Aplaudir la liberación de los compatriotas perseguidos y secuestrados, y considerar el voto como una herramienta extraordinaria de lucha democrática, no significa que la oposición deba suicidarse en primavera. Foto Reuters.

La medida de gracia decretada por Nicolás Maduro a favor de ciento diez compatriotas que se encontraban presos en las cárceles del país, en las sedes de distintas embajadas o que debieron huir al exterior, no tiene nada que ver con un indulto; y mucho menos con un gesto humanitario de buena voluntad en aras de la reconciliación nacional, tan necesaria para sacar al país del foso donde el régimen la hundió.

No puede considerarse indulto porque ninguno de esos venezolanos cometió el delito que el gobierno les imputó. A ninguno de ellos se les respetaron sus derechos humanos o se les siguió el debido proceso. A los diputados no se les aplicó el procedimiento pautado en la Constitución cuando es preciso allanar la inmunidad parlamentaria. En realidad, esos dirigentes democráticos estaban secuestrados o expatriados. Aunque el guiño hay que saludarlo y alegrarse porque esos compatriotas volvieron a estar con sus familias y seguirán luchando en las calles por recuperar la democracia, la iniciativa gubernamental hay que analizarla desde la perspectiva política, no emocional. No se trata de que el mandatario tuvo un ataque repentino e incontenible de bondad.

Nicolás Maduro tiene que darle unos brochazos de legitimidad al proceso electoral convocado y organizado por el Consejo Nacional Electoral designado por Maikel Moreno, violando a la Asamblea Nacional y al Comité de Postulaciones que esta había designado de común acuerdo con la bancada oficialista. El gobierno se encuentra aislado internacionalmente y con unas finanzas que no le alcanzan ni siquiera para mantener prácticas que merezcan el nombre de populistas. El mandatario se ve en el espejo de mayo de 2018, cuando, violentando todas las formalidades, le ordenó a la asamblea constituyente presidida por Diosdado Cabello que convocara las elecciones del 20 de mayo de ese año. Esa consulta fue rechazada por la oposición y, mucho peor aún, por la gran mayoría de los países democráticos más prósperos del mundo. Ese costo lo está pagando. No quiere volver a pasar por ese trance. Requiere que las naciones democráticas del mundo lo vean con mayor benevolencia. Que las sanciones se atenúen. Sabe que los microgrupos que conforman la Mesa de Diálogo Nacional no le sirven para cubrir las apariencias. Tampoco le dan mucho músculo los partidos que les fueron expropiados a sus legítimos líderes. Forman una hoja de parra demasiado delgada para que los factores internacionales de poder le confieran algún grado de legitimidad a la consulta de diciembre.

La decisión de Maduro representa una jugada maquiavélica legítima. Así es la política. Incluye giros sorpresivos e inesperados. Lo malo es que ha colocado a la oposición ante un nuevo disparadero. Para algunos dirigentes y analistas esa forma retorcida de invitar a participar en las elecciones parlamentarias no debe despreciarse. La gentileza de Maduro debe responderse con la misma caballerosidad. Craso error. La oposición no debe acudir  a las próximas votaciones por la simple razón de que se le estaría entregando la Asamblea Nacional al régimen en unas condiciones tales de debilidad, que no se contaría ni siquiera con el respaldo de la Unión Europea, instancia que ha pedido que la cita se aplace hasta que existan las condiciones mínimas para realizarla.

En la atmósfera impuesta por la Covid-19 no es posible que la oposición lleve adelante una campaña electoral con la mínima posibilidad de que se exprese el enorme rechazo que el país siente por el gobierno. El régimen parte con una base de 30%, conformada por quienes reciben de forma regular las bolsas clap, los subsidios monetarios repartidos a través de la banca oficial y los otros auxilios otorgados por el régimen. A Maduro, en realidad, no le hace falta iniciar una campaña para obtener la mayoría de la Asamblea. Él vive en campaña. Copó o silenció a los medios de comunicación. Domina la mayoría de los medios radioeléctricos e impresos.   Posee el control casi absoluto de la banda ancha de internet. Sus candidatos no necesitan salir de sus casas para llevar a cabo la campaña electoral. Cuentan con el respaldo irrestricto de la maquinaria gubernamental. Mucho más difícil les resulta lograr un puesto en la apretada lista del PSUV, que obtener la curul.

Ese no es el caso de los eventuales candidatos opositores. A estos el régimen les exigirá hasta costosos trajes de bioseguridad si aspiran a repartir folletos en una esquina de Caracas o recorrer una barriada popular. No podrán visitar casa por casa. Ni barrio por barrio. No podrán decirles a los ciudadanos de forma directa cuáles son las ventajas de votar y por qué ellos se beneficiarán si el aspirante demócrata de su circuito llega a la AN. Ese vínculo sensorial que el candidato a diputado opositor requiere para empatizar con el elector, no podrá tejerse. Lo más sensato, por lo tanto, es no dejarse seducir por el caramelito de arsénico entregado por el régimen. A esos comicios la oposición no debe acudir. No tiene forma de triunfar aún siendo clara mayoría.

Aplaudir la liberación de los compatriotas perseguidos y secuestrados, y considerar el voto como una herramienta extraordinaria de lucha democrática, no significa que la oposición deba suicidarse en primavera.

@trinomarquezc

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