Hollywood ya no puede satisfacer las inmensas necesidades de programación de las plataformas de streaming.

Este texto recoge la ponencia que presenté hace una semana en el Vigésimo Primer Encuentro de Críticos de Cine de Colombia, organizado por el amigo Germán Ossa. Fue un nuevo y fructífero encuentro digital con los colegas neogranadinos.

En los últimos años la producción audiovisual en el mundo ha crecido y se ha diversificado de manera extraordinaria y, casi automáticamente, las formas de acceder a esa producción son cada vez más ilimitadas. El presente de la imagen y el sonido es sorprendente.

Hace 20 años, en los albores de este siglo, se especulaba en los centros de producción de EEUU que poco a poco las cabinas de proyección de las salas iban a desaparecer y que las imágenes y los sonidos que apreciaríamos en las pantallas provendrían de un satélite que borraría las fronteras nacionales. Es decir, tener un Directv en la sala de cine, por decirlo de una manera inexacta. Era el futuro de la globalización audiovisual. Bajo la hegemonía de Hollywood.

Desde luego, dos décadas atrás los analistas pensaron que las salas de cine seguirían existiendo como una de las piezas claves de la cadena de valor de la industria audiovisual, aunque ahora de forma digital. Ya no se escucha el sonido de los proyectores ni se rompen las copias por tanto uso. Se acabó la era de Cinema Paradiso.

Pero nadie supuso que hoy transitaríamos los confusos caminos de la pandemia, la cuarentena y el distanciamiento social en escala planetaria. Mucho menos era previsible en aquellos días que durante siete meses continuos de 2020 veríamos películas y series, deportes y oficios religiosos, discursos políticos y conciertos, noticias y consultas médicas, sesiones académicas y reuniones de negocios, sin salir de casa. La pantalla de una laptop, el teléfono inteligente y el televisor del salón familiar se han convertido en nuestras vías de acceso a la mayor cantidad de data disponible. Se realizó la consagración del streaming. La consolidación de Netflix, Amazon Prime, Directv, HBO Go y otras plataformas de transmisión nos trajeron el mundo a los hogares, sin distingo de riquezas o clases sociales. Hasta en los estratos más bajos Internet ha calado, aunque sea desde cibercafés.

En esa data hay que incluir al cine o lo que prefiero llamar el hecho cinematográfico porque este se refiere a algo más que una película. Es arte, industria, comunicación, todo dentro de un proceso complejo y heterogéneo que se expande en el orbe. Y, sobre todo, debo enfatizar el papel de la percepción de ese proceso. Sin límite alguno. Hay productos para todos. Desde los héroes de Marvel y DC esparcidos por todo el mundo hasta la irrupción del cine surcoreano en los mercados occidentales. Se torna difícil definir las rutas de esa percepción. En las plataformas de streaming —a diferencia de las salas de cine de hace treinta o cuarenta años, cuando la producción de Hollywood hegemonizaba los mercados— se encuentran producciones de todas partes del mundo.

A principios de los años noventa, Richard Schickel —a la sazón crítico de la revista Newsweek— contemplaba en varios textos teóricos que el dominio de la producción de Hollywood en escala planetaria se debía a la unificación de los códigos de percepción, impulsada por la propia industria para homogeneizar el impacto comunicacional. Definió así el perfil del espectador unificado. La llamó ‘Mr. Nobody’. Ese ‘Señor Nadie’ podía estar en Seattle, Chicago o Atlanta, pero también en Budapest, Estambul, Ciudad de México, Osaka, Caracas, Manila, Nairobi… o en Pereira. Más allá de las diferencias nacionales, étnicas, religiosas, culturales o socio-económicas, el llamado ‘discurso dominante’ confeccionó a su medida su propia audiencia. En esa época, Schickel calificó como perversa la globalización del cine. No le faltaba razón.

No obstante, era imposible que el respetado crítico norteamericano previera que esa misma globalización perdería su condición homogeneizada en pocas décadas. Sin duda, la industria más importante —en términos económicos— sigue siendo la de Hollywood, pero hoy no tiene la capacidad de ofrecer producciones que satisfagan las desmesuradas necesidades de programación de las plataformas de streaming. Puede alimentar las salas en el planeta —con suerte desigual en las taquillas— pero la demanda del producto audiovisual ha crecido de manera insospechada. Todo gracias a Internet.

Desde hace años, las nuevas generaciones se acostumbraron a ver cine en páginas como Cuevana3 —ignorando los derechos de autor y la compra del boleto— de manera directa y personal, usualmente en la pantalla del laptop. Hoy son muchas las páginas web con una oferta cinematográfica desbordante, con títulos de todos los géneros, temáticas y nacionalidades. Desde luego, hay mucha basura pero también obras de indudable calidad.

Los tiempos cambian para la crítica

Permítanme este tono más personal. Cuando comencé a escribir sobre cine en el dominical Suplemento Cultural del diario venezolano Últimas Noticias, en 1974, y luego en mi columna diaria ‘Cámara lenta’, desde 1977, de El Nacional, comencé a establecer un vínculo con el lector exigente que iba más allá de la farándula y le interesaba el cine como creación. Desde su fundación en 1943 El Nacional se convirtió en el diario de la cultura y de los sectores intelectuales venezolanos. Sin embargo, entendí que en un medio de circulación masiva no podía escribir simplemente “la película de Bergman” sino “la película del director sueco Ingmar Bergman”, para garantizar la comprensión cabal del lector. Siguiendo las recomendaciones del veterano periodista, escritor y crítico de cine argentino Tomás Eloy Martínez —“en cada línea una información y en cada párrafo una reflexión”— logré establecer un vínculo efectivo —y afectivo— con mis lectores. Luego analicé películas en programas de televisión y en radio, utilizando el mismo criterio.

Cambié el tono cuando comencé a escribir en la revista Encuadre, especializada en cine y fotografía, editada en los años ochenta por el Consejo Nacional de la Cultural. El lector de la revista definió el lenguaje de la crítica. No hacía falta escribir “la película del escritor sueco Ingmar Bergman”. Simplemente Bergman.

Cuando escribí ‘Memoria personal del largometraje venezolano’ en Panorama histórico del cine en Venezuela (varios autores, Fundación Cinemateca Nacional, 1998) y Cine, democracia y melodrama: el país de Román Chalbaud (Editorial Planeta Venezolana, 2001) trabajé con un lenguaje más amplio y más libre. Para conocedores del cine venezolano.

Con la llegada del nuevo siglo y el arribo de Internet, las condiciones de la crítica cambiaron. Ya no se trataba de establecer una relación con un lector de periódicos o revistas, de televisión o radio, sino de un navegante que borraba las fronteras a través de la web. La sed de conocimiento fue más allá de los países, los idiomas, las culturas y el cine fue un importante protagonista. La crítica también cambió.

Cuando la creación de contenidos para la red dejó de ser un asunto de especialistas, surgió en 2005 la gran ola de los blogs, es decir, las páginas web personales. Algo así como la democratización de Internet. Se decía que cada día nacían 300 blogs y que al día siguiente cerraban 350. Hubo blogs de todo tipo: autoayuda, literatura, gastronomía, política, etcétera, y también cine. Esa identidad definió un nuevo lenguaje entre el analista y sus lectores, con un feedback inmediato.

En 2002 abandoné mi columna en El Nacional y, tras unos años de descanso, fundé en 2006 Ideas de Babel como un blog de cine personal pero pronto —con los artículos de amigos y colegas— se convirtió en un portal de literatura, teatro, cine y, desde luego, política, en la Venezuela de Hugo Chávez. Mucho más completo como medio y con la participación de varias firmas importantes. Dejó de ser ‘el blog de Alfonso Molina’ y se convirtió en ‘el valor de la crítica’. Y no solo de cine.

En el mundo y en América Latina surgieron portales dedicados al análisis de películas y de los hechos y procesos cinematográficos. Algunos son expresiones digitales de medios físicos tradicionales. Pero la tendencia es cada vez más virtual. El viejo lector de la prensa tradicional nacional ha dado paso a los navegantes en busca de contenidos… en cualquier lugar del mundo. Surgieron portales de gran calidad, otros no tanto. No dejo de visitar www.elespectadorimaginario.com o https://www.elantepenultimomohicano.com.

Hoy escribo sabiendo que mi lector está en Caracas, pero también en Bogotá, Buenos Aires, Lima, Madrid, Miami, Santiago, etcétera. Se acabó el localismo. Viva la universalidad.

Las redes sociales

En febrero de 2004, Mark Zuckerberg no sospechaba los alcances que Facebook iba a ejercer en el mundo, sobre todo en los sectores más jóvenes. Fue el punto de partida para la expansión de otras redes sociales como Twitter, Instagram, WhatsApp, Tik Tok, los canales de Youtube o PrivateCore. A través de ellas se forjan amistades, se identifican afinidades, se crean grupos con intereses similares, pero también se pueden crear tendencias de opinión, impulsar un negocio, atacar a un candidato presidencial o estimular el odio xenófobo. Las redes sociales se revelaron como los instrumentos fundamentales en la formación de opinión pública. Y el análisis cinematográfico no ha sido ajeno.

Se puede publicar una crítica en Facebook y establecer grupos de chateo. Igual sucede en WhatsApp o en Twitter o en Instagran, aunque en estos últimos los argumentos de la crítica lucen más precarios. Pero pueden establecer vínculos digitales con otras páginas web con el texto completo.

Donde se ha desarrollado más esa formación de opinión son los canales de Youtube, donde abundan críticas de gastronomía, letras, artes escénicas, artes plásticas, economía, política… y cine. Son opiniones individuales, grabadas en video, difundidas en cualquier parte y a cualquier hora. No se les llama analistas de películas o series sino influencers. Estos ‘influenciadores’ han establecido comunidades de seguidores que siguen sus opiniones aunque no alimentan el debate crítico. Hay poco intercambio de opiniones.

El análisis sobre el hecho cinematográfico continúa en los viejos y nuevos medios. No ha concluido. Más bien se ha ampliado y, algo muy importante, ha escapado a las limitaciones que Hollywood imponía dos décadas atrás. Es un aporte a la libertad creadora.

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