Esta teoría de la historia y del tiempo, cuyo texto más famoso son las 18 tesis que Benjamin escribió en 1940, pocos meses antes de su muerte, comenzó a desarrollarse tempranamente.

Hace 80 años, Walter Benjamin se suicidaba en la localidad de Portbou, en un viaje en el que buscaba escapar del nazismo y llegar a Estados Unidos. Hoy no es necesario «rescatar» al filósofo alemán, que es publicado y leído en diversas latitudes e idiomas. Su figura se ha vuelto un símbolo de época. Y fue esa misma época la que motivó en Benjamin una filosofía de la historia que puede leerse como un compendio filosófico del conjunto de su obra.

A menudo, los pensadores dejan en su obra una clave para ser leídos por los que vendrán. Es su cita con el futuro. El caso de Walter Benjamin lo confirma. En cierto modo, su teoría de la historia y su teoría del tiempo (que resultan inseparables) determinaron la forma en que hoy pensamos su figura: una imagen individual, tensa bajo una dialéctica, que engloba en su particularidad el secreto –trágico y general– de su época. No por nada, su muerte en Portbou terminó por formar, con los años, una brevísima alegoría del siglo XX. Su modo de entender pasado y presente es una cifra de nuestra propia urgencia.

Esta teoría de la historia y del tiempo, cuyo texto más famoso son las 18 tesis que Benjamin escribió en 1940, pocos meses antes de su muerte, comenzó a desarrollarse tempranamente1. Si bien se lo conoce en tanto crítico y teórico del arte –recordemos que sus tres primeros libros fueron dedicados a temas estéticos: el estudio sobre el Romanticismo alemán, el que dedicó a Goethe y el consagrado al arte teatral del Barroco–, algunos de sus primeros ensayos rondan lo que, más tarde, se entenderá como su filosofía de la historia. La «Metafísica de la juventud» (1914) incluye una larga reflexión sobre los modos del tiempo a la luz de la escritura de un diario, y la relación del yo con ese detenerse de la reflexión y con las «cosas» que el tiempo le trae, también en forma de futuro. Encontramos aquí subrayado el carácter prospectivo del presente. Sus escritos sobre el lenguaje, que abrevan tanto en las especulaciones de los inicios de la lingüística del siglo XVIII alemán como en la teología, señalan ya una dimensión extrahumana del tiempo. Si es pensable un origen del lenguaje, la historia que lo narre ha de remontarse, como en las épocas anteriores al proceso de secularización, al relato bíblico de la creación, a la palabra divina y a la caída como comienzo del lenguaje humano. También «Carácter y destino», un texto de 1919, incluye una reflexión sobre el futuro –¿hasta qué punto es cierto que nuestro carácter determina nuestro destino?– en la forma de una multiplicación de los «tiempos» implicados en este mundo. El tiempo del destino, en el sentido de aquello ligado a la culpa, a la condena y al infortunio, es parasitario de otro de mayor orden. Por último, recordemos que el libro sobre Goethe cierra famosamente con la estrella de la esperanza sobre el cielo de los desafortunados, esperanza de lo que vendrá. Los ejemplos podrían multiplicarse. Intentaremos mostrar cómo estas temporalidades reaparecen en sus escritos y finalmente en la filosofía de la historia presentada en las tesis, que pueden leerse como un compendio de su obra. Pero antes, hacía falta que esa base «metafísica» y especulativa del joven Benjamin se combinara con otros dos componentes en esta alquimia de su pensamiento: el surrealismo y el marxismo.

Pensar un nuevo modo de pensar

Entre los críticos y estudiosos, se establece en general un corte en el pensamiento de Benjamin con una fecha precisa: 1924. Es el año en que termina su libro sobre el Barroco –que contiene en sí toda una filosofía de la historia como decadencia2–, en el que viaja a Italia junto con otros intelectuales alemanes (donde coincidirá con Theodor Adorno) y el año en que conoce a la dramaturga Asja Lācis, quien ha pasado a la historia como «introductora» de Benjamin al marxismo. Este corte no es tal, porque ninguna vida, ni tan siquiera la intelectual, es seccionable en partes distinguibles que se excluyan. Hay una durée del pensamiento, quiérase o no. Sin ella, en este caso, las tesis de 1940 resultarían incomprensibles.

Sin embargo, sabemos que entre 1924 y 1926 Benjamin entra en un doble contacto con materiales que le resultaban apenas conocidos –como el marxismo– y con otros que estaban surgiendo en ese entonces y de los que fue estrictamente contemporáneo –como el movimiento surrealista en Francia–. Una carta a Adorno es testimonio de la profunda impresión que le causó el libro de Louis Aragon El campesino de París, de 1926. Lo recuerda como aquel libro del que por las noches, echado en la cama, no podía leer más de dos o tres páginas, tal era el estado de entusiasmo, con el corazón latiendo fuerte, en que quedaba sumido. El primer resultado de ese contacto con el movimiento francés fue en Benjamin un curioso y bello libro de misceláneas, donde una práctica de escritura –el fragmento– encontró una primera expresión: Calle de dirección única. Ernst Bloch, quien lo reseñó en su momento, fue pionero en señalar su deuda con el surrealismo. La otra gran huella, casi contemporánea, es el proyecto del Libro de los pasajes, que tuvo una primera fase de composición entre 1927 y 1929. Benjamin se proponía, ante la desaparición de una forma arquitectónica de París –el pasaje–, una exploración sobre el pasado reciente, con las armas de la especulación y de la poesía. Pero necesitaba nuevas herramientas para hacerlo, y forjarlas era costoso. El problema residía en el estado de la razón.

Esa razón que la Ilustración había consagrado como heredera del antiguo Dios occidental, y que hizo posible la modernidad del siglo XIX, entraba por entonces en periodo de prueba. Esto afectaba, como es evidente, a toda empresa filosófica, y especialmente a la que no se viera reconocida en el espejo de la ciencia. Mientras el positivismo transmutaba, digamos por generalizar, en el «empirismo lógico», donde la razón no ha perdido nada de su autoridad, una serie de hitos durante las dos primeras décadas del siglo XX nos recuerdan hasta qué punto esta transformación tocó el centro de muchas otras corrientes del pensamiento. Como muestra, basta detenerse en la transformación del lugar del sueño en la teoría del conocimiento, al menos el conocimiento del interior humano. El libro que Sigmund Freud le consagró coincidió con el primer año del siglo. Los surrealistas, lectores de La interpretación de los sueños, dedicaron a este conocimiento «otro» buena parte de su proyecto de escritura. Más tarde, los protocolos de experimentación con hachís, por ejemplo, sirvieron en el caso de Benjamin al mismo propósito. Qué significa pensar y cuáles son los medios del pensamiento, eso mismo –y no era poco– estaba en juego.

A la par, hemos dicho, Benjamin entró en contacto con el marxismo. El primer resultado de esta conjunción fue una serie de textos de corte programático y de carácter urgente, cuyo centro de interés fue la producción literaria y política rusa. La guerra civil que siguió a la Revolución había terminado hacía unos pocos años. La presencia y vitalidad del comunismo era cosa indiscutida; esto mismo se vio reflejado en las reseñas sobre autores y temas rusos que Benjamin comienza a escribir en 1926. El resultado más personal es su viaje a Moscú3. Tras esta primera fase rusa será decisivo el encuentro con Bertolt Brecht en 1929, propiciado por la misma Lācis, quien había sido asistente del dramaturgo. No en el surrealismo, sino en Brecht descubrió Benjamin el programa literario que respondía a su concepto de actualidad. Antes, a principios de los años 20, había ensayado un proyecto de revista del que se conservó un programa, donde se plantea el problema de la actualidad del presente. El mismo término volverá en los apuntes de filosofía de la historia al final de su vida. Para 1922, la actualidad estaba relacionada con la tarea de la crítica, y no solo en el sentido «simple» de la crítica literaria. Benjamin –y esto no es enfatizado nunca lo suficiente– es uno de los grandes herederos del primer Romanticismo alemán en el siglo. Martin Heidegger fue el otro, y es probable que de ahí y de otras lecturas en común surjan algunas de sus aparentes coincidencias. Esa revista, llamada Angelus Novus, se medía con la del proyecto romántico de los hermanos Schlegel, quienes en cierto modo fueron los «inventores» del concepto de «crítica» tal como se entendió luego en la teoría literaria. En esta relación con el presente se pretendía una universalidad dada no solo por la filosofía sino también por algún tipo de relación con la religión. Esto en 1922. En 1930, cuando ya había conocido a Brecht y lo había elegido como «su» autor, y se había embarcado en el ejercicio de la crítica en los medios, Benjamin se propone (en carta a Gershom Scholem) convertirse en el mayor crítico de la lengua alemana. Pero para entonces la universalidad buscada ha cambiado de signo y el eje está en la crisis de la sociedad. Así lo muestra el proyecto de revista que unirá a Benjamin con Brecht, que no se proponía ni pertenecer a un partido ni funcionar como órgano del proletariado. Su universalidad estaba en haber reconocido como base la lucha de clases, y todo signo de «otras racionalidades» –como la razón teológica, por ejemplo– ha sido borrado. Cuando Benjamin retome el proyecto del Libro de los pasajes, que había quedado interrumpido tras la fase primera de su concepción bajo el signo del surrealismo, el estudio de Marx se traducirá en una configuración materialista de la historia. Este pasaje al marxismo no se efectuó sobre el vacío; Benjamin traía en su haber no solo un pasado de traductor, de crítico y de filósofo metafísico, sino ciertas convicciones de tinte anarquista, y claramente antiburguesas, de su primera juventud.

Así, observado como en capas geológicas de pensamiento, es posible reconocer un proceso que, con superposiciones e irrupciones de lo antiguo en lo presente, dio forma en Benjamin a una teoría del pasado y del tiempo. La combinación de estos sedimentos tuvo como resultado una compleja geografía.

París y la consagración del capital

Una razón que no alcanza para la exposición y el análisis de la realidad humana, ¿en qué medida puede resultar suficiente? Tras el proceso triunfal de la Ilustración en el siglo XVIII, la razón del conocimiento, de la acción moral y de la facultad estética terminó por quedar en tela de juicio en su poder recién estrenado. Friedrich Nietzsche fue uno de los primeros en señalarlo, aunque no el único. Sin embargo, hacer juicio a la razón no equivale –como enseñó luego Adorno– a pactar con el irracionalismo. Sobre ese límite se levanta la empresa del Libro de los pasajes, ese monumental proyecto inconcluso de Benjamin, que encarnó el ideal de una historia sin narración. Pero ¿no es esto un contrasentido? ¿Qué lógica podía tener la historia si no presentaba una narración explicativa y coherente? En este ideal se combinaban el cuestionamiento a la razón tradicional con la técnica de montaje aprendida en las fuentes del surrealismo y la tradición aforística alemana. Su forma era un libro hecho de puras citas, donde la combinatoria de textos reemplaza a la explicación.

Sin embargo, algo impedía el progreso de la obra. A mediados de los años 30, Benjamin retoma su proyecto sobre los pasajes parisinos, añadiendo las herramientas del materialismo. La dialéctica cultivada en esas páginas era anterior y también pertenecía a la herencia que había recibido del Romanticismo. En el plan original, la exploración del siglo XIX no carecía de codeos con el orden poético, algo que Benjamin pretendía ahora minimizar. Ya en aquellos primeros borradores habían quedado asentados muchos de los «personajes-concepto» que más tarde se hicieron famosos. Varios provenían de las antiguas lecturas que Benjamin había hecho de Charles Baudelaire: el flâneur, la prostituta, el trapero, el jugador. A estos alimentos literarios se sumaba uno más, crucial para su teoría de la historia: la idea de que es el recuerdo propio, la experiencia personal, una de las llaves de la escritura historiográfica. Lo había aprendido leyendo a Marcel Proust. Estos elementos debían pasar ahora por el cedazo de la teoría del capital.

Una forma de la arquitectura –el pasaje de París que Aragon había descripto en aquel libro que había dejado a Benjamin sin aliento4– es la figura en que deberá encarnarse la historia social, literaria y, más tarde, económica del siglo xix. El pasaje en su configuración –un pasillo abierto entre los edificios–, con sus materiales –techo de hierro y cristales– y en las condiciones de circulación que impuso a sus usuarios, es una reliquia del capitalismo en auge que configuró, a su vez, la ciudad de París. Hasta entonces, Benjamin había dedicado otros textos a las ciudades y los objetos albergados por ellas. Ahora, hacia mediados de los años 30, esa operación se concentrará en una forma de objeto que parece haberse apropiado de todos los otros posibles: la mercancía. Un texto pedido por el Instituto de Investigación Social, en el que Max Horkheimer fungía como director y Adorno como encargado de redacción de la revista correspondiente, debía presentar el plan de trabajo en unas pocas páginas. Estamos en 1935; Benjamin hace al menos tres años circula por el exilio europeo tras la llegada de Adolf Hitler al poder; su situación es precaria y no hará más que agravarse en los años venideros. El resultado de ese pedido del Instituto es el hoy célebre exposé llamado «París, capital del siglo xix». La leve contradicción del título, donde una ciudad no es capital de un país sino de un siglo, no es azarosa. Habla de aquella dialéctica que Benjamin había aprendido en los textos de los románticos. La teoría del conocimiento implicada en este proyecto estaba ligada al libro sobre el Barroco, en el que Benjamin había esbozado una gnoseología alternativa. Allí, la verdad estaba íntimamente emparentada con el lenguaje y la unidad de los saberes posibles tomaba una forma clásica en la filosofía: la mónada.

Esto nos recuerda que, ya hacia 1924, Benjamin había establecido una suerte de unidad elemental del conocimiento, que más tarde reaparecerá bajo otro nombre en sus escritos. Esas mónadas eran unidades múltiples y capaces de contener en sí el todo de un mundo, eran discontinuas respecto de las otras y formaban un mosaico, como lo harán los fragmentos de citas en el manuscrito sobre los pasajes de París. El libro del Barroco también había señalado que el tiempo de las obras de arte no coincide con el de la continuidad. Años más tarde, estos elementos se combinarán en un concepto algo misterioso: el de imagen dialéctica. Esta será la unidad del saber de la historia. Sin embargo, debemos tener presente que lo que hacemos aquí es una reconstrucción. Los esfuerzos de Benjamin por disponer de un aparato conceptual estable no se vieron satisfechos, para pesar de Adorno, quien lo reclamó en repetidas ocasiones. En el renombrado exposé de 1935, Benjamin al menos ha conseguido deslindar problemas y quitarse el manto de sospecha de lirismo que cubría el primer proyecto de los pasajes. Ha encontrado el modo de vincular aquella figura arquitectónica dedicada a la venta de mercaderías (el origen del centro comercial de hoy) con diversas dimensiones, haciendo de esto un todo comprensible. Así, los pasajes de París quedarán ligados a las teorías de la sociedad futura por entonces en boga, a la renovación técnica de la imagen con el inicio de la fotografía, al tipo de circulación de la mercancía en el capitalismo, al mundo burgués en su configuración privada, a la poesía –de Baudelaire en su carácter de poeta moderno– y a la arquitectura urbana en su vínculo con lo político. Aquí están presentadas todas sus «cartas» para una nueva forma de la historia «cultural», aunque él mismo se hubiera resistido a tal denominación. Le siguieron otros ensayos de pensamiento marxista, el más famoso y más leído hasta hoy, su denuncia de la caída del aura en la obra de arte y, al mismo tiempo, su entronización del cine como salvación de la cultura de masas: el ensayo sobre la reproductibilidad, que terminó de redactarse en 19365.

A fines de esa década, poco antes de la puesta por escrito de las 18 tesis y ante la sospecha de que el monstruoso Libro de los pasajes, que seguía alimentándose de citas en la Biblioteca de París, jamás sería saciado, Benjamin intentó redactar el capítulo correspondiente al poeta Baudelaire. Una primera versión fue rechazada por el Instituto de Investigación Social que, en 1938, seguía apoyando a Benjamin materialmente en la distancia, desde EEUU. Como intento de ligar al poeta Baudelaire con la estructura social y política de su tiempo, Adorno juzgó la argumentación de este texto –en carta desde Nueva York– al menos como mecánica, si no ingenua. La revisión, de corte mucho más especulativo, fue recibida con honores por el Instituto. Se trata del célebre ensayo «Sobre algunos temas en Baudelaire». Benjamin se enteró del entusiasmo en la acogida del texto por carta, alojado en un campo de detención francés al que habían sido llevados los «alemanes de París» y alrededores una vez declarada la guerra, sin importar que fueran refugiados y perseguidos. Desde entonces, serán pocas las buenas noticias que las cartas habrían de anunciar. El presente estaba mostrando toda la fuerza negativa que había ido reuniendo en los últimos años. Y Benjamin, que había meditado tanto sobre el carácter de la contemporaneidad, habría de poner por escrito sus conclusiones en las tesis sobre la historia, que no vive sino gracias al presente.

Tiempo, historia, actualidad: las tesis

Hemos comenzado diciendo que en una filosofía de la historia hay siempre una filosofía del tiempo, y no solo del tiempo pasado. Ya desde un principio en sus escritos, Benjamin había esbozado la posibilidad de que hubiera diversas temporalidades, «órdenes», formas del transcurso y de la detención, donde a veces prevalece lo humano, a veces el mito, a veces lo divino. Un texto como el «Fragmento teológico-político», de 1921, que no ocupa más de una página, nos señala hasta qué punto ciertas líneas de las tesis de 1940 estaban ya prefiguradas hacía 20 años, y acaso antes. Se habla allí de un tiempo mesiánico que «redime» el tiempo de los sucesos históricos, pero solo en su fin; lo divino, la trascendencia, está «fuera del tiempo». Eso no lo hace necesariamente eterno ni verdaderamente capaz de introducirse en los asuntos humanos, pero existe algún cruce y algún contacto.

¿Qué son estos tiempos diversos, estas continuidades rotas, esas unidades dialécticas que contienen el presente y el pasado como en una mónada? Toda una geografía conceptual se extiende en esta serie de textos, que dará pie al compendio de las 18 tesis.

La primera –recordemos– abre con una imagen. La importancia de la imagen en Benjamin incluye también el lenguaje metafórico, el uso de símiles y pequeñas narraciones que dan a su pensamiento, junto con la construcción propia de su estilo, un aire «esotérico». Su amigo Scholem, quien se convertiría en el mayor experto en cábala del siglo xx, desde temprano lo definió de ese modo. Es cierto, Benjamin era amigo del secreto. De las imágenes que acuñó, la de la primera tesis es quizá la más célebre, junto con la del ángel del cuadro de Paul Klee, que se convertirá en la tesis 9 en el ángel de la historia.

En la primera tesis, Benjamin dice que en la partida que el materialismo histórico juega contra sus enemigos, existe un truco. Esto es comparable a lo que ocurría con un famoso autómata. Lo que parecía un muñeco inteligente que jugaba partidas de ajedrez contra cualquier contrincante era en verdad comandado por un enano invisible o, mejor dicho, que se volvía invisible por un truco. En la filosofía, el muñeco jugador de ajedrez es el materialismo histórico y el enano que lo comanda y que nadie debe ver es la teología. Este «regreso» de lo religioso o trascendental es un argumento inadmisible para la teoría y el ejercicio político del marxismo, y por eso esta tesis ha generado perplejidad en tantos de sus lectores. Sin embargo, hemos visto que esa convivencia entre el orden profano y un orden «otro», u otra forma del tiempo, estaba desde los comienzos en el pensamiento de Benjamin. Solo que en otras combinaciones, y con otros nombres.

En estas tesis de 1940, que Benjamin escribió sin intención de publicación, es posible reconocer al menos dos enemigos declarados, uno teórico y el otro político, aunque la distinción es vana y las propias tesis se encargan de ponerlo en evidencia. Puesto que se trata de una filosofía de la historia, es comprensible que lo primero sea identificar al contrincante dentro del propio campo. Benjamin ataca entonces al historicismo, que en parte puede identificarse con la escuela historiográfica alemana del siglo XIX (Leopold von Ranke, Johann Droysen) y en parte con la concepción ilusoria de confianza en el hombre que ese siglo había cultivado, ya prefigurada en el concepto de progreso forjado por el siglo anterior y tan presente en Kant. Esta idea de progreso había sido claramente solventada luego por la filosofía de Hegel, rasgo que, en cierta medida, había pasado a Marx. Es decir, era clara marca de la pretensión de una historia universal, aquella que dotaba de sentido a la vida humana como conjunto. El historicismo también se identificaba con otra ilusión, la de contar las cosas «tal como fueron», limpias de toda perspectiva de enunciación.

Esta puesta en cuestión incluía no solo la historiografía, sino también los modos de la temporalidad. Si el paso del tiempo era lineal o no, si existían ciclos, si el devenir marcaba un camino de mejoras, o más bien un camino de decadencia, o algo tercero y abierto: estas nociones habían cambiado en la cultura durante siglos. Para Benjamin, una vez pasada por el cedazo del materialismo, la respuesta ya no podía ser puramente especulativa y debía asentarse en el propio presente. En ese sentido, era política y dependía de lo que entendemos por ser contemporáneos de nuestro tiempo. Cada generación, dice la tesis 12, ha sido esperada en este mundo. Cada generación tiene una débil «fuerza mesiánica» respecto del pasado, dice la tesis 2. En cierto modo, un presente «abre una ventana» hacia un pasado en particular, y esa oportunidad de conocimiento de lo acontecido se pierde una vez que la configuración del presente que la hace visible ha dejado de existir. Pero ¿cómo es posible que un conocimiento que pretende validez sea pensado como efímero? ¿Lo válido no es precisamente lo fijo y lo que permanece? La tesis 5 incluye una cita que Benjamin juzga como representante del siglo XIX: «La verdad no se nos escapará». Esto hacía referencia a la confianza de ese siglo en la permanencia de lo que ha sido y de la historia que lo narra, aquella que se compone a fuerza de revisar los archivos y sus fuentes fijas. Pues no, dirá Benjamin al acudir al concepto de «ahora de cognoscibilidad», es decir, al carácter instantáneo de la oportunidad del conocimiento. El pasado es efímero, y si el historiador materialista, y con él toda su generación, no asume el trabajo de salvataje, entonces se perderá. Y con ese pasado, los destinos de los oprimidos y los de quienes, hasta ahora, no han tenido una historia. Esto implica una transposición que, en su sutileza, no siempre ha sido reconocida. El materialismo histórico, aquí, está para salvar el pasado. ¿Simplemente? ¿Es este salvataje lo único de revolucionario que puede ofrecer?

La respuesta es negativa, a juzgar por la importancia que adquiere el presente; que la historia se construya desde el hoy implica una política. Por eso, el otro contrincante de las tesis es lo que Benjamin identificaba como la «socialdemocracia», aquel movimiento que adecuó su concepto de presente a un concepto fallido de historia. Dice la tesis 8: no cabe la sorpresa ante la barbarie de este siglo xx, no cabe el escándalo al comprobar que esta barbarie (Hitler) sea posible a esta altura del devenir histórico. Ese concepto de historia falso –el del progreso– permitió las malas decisiones políticas de sus contemporáneos. La otra falsedad política de los enemigos del fascismo fue no haber reconocido el rol del proletariado, tal como lo había planteado Marx. En este sentido, Benjamin parece totalmente alineado a la convicción de que, sin el comunismo, sería imposible frenar a Hitler. La historia –aunque no toda la historiografía– le dio la razón.

Esta trama de oposiciones presentadas por las tesis está asociada, como hemos dicho en un principio, a una teoría del tiempo, teoría que nunca fue sistematizada y que tuvo diversas estaciones en el pensamiento de Benjamin. Ensayemos, para terminar, una descripción de sus contornos. Sin ella, el autómata de la primera tesis conservará su misterio.

Tradicionalmente, se han concebido dos formas del tiempo y su dirección. Según la primera, la historia humana es de decadencia. Lo más remoto se identifica con una época de oro, y el presente es de barro. Simplificando, podemos decir que la ideología del progreso abreva en la concepción contraria: el pasado lejano como lo primitivo y negativo, el futuro como lo desarrollado y pleno. Marx participó de esta ideología del progreso, heredada de Hegel. En Benjamin, es reconocible la primacía de la primera forma de entender la dirección del tiempo. ¿Cómo combinarlas? El libro del Barroco ya había investigado la concepción de un presente atado al régimen de la perdición. La tesis del ángel de la historia solo lo confirma: la historia es una acumulación de ruinas, y desde el paraíso (ahistórico) sopla la tormenta llamada progreso, que no deja que el ángel se detenga y cumpla con su trabajo, que debería ser redimir el pasado. Estas «figuras de la decadencia» son visibles en más de un concepto de la obra de Benjamin. Pensemos en la «pérdida del aura», propiciada, en el caso de las artes visuales, por la irrupción de la fotografía durante el siglo xix en un ámbito dominado, hasta entonces, por la pintura tradicional. Esa pérdida del aura echaba por tierra siglos de una forma algo sacral con la que se identificaba el arte. También el diagnóstico de una declinación en nuestra capacidad de narrar, tal como lo planteaba el texto «El narrador», de 1936, indica un proceso de decadencia. La melancolía traduce en el ánimo del ser humano, en términos de sentimiento, la misma constatación. Pero Benjamin no sería un pensador dialéctico si no encontrásemos también el movimiento de signo contrario. Ante la caída del aura en la obra de arte, el cine es elevado como esperanza para un arte revolucionario. El teatro de Brecht, con su moderna técnica, fue interpretado en términos similares. También lo «nuevo» del movimiento surrealista, aunque rara vez ponderado en el plano estético, significó para Benjamin la configuración de otro tipo de experiencia, que él había reclamado, joven, a Kant. Frente a todos estos ejemplos, debemos señalar la antigua idea de redención, que es la figura de la esperanza por excelencia. Pero ¿pertenece este futuro de la redención realmente al tiempo humano? Sí y no. Estamos en el campo minado de la dialéctica. La idea de «utopía» bajo ese mismo nombre –no-lugar– cae en la contradicción de quitarla de los lugares del mundo. La pregunta –antigua y acuciante– es la de entender qué espacio ocupa lo posible en nuestras vidas y hasta qué punto eso posible es factible y humano.

Esta dimensión cósmica, de los grandes órdenes y de los grandes tiempos, tiene su expresión también en lo particular. Así, la propia persona del «historiador materialista» se convierte en vehículo del pasado, tal como Benjamin había aprendido de Proust y el modelo cognitivo de En busca del tiempo perdido. Lo cósmico se une, así, a lo minúsculo. Y en esta dimensión también muestra la ineficacia de las viejas categorías de la historia. El tiempo pasado ya no puede concebirse formando cadenas vacías que han de ser llenadas por «hechos en sí», ligados por causas y consecuencias, como había imaginado el historicismo del siglo xix. Si somos capaces de recordar, es en lo colectivo por el calendario, y en lo personal por aquel proceso entre automático y temido que Proust graficó en la escena de la magdalena, en el primer tomo de su Recherche. La teoría de Benjamin es su contracara filosófica. «Yo habitaba en el siglo xix como lo hace un molusco en su caparazón, que ahora tengo ante mí como una caracola vacía. La sostengo contra mi oído. ¿Qué es lo que oigo?», se pregunta en Infancia en Berlín.

Todo ese largo siglo de consagración del capitalismo y del sistema del mundo tal como lo hemos conocido hasta hoy ha hablado al oído de Benjamin en diversos de sus escritos. En su pensamiento, el trabajo del concepto –para decirlo en palabras de Hegel– fue a la par del trabajo del arte y el trabajo del yo. Así se unen la dimensión cósmica, la política y la estética. Esas múltiples dimensiones lo ligaron diversamente al presente. Ahora vemos cómo su vida pudo convertirse, en su particularidad, en una imagen completa del destino de una época. Esa es la «imagen dialéctica» que reúne, como unidad fundamental de la historia, un núcleo particular y temporal, efímero si se quiere, con otro transcendental, que sobrepasa la circunstancia de su origen. Como el autómata. Esta imagen dialéctica se llama Walter Benjamin.

Y, sin embargo, Benjamin no necesita rescate; es un autor leído y comentado desde hace al menos 50 años. La tentación es encerrarlo en la cápsula del conocimiento. Esto, recordemos, es la garantía de su neutralización. Las denuncias de la primera mitad del siglo XX, que Benjamin hizo propias, fueron en parte resueltas por el éxito de la segunda mitad. El fascismo fue vencido. Pero otras regresan, o las mismas en nuevas formas. O en otros lugares, fuera de la Europa exitosa. ¿Qué hacer? Benjamin se preguntó hasta qué punto la política podía ofrecer a sus contemporáneos una «actualidad integral», esa que tenía todo el pasado dentro de sí, redimido. Aunque solo fuera como marco de acción. Para ordenarse según esta idea, hay que recordar, sin embargo, como seres particulares y como seres colectivos que somos, que la verdad mantiene su carácter efímero. Es decir: si no hacemos algo, se nos escapará. Y eso nos entrega aún más a la urgencia, y esta urgencia es acaso el único modo del presente que vale la pena reivindicar.

Notas

1. W. Benjamin: Tesis sobre la historia y otros fragmentos, trad. de Bolívar Echeverría, Itaca / UACM, Ciudad de México, 2008.

2. W. Benjamin: Origen del Trauerspiel alemán, trad. de Carola Pivetta, Gorla, Buenos Aires, 2012.

3. W. Benjamin: Diario de Moscú, trad. de Paula Kuffer, Ediciones Godot, Buenos Aires, 2019.

4. L. Aragon: El campesino de París, trad. de Noelle Boer y María Victoria Cirlot, Bruguera, Barcelona, 1979.

5. W. Benjamin: «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» en Estética de la imagen, La Marca, Buenos Aires, 2015.

Mariana DimópulosMariana Dimópulos es ensayista, traductora especializada en filosofía alemana y narradora. Es docente de posgrado de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

 

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 289, Septiembre – Octubre 2020, ISSN: 0251-3552

About The Author

Deja una respuesta