostilidad contra los venezolanos se le escaparon ya a la alcaldesa durante una disputa por recursos con la Casa de Nariño. Apenas comenzaba la pandemia, López dejó ver su impiedad para con los refugiados en medio de una crudelísima ola de desalojos que afectó a centenares de migrantes venezolanos. La gravedad de sus recientes afirmaciones emana de sus previsibles efectos: avivar la animosidad xenófoba en las capas más vulnerables de la población, justamente allí donde López halla gran parte de su electorado.

La xenofobia, lo saben bien Trump y Bolsonaro, cría y multiplica los votos de los populismos de izquierda y de derecha.

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