(…) Tu silencio me acongoja
me preocupa y predispone
y aunque sea con borrones
escríbeme, escríbeme.

Guillermo Castillo Bustamante

Si extrapoláramos el sentido del imperativo “escríbeme” y, en lugar de asumirlo como dirigido a un tú, escucháramos en ese mandato la necesidad que tienen nuestras voces interiores de ser expresadas, veríamos que toda carta es, en principio, un escribir para sí mismo, porque también dentro de nosotros el silencio de lo no dicho puede acongojar y predisponer. Es, pues, desde la carta como indagación interior que me acerco al tema en el espacio  reducido de cuatro cuartillas.

Si bien en muchos casos lo que se le escribe al otro es confesión de aquello que no se aviene a ser dicho frente a frente, es también auto confesión, ascensión de lo no nombrado hacia esa zona a la que el lenguaje nos guía como lazarillo. Así, el ejercicio epistolar, a la vez que revela al otro nuestra intimidad, nos revela ante nosotros mismos y nos transforma en videntes. Videntes de un mundo cuya lectura solemos, demasiado a menudo, posponer para un hipotético después.

Es por todos conocido que el genero epistolar ha tenido y tiene grandes cultores. Según los entendidos, Cicerón fue uno de los personajes claves en la evolución del epistolario, pero quizá nunca terminemos de saber cómo la carta adquirió categoría de género. Unos estudiosos de la universidad de Siena –en busca de antiguos textos de retórica– descubrieron en 2009 un manuscrito que data de la Edad Media y que enseña cómo escribir cartas de amor. Conocido como Modi dictaminum el pergamino es, según los investigadores, el primer manual de escritura epistolar del que se tiene noticia.

A los seres humanos, curiosos por naturaleza, nos gusta hurgar en la vida de los demás, ¿y existe acaso una manera más elegante y solapada de hacerlo que leyendo epistolarios? Desde la brújula ontológica con que Rilke guía al joven poeta Kappus, hasta las cartas de erotismo salvaje que se intercambian James Joyce y su esposa Nora Barnacle, o las de ese amor sin roces físicos que García Márquez construye a punta de cartas entre Fermina Daza y Florentino Ariza, y sin dejar por fuera las filosófico políticas de Karl Marx a Vera Zasulich, las de Neruda a Matilde Urrutia, las de Edith Piaff a Marcel Cerdam –el boxeador al que ella llamaba “Señor Maravilla”– y las de tantas y tantos otros imposibles de nombrar aquí, el género epistolar ha despertado y despierta por igual en nosotros a la vecina chismosa o al lector sicalíptico, al investigador erudito o a la miss Marple de Agatha Christie.

En 2007, y a pedido de la editora Isabel De los Ríos, comencé a escribir lo que en principio iba a ser una compilación de cartas. Lo primero que pensé fue que el libro se llamaría Cartas del corazón, pues desde allí debían nacer esas palabras que, a modo de conjuro o exorcizo, permitirían el surgimiento de algunos de esos personajes que nos habitan y que el oficio de escribir vehiculiza para evitarnos –aunque no siempre– que vayamos a parar a un psiquiátrico. A medida que las iba escribiendo sentí que las cartas debían tener un hilo conductor, a falta del cual se convertirían en una especie de manual de redacción, lo que tampoco estaba mal, pero no era la idea. ¿Quién y por qué tendría en sus manos unas cartas tan disímiles, escritas ora por un niño, ora por una niña, ora por una mujer, ora por un hombre y cuyos destinatarios eran objetos, animales, sentimientos, personas? Descartando a los hackers, esos violadores de nuestros modernos epistolarios, solo un cartero, esa especie casi en extinción, podía detentar ese universo en donde lo cotidiano adquiere visos mágicos y donde tiempo y distancia parecen abolirse. Nació, entonces, Juan Bautista Avendaño quien, semejante a lo que fue el hilo de Ariadna para Teseo, me permitió transitar por el laberinto de personajes que atronaban en mí. Con la aparición de Avendaño la historia se articuló sola, pero ya el título había cambiado y de Cartas del corazón pasó a llamarse, por sugerencia de la editora, 16 cartas misteriosas, pero tampoco era ese su nombre y tuve que aguzar el oído para escuchar lo que toda obra le susurra a su autor, esto es, cómo quiere y debe llamarse.

Dice Juana de Ibarbourou: “Nada más inelegante que una carta con grandes tiradas poéticas y grandes párrafos pretenciosos. La carta, conversación en ausencia y en distancia, constituye quizá uno de los géneros literarios más difíciles de cultivar”. Atenta a su consejo fui depurando en mis cartas, y hasta donde me era posible, las pretensiones poéticas y los párrafos pretenciosos. Por la carga histórica y célebre que implicaba, nunca pensé en denominar esos textos como epistolario; surgió, pues, Cartario, es decir, un conjunto de cartas en las cuales prevalecían dos objetivos: primero, vindicar la voz de los otros personajes que me constituyen y, segundo, invitar a cada lector a conocer y expresar, a través de la escritura, aquellos que somos sin saber que somos.

En una de las lecturas que le hicimos al texto, los ojos de Isabel De los Ríos vieron que el principio quedaba mejor al final; sus argumentos, como buena doctora en Derecho que es –puestos para el caso en boca de la editora–, terminaron por convencerme. Pero Cartario, a pesar su rápida gestación de pollo –pollo del gallo epistolario y pollo porque demoró 21 días en nacer–, estaba lejos de ser bautizado. Viajes imprevistos, ilustradores elusivos, ilustraciones que no terminaban de captar la esencia del libro, terminaron por diferir durante cuatro años su “presentación en sociedad”. No fue sino en 2011 que la paciente y amorosa labor de Lilian Maa’Dhoor en la diagramación del libro terminó de dotarlo de aquello que mi palabra estaba exenta de tener que precisar. Lilian supo darle a cada carta un cuerpo, no un cuerpo cualquiera, sino ese personal y único que revalida la firma que cada una de ellas lleva. La servilleta desgarrada para la carta escrita con tachones y desde la rabia, la bolsa blanca de la farmacia para la Señorita Inyectadora, la hoja del cuaderno para la escrita como tarea escolar, el delicado papel en que se imprime un amor homosexual, son preciosa obra de ella.

No es ninguna novedad eso de que la escritura de cartas puede adquirir función de exorcizo. Algunas escuelas de psicoanálisis la promulgan y aconsejan; también la denominada literatura de autoayuda propone el ejercicio de darle a lo innombrado un cuerpo de palabras; poco importa que el o la causante de nuestras cuitas sea la indiferencia de una amiga o un jefe avieso, un amor no correspondido o una encrucijada moral, porque como bien dejó dicho Rómulo Gallegos en Cantaclaro, “al nombrar una cosa le vamos dando muerte”. Y, por contradictorio que pueda parecer, esa muerte, al liberarnos de aquello que nos vampiriza, genera nueva vida, nos abre espacios insospechados y nos hace más livianos y más flexibles.

Entonces, una vez escritas esas cartas, podremos despedir al fantasma que nos atormentaba con los versos de Jacques Dupin: “Vete, la casa está en orden, el venablo del viento la atraviesa”. Y ese viento –brisa suave o ventarrón– que pasa por nosotros ordenando la casa en la que, según las hermosas palabras de Heidegger, habita el ser, es –permítaseme expresar lo obvio–  el lenguaje, la palabra.

* Ponencia presentada en el 7º Encuentro con la Literatura y el Audiovisual para niños y jóvenes en Venezuela, 20 al 23 de junio 2012

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