«La poesía compensa muchas carencias, heridas, déficits psíquicos, que me ha ido dejando mi historia personal».

“Un aplauso para Armando”, pide Luna Benítez, y todos, sacerdotes, poetas, periodistas, amigos, truenan las palmas por casi un minuto en la capilla 4 del Cementerio del Este.

Finalizaría así, con honores, a las 3:00 pm del 11 de julio, el emocionante ritual eucarístico, más bien homenaje, concelebrado por cinco sacerdotes jesuitas que hablan con admiración y profundo amor del hombre de vida intensa, “que aunque abandonó el seminario siguió siendo uno de los nuestros”. El que esboza ahora una inédita expresión serena. El de los ojos cerrados. El que es ahora cuerpo en reposo junto a la virgen. “Fue un hombre tierno, y acaso la ternura es lo más cercano a la bondad”, dice el sacerdote Joseba Lazcano, de la revista SIC. Los árboles afuera le hacen delicada reverencia a su paso. Tienen un mecido quedo, nada de euforias cuando sale en hombros el poeta.

Funeral de Armando Rojas Guardia

Los amigos regados por el mundo, aferrados aún al posible regreso, le temen a la idea de volver a una ciudad sin su figura (y genio). Envían mensajes conmovedores que son la banda sonora de esta dulce despedida. Silvia llora la ausencia del hermano que siempre protegió. La propia voz de Armando Rojas Guardia resuena con visos de eternidad y se agradece las volteretas de la tecnología. Alabado seas, Señor, dice Francisco cantando, por nuestra hermana la muerte. “No te lo dije, no me atreví, porque sabía que solo sería posible la correspondencia espiritual”, susurra con voz entrecortada desde el fondo de su corazón pudoroso aquella a quien él llamó su ángel de la guarda; “pero siempre te amé infinito”, comparte Luisa Elena Calcaño su secreto, uno que sabían los cielos.

Las últimas horas serían de vértigo, pero acaso un vértigo invertido, en vez de caída sin freno hacia el abismo una peripecia que deviene acelerada aproximación hacia las alturas. Armando Rojas Guardia, en la cuenta regresiva parece cada vez más cerca no del fin sino del Amado, como lo escribe horas antes, y circula por las redes sociales que se convierten en coro y trompetas. La muerte es en realidad un cambio, y él, persuadido de que la devoción teísta conduce a la anhelada epifanía, asume el inminente desapego del cuerpo como el paso que lo devolverá al todo inabarcable donde, gracias a Dios, estará a sus anchas. Perfumado de un misticismo que embriaga su sensibilidad y roza la de aquellos que lo rodean —su paz lo rebasa, es contagiosa, la comunión es un trance compartido que se siente en la piel— mientras los amadores aparecen de debajo de las piedras y ofrecen las solidaridades necesarias en la precariedad que azota sin distingos, lo divino se le hace certeza.

Alberto Márquez, entrañable compañero desde los tiempos del grupo Tráfico, un “hermano” que desde hace 40 años habló cada día con Armando Rojas Guardia “y lo seguiré haciendo”, lo acompaña a recoger los resultados de unos exámenes médicos. Anatomía maltrecha per se la suya, organismo dilecto de las dolencias, el cuadro es de pronóstico reservado.

Descompensado, urge una tomografía, y la biopsia es una confirmación del avance de lo indeseado. Queda internado. “Pensé que se nos iría en pocos meses o tal vez semanas; no en pocos días”. El goteo de las horas tiene réplica en Valdivia, donde el filósofo Jonatan Alzuru, autor de un libro que es un diálogo con Rojas Guardia, se mantiene en vilo. También en París, donde lo evoca Celia Calcaño. Y en Buenos Aires, donde lo lee como mantra Georgina Ramírez. Natasha Tiniacos se identifica con él en Nueva York. Carlos Pérez Ariza le dedica una oración en Málaga, José Pulido lo convierte en su agenda emocional en Italia. Y así en Madrid, en Mérida, y la tierra como en el cielo. Y en toda Caracas. Flavia Pesci Feltri, Yoyiana Ahumada, Kira Kariakin, Ana María Hurtado, Graciela Yañez, Gabriela Kizer y más gentes de alas lo cobijan como una orquesta que interpreta epopeyas. El suspenso, dicen, se palpa en la plaza de Los Palos Grandes donde sorbía café y los talleristas lo sorbían a él. Estos días, confinamiento aparte, luce anémica, dirá alguien con ojo clínico. Espejo del latido del maestro cuya sangre está cada vez más dulce, un despropósito que parece poesía.

El 8 de julio a las 3:00 pm el padre Joseba Lazcano le impone los santos óleos. “Estaba lúcido y, más que resignado, lleno de entendimiento: sabía, tal y como lo escribió el apóstol Santiago, que la llamada unción de enfermos puede sanar si Dios quiere o bendecir el viaje del que es llamado; tracé una cruz con los aceites, la esencia con que se ungía a los gobernantes y reyes para investirlos, en la frente del amigo que estaba preparado”. Dos horas después perdería la consciencia hasta que el 9 de julio, cuando aproximadamente a las 10:00 pm, el hombre verbo hecho carne, hombre con Dios, revoloteo de paloma en el pecho, pasa del coma al punto y seguido. No es solo un efecto verbal, es la perennidad a la que ya pertenece. Lo hace en total quietud. Reconciliación. El médico a cargo, Samir Kabbabe, quedará abismado. “Nunca vi una expresión tan plácida en ningún otro ser en el trance de dejar este mundo, y eso que he visto morir hasta a cardenales”. Armando Rojas Guardia muere el día san Armando. Su memoria llena todo y a la vez es nueva nostalgia.

Los abrazos prohibidos son más un vacío sin la promesa del pecho cansado que empacaban camisas añosas, sin color. La ciudad que patalea contra la soledad y desdentada intenta su mejor sonrisa tropical, está huérfana. La belleza que deambula tenaz las esquinas intenta un gesto comprensivo. Armando Enrique de la Coromoto Rojas Guardia, el que caminaba con parsimonia, el de las maños regordetas y cortas, el de piel blanca, barba blanca y blanco él mismo de la incomprensión por reunir en sí mismo condiciones poco convencionales —“contengo cuatro marginalidades”, así le dice a su handicap en el discurso que da en la Academia Venezolana de la Lengua cuando ingresa el 2 de noviembre de 2015 (ese que abre diciendo: “Esto me cayó de sorpresa porque yo siempre he sido un escritor anti académico”)— es ahora esencia perfumada que impregna el aire. Amor democratizado, dispensado por la gracia del viento. También parece tener el don de disolverse en el todo o como un todo. Cosas de la fe, el escritor es contenedor y contenido.

Tales marginalidades “o también bienaventuranzas”, como dice el sacerdote Alfredo Infante, párroco de La Vega, director de SIC y quien preside la homilía, tienen que ver con su trabajo de poder ser aún si vienes de la periferia y estás desprovisto de una tarjeta de invitación o bienvenida al establecimiento; tienen que ver con sentirse excluido. “La primera es la de ser cristiano en un país en el que las élites intelectuales no conciben que un artista pueda crear desde su experiencia de fe: el asume que la sabiduría religiosa es vista hoy en día como un lenguaje arcaico, tan primitivo como un rito guarao”, lo interpreta el psicólogo Carlos Ignacio Murga en un texto publicado en la revista SIC que es citado. “El vertiginoso eclipse de la idea y la experiencia de Dios dentro del pensamiento occidental ha generado la exclusión de las voces de poetas y filósofos que se mueven en la tarea metafísica de revelar el ser de lo existente desde la fe”. Murga sostiene además que “su alma no encuentra ninguna otra pasión (filosófica, literaria, estética, sensual, práctica) que la movilice tanto como la de ser cristiano; por ello, inspirado en Jesús, Armando Rojas Guarida siempre buscaría seguir una de sus enseñanzas a la hora de escribir”. De lo que abunda en el corazón habla la boca.

La siguiente marginalidad es la de ser poeta. Que aun cuando el país cuenta con una tradición líricas importantes y podemos jactarnos de tener en un olimpo constituido por celebérrimos de autores reconocidos en medio mundo, “en la órbita de la civilización capitalista, la cual tiene como rasgo esencial la entronización de la mercancía, la poesía no se engrana dentro de ninguna cadena productiva y por ello no produce dividendos”. Otra marginalidad es la de ser paciente psiquiátrico. A este tipo de pacientes se los arrincona, persigue y encierra policialmente. A mí no se me escapa ni por un momento que el día menos pensado, cuando yo vuelva a tener un involuntario problema mental, seré perseguido, arrinconado y encerrado policialmente de nuevo.

Añádase a la lista de circunstancias que lo pondrían en la mira, en un país falocrático y machista, la homosexualidad. Armando Rojas Guardia recuerda perfectamente que, por ser un jovencito afeminado en sus actitudes y gestos, era víctima de la burla, la ofensa y el sarcasmo. Ahora que no necesito mentir encuentros deletéreos, porque el amor ya no requiere de baratos hoteles ni urinarios, ratifico sin embargo la subversión de aquel inicio, la ilegalidad de la caricias complotando contra la burocracia del placer. Pero a los catorce años descubrió —le dice a Eloi Yagüe en una entrevista— que había una zona existencial donde era aceptado, fuerte, incólume: la vida intelectual y la creación artística. La poesía compensa muchas carencias, heridas, déficits psíquicos, que me ha ido dejando mi historia personal.

Emerge entonces la creación como escudo y boya. De ese viacrucis construye un rosario creativo; en el espacio del pesar que tuerce o vence se aloja su fe y su poesía fecunda. Por eso las llama bienaventuranzas el padre Bernardo Infante en la homilía. Son también sus fortalezas. Bienaventurados los pobres o bienaventurados los que sufren o bienaventurados los que tienen sed porque de ellos será el reino de los cielos. El dolor no como castigo sino como peldaño, ay. De ahí que se fusione en su ser con tanta belleza la pasión por lo místico y la palabra como manifestación. La oración y la poesía. No es casual que algunos de los grandes poetas de la historia hayan sido místicos como San Juan de la Cruz o Rumi, por ejemplo, porque hay analogías y conexiones entre la experiencia mística, la experiencia religiosa y la poesía, existen grandes semejanzas.

El pesar, pues, tiene correlato luminoso: la inminencia del encuentro con el Amado, como decía, le relajaron el rictus y, si la hubo, extrajeron del ánimo del poeta que leía las Escrituras, la incertidumbre. Recibir la unción de enfermos lo alivió de la fatiga de haber vivido con tanta intensidad. Morir sería un punto climático al que llega con esfuerzo, desde una vida de conflictos íntimos y mundanos, por lo que tal vez fue liberador. Se despedía de los tantos quebrantos de salud; del monitoreo y los tratamientos perennes; de la búsqueda de medicinas en la vergonzosa escasez; de la respiración siempre entrecortada: pescar aire para sus pulmones afectados por lo tanto que fumaba el que doblegó tantas tentaciones era un ejercicio aparatoso e inquietante que cumplía como si lo rebasaran los océanos.

Pesares pesados y pasados, en la despedida que ocurre el mismo día en que cumple años Juan Liscano, su editor décadas atrás de El Dios de la intemperie, se despojaría asimismo, amén de las cicatrices y los achaques, del arduo esfuerzo que le significaba andar, dar un paso, moverse por la ciudad que amó. Con su acontecida humanidad, esa escafandra que habitó sin rubor su espíritu único, la recorría con torpe motricidad, con lenta pesadez a la vez que con la cautela de quien recorre la cuerda en el vacío o está suspendido en el filo de la navaja. La conoció bien, sin embargo, la atesoró incluso y consideró, el imaginario de la urbe, inspiración. Caraqueño de origen y convicción —nació en este valle el 8 de septiembre de 1949—, entendía esta circunstancia febril al pie del Ávila, objeto de sus devaneos, como un cuerpo social y un organismo vivo. En infinitos talleres y seminarios invitó a reconstruirla con sus mejores palabras desde todos los ángulos posibles. Que volteáramos a la ciudad sin pan, a la ciudad pum, a la ciudad de los hechos rojos, a la ciudad Gotica. El agua de la fuente y del estanque, el silencio introvertido de los árboles, la  geométrica disposición de los bancos, los dedos verdes de la hierba, la blanca pulcritud de las barandas: todo en la plaza me convoca a vivir una  dimensión  de la existencia urbana que es la única que en verdad me importa, me interesa.

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Vio el mundo, sus espacios y sus tiempos, no solo en las lecturas. Viajó. Vio otras tantas ciudades. El autor que vivió en Solentiname, que creyó en la ‘revolución’ cuando Nicaragua era Ítaca, que entiende de Cristo desde su propio penar, que fue pupilo de Ernesto Cardenal, luego de estudiar filosofía en Caracas y Bogotá, se instaló en Suiza para continuar su formación. También en Inglaterra, Italia y Costa Rica. Conocedor de historia, de arte y de letras, con velocidad de asociación y para recordar la cita y clavarla en su sitio, así como la fe es parte de su condición, la palabra sería prolongación de su inteligencia y de su sentir. Incluía las perladas de encanto y las reunía de manera tal que reflejaban brillo, pero sobre todo por la sustancia, el meollo. Amaba la belleza, pero la encontraba fuera del territorio de las convenciones. Las preferiría desvestidas, francas, desprovistas de perifollo. Temblando desde la esencia.

Fue conductor de talleres y grupos literarios que han tenido mucho peso dentro de la historia de la producción literaria local. Verbigracia Calicanto, dirigido por Antonia Palacios, donde durante dos años compartió con escritores ahora tan reconocidos y pensadores tan valiosos que publican con estética desde lo hondo y lo simbólico, María Elena Ramos por ejemplo. Posteriormente, fue cofundador del grupo Tráfico junto con Yolanda Pantin, Igor Barreto, Miguel Márquez, Alberto Márquez y Rafael Castillo Zapata. Si me digo cristiano, si sé a qué y a quiénes me debo ¿a qué viene toda esa parafernalia psíquicamente mitológica del prestigio y la fama?

Y si su poesía, como oraciones, contundente y trémula, es honda y premonitoria como todo lo que remite a lo sublime y la salvación, su trabajo ensayístico también estremece; Rafael Arráiz Lucca, quien le dio la bienvenida cuando ingresó como individuo de número a la Academia Venezolana de la Lengua (Armando Rojas Guardia sería la letra W, en inglés la inicial de las preguntas básicas: why, who, when), ocupando la vacante de Carlos Pacheco, su hermano del alma, amigo desde la etapa de formación en el noviciado jesuita, dirá que su ensayística de ser posible supera a su trabajo poético “por su solidez y contundencia”.

Se trata de piezas que son cátedra de argumentación y hondura explicada con sencillez, aun cuando rocen lo intangible y lo místico para él, por cierto, tan a mano, tan a pedir de boca, tan en la punta de la lengua, esa con la que degustó vinos y empujó tantos medicamentos. La que se inhibió de blasfemias en tiempos de oralidad descoyuntada. Lengua que resistió y salió airosa. Todo cuanto produjo siete poemarios, cinco ensayos, un diario y un texto narrativo es colcha que alcanza para cobijarnos todos. Sin la poesía, yo no tendría conciencia ni conexión.

Sabio, la consciencia es término clave en su trabajo de orfebre de la palabra. La recomienda como brújula y como el camino mismo. El estar atento. El mirar y mirarse. El estar despabilado para vivir con todos los sentidos, vigilante a las circunstancias y observador dispuesto a captar la expresividad del mundo, como él dice, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta. Ello implica “un refinamiento orquestal de la vida de nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de los objetos que pueblan nuestro entorno”. Armando Rojas Guardia estaría persuadido y lo experimentaría en carne propia que vivir como amar es un riesgo que hay que correr, sin trampas ni atajos. “Asumió la contemplación como trabajo, como camino, como norte”, dirá el padre Infante, “axioma jesuita por excelencia”. No un ver para creer, es un ver para querer. La atención esta orgánicamente entrelazada con el evento físico, psíquico y espiritual de estar —consciente—: en una palabra, con el despertar. Una milenaria tradición religiosa identifica el despertar, el hecho de estar despierto, con el arranque mismo de la vida del espíritu. Su nombre puede encerrar alguna clave: está en guardia, la está armando. Vivir poéticamente es vivir desde la atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida.

Masaru Emoto quien estudió en Japón Relaciones Internacionales y en la India medicina alternativa murió persuadido de la fuerza de la palabra. Según su teoría, las palabras, oraciones, sonidos y pensamientos dirigidos hacia un volumen de agua influirían sobre la forma de los cristales de hielo obtenidos, cuando el agua se congela; las figuras microscópicas armadas en esas moléculas dependerían del contenido positivo o negativo de cada vocablo. Murió persuadido de ello y aunque sus fotos no se consideran todavía prueba de nada, es imposible dudar a estas alturas —y menos en Venezuela— de la influencia y las magulladuras en el alma de la violencia del verbo. De su consecuencia tóxica. Así como reza la oración puede el lector agradecerle el verbo a Dios y a Armando Rojas Guardia. Una palabra tuya bastará para sanarme.

Esa es la relación más visible entre la poesía y la experiencia religiosa, una experiencia del misterio y el misterio es, por definición, indecible, es lo que está más allá de toda palabra, como sintetiza Eloi Yagüe. “Para este místico de la poesía contemporánea venezolana la palabra es pan que se comparte”, añade Carlos Ignacio Murga; la consciencia, quien la dicta, es el vacío de lo incierto, el atravesar las noches oscuras del alma, en fin, la comprensión. Lo  que dijo recientemente el poeta Yves Bonnefoy: “La sociedad sucumbirá si la poesía se extingue”.

“¿Que qué querría yo que mi lápida dijera?”, le sonreiría a la poeta Hebe Muñoz que le hacía la pregunta en Génova, en el festival de poesía al que había ido pocos meses atrás. Enamorado de Antonio Machado, como cuenta Alberto Márquez, diría: “que aquí yace un hombre bueno”. En estas horas es consenso sin titubeos en torno a su legado y ternura, el hombre que romperé los espejos para ver el sol se constituye como una presencia tibia y acariciadora en los corazones de quienes lo leyeron y de los que tuvieron la fortuna de tenerlo entre los indispensables del paisaje personal.

Amigos míos, estoy existencialmente anclado en el aspecto trascendental y teologal de la esperanza porque en lo que respecta a la evolución de mi enfermedad solo aguardo lo peor. Los tumores en el páncreas suelen ser malignos. De manera que esa es la confirmación que espero de la biopsia. De todas formas no es poca cosa estar invadido incluso sensorialmente por la convicción de que mi relación con el Absoluto es una historia de amor, un antiguo romance que no nos defraudará, ni a Él ni a mí: me permitirá, llegado el caso, morir “in manos suas”. He estado leyendo el bello opúsculo del místico catalán de la Edad Media, Ramón Llull, titulado Cántico del amigo y del Amado. Me identifico con cada una de sus líneas, de sus frases. Dios es para mí lo que siempre ha sido: el Amado. Su amor, indefectiblemente fiel, hará que en el momento de mi muerte yo pueda decir a consciencia: estoy y estaré a salvo.

Publicado originalmente en https://eldiario.com.

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