Las protestas por la paz se reproducen en Colombia. Foto de Joaquín Sarmiento / AFP

Hay más masacres que semanas en Colombia. El domingo último, ocurrió la matanza sesenta, cuando este 2020 —que parece viejo desde enero— apenas se asoma a la semana cuarenta.

El parte es similar a los otros cincuenta y nueve: hombres con armas largas dispararon y lanzaron una granada. Varían las locaciones —una local de riñas de gallos del municipio Buenos Aires, vaya ironía, en el Cauca, al suroeste del país, en este caso—. Y también varía el saldo: el de este domingo se cobró seis vidas. Una de tantas, de un menor de edad.

Hasta fines de agosto, y en cifras aportadas por el propio presidente colombiano, Iván Duque, las masacres causaron 188 muertes, que hay que sumar a la larga espiral de violencia cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo pasado.

Se parecen hasta las reacciones: la Defensoría del Pueblo recuerda que desde hace cinco meses, unas 20 semanas, alertó de la creciente violencia; el alcalde de Buenos Aires habla de ‘barbarie’ y el general que comanda la tercera división del Ejército apunta su dedo certero contra una disidencia de las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) que se hacen llamar ‘Jaime Martínez’.

Este año 2020, a pesar de la parálisis por la pandemia, la violencia repunta: con sus masacres que siembran terror y los crímenes selectivos que eliminan rivales o desaparecen amenazas o ambas cosas a la vez.

El 24 de noviembre próximo hará cuatro años de la firma del Acuerdo de Terminación Definitiva del Conflicto entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Farc, la más longeva de las guerrillas del mundo occidental. El exmandatario colombiano recibió en ese 2016 el Nobel de la Paz pero su país aún busca esa paz extraviada, tras seis o siete décadas de conflicto interminable, que muta, que cambia de actores y de objetivos pero persiste en la violencia.

Control de territorios

“Hay diferentes razones por las que uno puede decir que se han dado las masacres. Hay una dinámica violenta sobre el control de los territorios, particularmente de aquellos donde quedó un vacío de poder después de la desmovilización de las Farc”, dice, de entrada, Mery Rodríguez, comunicadora, investigadora y pedagoga vinculada al Observatorio para la Paz.

Las Farc eran autoridad en muchos lugares de la vasta Colombia donde el Estado —subrayará una y otra vez Rodríguez, que ha dedicado toda su vida adulta a la construcción y resolución de conflictos— “no ha tenido presencia”.

Los acuerdos de La Habana —donde transcurrió la mayor parte de los diálogos entre el gobierno y los mandos de las Farc— estipulan mecanismos para que el Estado colombiano se hiciera presente en esos territorios.

“No solo en términos de seguridad con destacamentos policiales y del Ejército, sino seguridad en el acompañamiento del derecho de las personas, mediante programas como el de sustitución de cultivos (de coca) y enfocados en el desarrollo territorial para reemplazar la fuerza que estaba presente con un Estado que imponga la lógica institucional de protección a las personas, que da incentivos para que funcionen cadenas de producción legales y donde las personas tengan acceso a educación, vivienda, salud, etcétera”.

¿Y eso ocurrió —ocurre— en Colombia? Rodríguez, cuando menos, lo duda. “El gobierno da cifras y muestra informes de resultados que dicen que sí, que ellos están haciendo lo que les corresponde, pero lo que están haciendo es lo mínimo. No hay un trabajo fuerte de presencia institucional y de presencia de un Estado para permitir que esos territorios salgan de las lógicas de la violencia. Porque no es esta una violencia que está basada solo en lo político… es económica, social, política, en todas las realidades…

Y en todos los territorios, en el Arauca  —en límites con Venezuela—; en Nariño, en las regiones andina y pacífica; en el  Magdalena medio; en Antioquia, en Montes de María, en el caribe colombiano.

Rodríguez apunta, además, que hace 20 años atrás era posible identificar con mayor precisión a los actores en esos territorios: unos grupos guerrilleros, más grandes o más pequeños; las autodefensas campesinas y unos bloques paramilitares. Ahora hay mayor atomización: disidencias de las Farc, con dos o tres frentes, el Ejército de Liberación Nacional (ELN, que ha crecido mucho); grupos paramilitares, combinaciones con grupos criminales, algunos dedicados solo al narcotráfico, otros a la minería ilegal, y aunque el narcotráfico parece mas evidente, los recursos minerales, como el oro, tienen una incidencia importante

—Uno con gran cinismo pudiera decir que Colombia es una bendición y una maldición en sí misma, suelta Rodríguez.

Y luego lo explica. Colombia, dice, es un país que tiene todas las posibilidades. Lo que siembras, produce: el subsuelo está lleno de minerales, de hidrocarburos, tiene agua en abundancia, vegetación muy diversa, montañas, ríos, nieves, salidas y entradas por los dos océanos… «y esa bendición hace que sea más apetecible para las acciones ilegales», remata la investigadora y pedagoga.

Pero —y es un pero que hace más complejo el problema— a Colombia le ha costado tener la posesión absoluta de su exuberante e inmenso territorio. «En nuestra historia como república hemos tenido grandes dificultades para pensarnos como un  país unido. Colombia es muy centralizada y mucha de la violencia se da en poblados y veredas que viven una realidad absolutamente lamentable, en términos de violencia armada y del abandono del Estado».

—Lo que se llama la ruralidad dispersa, los lugares más profundos, ahí no ha llegado el Estado ni ha habido control del territorio ni cohesión de nación y tampoco los gobiernos han tratado de llegar allí, y de dar garantías del cumplimiento de los derechos a las personas. Es un país, en fin, bogotacéntrico…

Los actores violentos de la actualidad parecen desprovistos de contenido ideológico y también de tener como meta el control del poder central: buscan dominar territorios y recursos, tanto en la selva, como en los ríos, en las entradas y salidas de personas y mercancías. Rodríguez cuestiona, además, la forma cómo el gobierno del presidente Iván Duque ha encarado este recrudecimiento de la violencia.

Protestas por las masacres. Foto de Mauricio Duelas Castañedas / EFE

¿Homicidios colectivos o masacres?

Por un lado, llamando ‘homicidios colectivos’ a las masacres que, de acuerdo con las organizaciones de derechos humanos y las que trabajan por la paz, esa categorización es «irrespetuosa» para lo que está pasando. «Las masacres», apunta Rodríguez, «son perpetradas por grupos que tienen objetivos claros, son crímenes contra la humanidad, que tienen una lógica y consecuencias distintas».

El propio presidente Iván Duque ha usado el término de ‘homicidios colectivos’.

A fines de agosto el mandatario se refirió a que mucha gente estaba hablando de que «volvieron las masacres, volvieron las masacres» y él corrigió la denominación. «Son homicidios colectivos y, tristemente hay que aceptarlo como país, no es que volvieron es que no se han ido».

Según las cuentas del mandatario, desde 1998 han habido en Colombia 1.361 escenas de ‘asesinatos colectivos’, 37 de los cuales ocurrieron en los dos años de su gobierno: 2%, puntualizó. El total de víctimas en esos 22 años a los que se refirió Duque suman 7.458

Por otra parte, explicar todo el conflicto a partir del narcotráfico parece para Rodríguez un análisis simplista, porque la solución sería entonces la fumigación de los cultivos. Y es, dice, mucho más complejo, porque se relaciona con dinámicas que llevan 50 o 60 años arraigadas en los territorios.

—Es profundamente irrespetuoso con las víctimas y es insuficiente para las decisiones que se deben tomar desde el poder central y obviamente le señala a Duque su responsabilidad sobre la implementación de los acuerdos de paz y sobre las garantías de la seguridad de las personas que viven en los territorios que antiguamente tenían presencia las Farc y otros actores.

¿Reivindica lo que ocurre con la ‘buena letra’ de los acuerdos de paz, cuya votación en plebiscito dividió en dos mitades casi iguales a Colombia? Rodríguez piensa que lo firmado hace cuatro años no era perfecto «pero buscó trabajar desde las causas de los conflictos en Colombia y era complejo porque obviamente pretendía solucionar problemas de gran complejidad; en fin, era una buena manera de empezar la construcción de paz».

El Estado «solo cuida a algunos»

Desde la Universidad Javeriana de Bogotá, la filósofa Martha Lucía Márquez Restrepo  —estudiosa del caso Venezuela, con una tesis doctoral en Ciencias Sociales sobre el relato histórico en el gobierno de Hugo Chávez— coincide con Rodríguez al documentar como los denominados GAO (Grupos Armados Organizados) han sustituido la presencia de los viejos grupos guerrilleros «desde hace buen rato».

«Estos Gaos, como los llamamos, se apoderaron de los territorios y entraron en confrontación entre ellos mismos por ese control territorial, lo que es muy visible en el departamento del Norte de Santander, fronterizo con Venezuela, pero también aplican el asesinato selectivo de líderes sociales y ambientalistas que se vienen pronunciando contra los grandes proyectos extractivos que afectan la naturaleza», explica.

Advierte, además, que estos grupos recurren también a lo que identifica como «violencia demostrativa». Hay masacres, explica, en que algunas de las víctimas pudieran no tener nada que ver, «que no estuvieran involucradas en nada pero es una violencia para comunicar ‘este territorio es nuestro’ y sembrar miedo».

Aunque confirma que el componente ideológico parece desaparecer del conflicto violento, no deja de anotar que la violencia paramilitar está asociada a la derecha, a la gran propiedad. «Pero en el fondo de lo que se trata es de controlar recursos. Antes las Farc cobraban un impuesto de gramaje a quienes cultivaban la hoja de coca. Ahora llegaron otros a controlar ese mercado, a cobrar o a apropiarse de tierras para sembrar».

Márquez Restrepo es crítica con el gobierno de Iván Duque, que califica de sectario por haber copado todos los poderes y toda la administración pública y de esa forma —a través del Ministerio de la Defensa— ha impuesto la idea de que para controlar las masacres hay que volver a la fumigación y a la erradicación forzosa, que es una estrategia distinta a la de la presidencia de Juan Manuel Santos.

—Este gobierno, frente a la cuestión de las masacres, dice que la alternativa no es que haya presencia de un Ejército que realmente defienda a la población, sino fumigar. Pero con eso no acaban con los asesinatos de los líderes sociales —añade.

Márquez Restrepo recuerda que la base del acuerdo de paz es que el Estado llegara a las regiones a construir paz territorial. «La violencia es la expresión de que el Estado no ha llegado o si ha llegado es como un Estado que solo cuida a algunos. Hay Ejército pero está allí para cuidar a las petroleras, no para cuidar a la gente».

El ministro de la Defensa colombiano, Carlos Holmes Trujillo García, exalcalde de Cali y exdiplomático, creó una unidad especial para identificar y judicializar a los autores de ‘los homicidios colectivos’. En su visión prevalece la explicación de que se trata de «los mismos masacradores de siempre y por las mismas razones».

Holmes Trujillo reiteró el uso de la expresión ‘homicidios colectivos’ y apuntó que no es para nada un «fenómeno nuevo».

@jconde64

Publicado originalmente en https://www.elobservador.com.uy/

 

 

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