En los últimos 20 años han ocurrido en el país más de 300.000 homicidios que han quedado, en su gran mayoría, impunes.

Decidir cuál podrá ser el país más letalmente violento de nuestra América es algo que interesa, por supuesto, a esa disciplina que es aporte distintivo de Colombia a las ciencias sociales durante el siglo pasado: la violentología.

Al mismo tiempo, las muchas oenegés y los contados organismos multilaterales que registran y denuncian la extendida y perenne violación a los derechos humanos en nuestra región han desarrollado y afinado metodologías orientadas, en principio, a enjuiciarla y castigarla merecidamente en el algún día de las cortes penales internacionales. Su lenguaje nutre los lugares comunes del periodismo y el habla coloquial del continente.

Sin embargo, para quien no estudia profesionalmente la violencia, sino que la padece por el mero hecho de vivir en alguna de nuestras capitales, saber qué país encabeza la estadística de los ametrallamientos, las decapitaciones y ahorcamientos puede parecer, si no inútil, ciertamente morboso.

Guardo memoria de la discusión entre funcionarios diplomáticos de varias de nuestras naciones que presencié una noche en una terraza caraqueña, hace ya tiempo, todavía en la prehistoria del socialismo bolivariano del siglo XXI.

Los diplomáticos eran todos gente muy cortés, se conducían con exquisito apego a la etiqueta que era de esperar. Para mi sorpresa, encabezar la lista de superlativos de la matazón y el desmoche ejemplarizante de cadáveres parecía ser para muchos de ellos un punto de honor nacional.

“Me va a usted a perdonar —decía uno— pero mi país es mucho, muchísimo más violento que el suyo”.

La tertulia, al principio muy cordial, se deslizó rápidamente hasta un duelo de pullas entre dos de los diplomáticos. Todo muy salonnard y muy witty. Pero cuando, blanda y condescendientemente, uno dijo: “¡Qué va! ¡Por favor! No me venga con eso: sus violentos son todavía unos inocuos inocentes comparados con los nuestros…” el otro cogió candela, se formaron bandos, se alzaron las voces y la anfitriona debió intervenir con energía y disolver el tema.

Desde comienzos de este siglo, más de 40% de los asesinatos del planeta ocurren en América Latina, donde apenas somos poco más de 8% de la población mundial.

La tasa de homicidios en EEUU, patria del francotiroteo mortífero en escuelas, oficinas postales y centros comerciales, es desde hace años lo menos cinco veces más baja que el promedio latinoamericano. Todos los estudios disponibles coinciden en que Brasil, Venezuela, Colombia, El Salvador, Honduras, Guatemala y México son los países más violentos. Y todos coinciden en que, aparte la pobreza, la desigualdad, el narcotráfico y el comercio indiscriminado de armas, el inflamante común es la impunidad.

En países como Venezuela, siempre destacado por su elevadísimo índice de impunidad, “se mata porque se puede”, tal como afirmaban hace solo tres años, Alejandra Sánchez Inzunza y José Luis Pardo Veiras, investigadores y autores de un libro-fuente sobre el narcotráfico y violencia en nuestra región.

En mi país, según acreditados observatorios de violencia, 99% de los homicidios cometidos en un año cualquiera del presente siglo han quedado impunes y muchísimos de ellos —esto incluye, desde luego, los feminicidios— no son siquiera investigados.

El Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia (Cesij), de la Universidad de las Américas, en Puebla, señala en su informe de este año “la situación que enfrenta la región debido a las protestas sociales, y la respuesta que varios gobiernos han tenido frente a ellas”. La represión de la protesta social ha dado, justamente, ocasión a la mayoría de las violaciones a los derechos humanos que tan escalofriantemente desgrana el informe sobre Venezuela de la Comisión Independiente destacada por la ONU.

Una de las razones por las que este informe no será fácilmente soslayado estriba en la pormenorizada casuística que difunde el documento. En virtud de una muy circunstanciada singularidad, cada una de sus historias mueve a compasión y solidaridad con las víctimas y sus dolientes.

Al leer ese muestrario de iniquidades —describe torturas y masacres— no puede uno sino pensar en quiénes han podido llevarlas a cabo y abismarse al constatar la cantidad de gente que la dictadura ha podido reclutar para echar adelante lo que, incontrovertiblemente, es una política de Estado terrorista y asesina.

En virtud del misticismo patriotero común a todas las naciones, los venezolanos se han pensado siempre a sí mismos como una nación de ruidosos, festivos caribeños que rinden hospitalario culto a la convivialidad.

Reconozco esos rasgos en mí mismo y en mucha de la compatriota gente que quiero, pero también advierto que, como afirma el acreditado Observatorio de Venezolano de Violencia, en los últimos 20 años han ocurrido en el país más de 300.000 homicidios que han quedado, en su gran mayoría, impunes. No todos, por cierto, tienen origen en la violencia política. Hablamos, pues, también de 300.000 asesinos.

Tal mortandad sin consecuencias penales ha terminado por infundir en demasiada gente apacible una estuporosa indiferencia ante el asesinato. Cruzar el umbral que separa a un ciudadano de ordinario apacible y sin antecedentes de un asesino se ha tornado cada día más fácil.

Toda esta reláfica sobre la violencia sin sentido se me impuso porque la semana pasada mataron en Caracas, de dos tiros y de un segundo a otro, a Daniel Torres, llamado El Gordo. De su inteligencia, su invencible sentido del humor y su bonhomía han dado fe desde entonces los innumerables desconsolados corresponsales extranjeros que en los últimos años se han visto destacados en Venezuela.

El Gordo era un fixer: esa inefable mezcla de guía nativo, viviente interfaz con infusa ciencia periodística, chófer y ángel guardián sin la que ningún corresponsal puede siquiera soñar con hacer tu trabajo en tierra extraña.

Al evitar caer en un bache, rozó sin querer con su viejo automóvil la carrocería de otro vehículo. Estalló un altercado con el otro conductor quien le disparó a la cabeza antes de darse a la fuga. “Causa baladí y motivo fútil”, reza la fórmula del Código Penal.

Un homicidio más, fruto de la discordia y la impunidad deshumanizadoras que en solo veinte años han hecho de nosotros una nación de asesinos.

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