Una enfermera busca y consigue trabajo en un hospital donde se practican y proponen curas heterodoxas a los demonios de la psiquis.

Todo buen drama policial o de suspenso depende, para ser efectivo, de la calidad del villano. La verdad es de Perogrullo, pero si hace falta demostrarlo ahí están el Norman Bates de Psicosis (Hitchcock, 1960) o más cerca el temible Hannibal Lecter (Michael Mann, 1986 y Jonathan Demme, 1991 y secuelas).

Frente a ellos el héroe tiene que demostrar que es más astuto, pero la medida de sus hazañas no la pondrá él, sino su perverso antagonista. Por cierto, el nombre del maligno no es ocioso, Norman Bates evoca la sinuosidad del psicópata anónimo y tranquilo, Lecter evoca el filo de la guillotina y, en el caso que nos ocupa, la nombrada Mildred Ratched es un eco chismoso de la tristeza e insatisfacción del inglés wretched. Pero la historia del personaje empieza a la vez mucho antes y mucho después.

En 1959 Ken Kesey escribió Alguien voló sobre el nido del cucú. No era un autor conocido, de hecho es recordado solo por esa novela. La inspiración era de primera mano porque, según cuentan Kesey había sido conejillo de Indias para experimentos con drogas y conocía los asilos psiquiátricos al dedillo.

Imaginó entonces un personaje que daría que hablar. Randle McMurphy es un bribón de poca monta, ya en la treintena condenado por acostarse con una chica que “tenía diecisiete pero se encaminaba a los veinticuatro años”, según comenta. Cumplida la pena, es enviado a un manicomio, donde comienza a ganar predicamento entre sus colegas internos. La oportunidad no podía ser mejor. En aquellos años sesenta, díscolos, contestatarios, enemigos de todo lo que oliera a orden establecido, la odisea de McMurphy tuvo un éxito editorial considerable. Y en 1975 llegó al cine de la mano de un exiliado checoslovaco ocurrente y rebelde llamado Milos Forman. Y Jack Nicholson terminó de consagrarse como McMurphy, ese antihéroe, líder de los locos, que la audiencia adoró. Faltaba un villano para completar ese mosaico que arrasó con los Oscar. Se llevó nueve estatuillas incluidas mejor película, mejor director, mejor actor y… mejor actriz de reparto para Louise Fletcher en el papel de la maldita enfermera Mildred Ratched.

Pasaron 45 años pero la abominación que la enfermera provocó en los espectadores difícilmente encontró alguna competencia en villanos similares. Dos características la definían. Primero, el desprecio con el cual gobernaba la distancia que mantenía con los internos, expresado en una gelidez de movimientos y gestos. Lo completaba un olfato privilegiado para detectar el punto débil de cada uno de sus gobernados y lanzar sobre él un aguijón certero y devastador. El drama era apasionante: una mujer verdugo custodio de la institucionalidad de un hospital psiquiátrico contra un anarquista ocurrente, vivaz y simpaticazo.

Los tiempos cambian y los formatos con ellos. El cine comenzó hace tiempo (al menos desde el Batman de Tim Burton en 1987) a ensayar una tendencia a hurgar en el pasado de sus personajes, tal vez para volverlos más creíbles, para descubrir ángulos nuevos en viejos conocidos, o simplemente para conseguir nuevos argumentos. Y el formato de las series, libre de la dictadura de las dos horas o poco más de duración, permite extenderse en historias futuras o pasadas. De ahí la idea de ir hacia atrás en la historia de una villana que hizo historia en el cine y descubrir qué secretos ocultaba. Mejor que descubrirlos. Inventarlos.

Porque a primera vista nada es más diferente de la película que esta serie de Netflix. Frente a los escenarios despojados, vestidos de blanco de Alguien voló… Ratched presenta un jolgorio de colores pastel que van vistiendo a los personajes y mejor aún, a los escenarios, con toques de irrealismo descarado. La serie parece adoptar de la película apenas un pretexto, que refriega en la cara del espectador para demostrar que carece de algún punto en común con aquel alegato contracultural. Porque estamos en 1947, trece años antes del comienzo de aquellos sesenta en que la libertad buscaba hacerse explícita.

Ratched es, qué duda cabe, perversa, contenida, gélida, poseedora de un plan que pocos conocen y que remite por los paisajes al Vértigo de Hitchcock ese homenaje a las formas del pasado y al fetichismo del presente.

Porque, ante todo, Ratched juega con la caricatura. Una enfermera busca y consigue trabajo en un hospital donde se practican y proponen curas heterodoxas a los demonios de la psiquis. Ese lugar es el crisol donde se funden varias historias. El de la recién llegada, aún desconocida, el del proyecto del dueño del lugar, el de su asistenta enamorada, el del gobernador (muy similar a un conspicuo presidente) que solo busca su reelección. Esas historias que van, vienen, se entrecruzan con la misma vivacidad de los colores, las vestimentas o el aspecto de los carros y escenarios, van formando un magma compacto en el cual solo priman los dos resortes que la película original preveía: la maldad y el poder. La serie es una gloria, un monumento al buen gusto, a la sabiduría narrativa y a la historia del cine de suspenso. Un justo homenaje a una villana como no hubo dos, al menos en la historia del cine.

Ratched. Estados Unidos, 2020. Creador Ryan Murphy. Con Sarah Paulson, Judy Davis, Vincent D’Onofrio, Sharon Stone.

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