líderes populistas
La epidemia populista mundial, y el derrumbe concomitante de las formas democráticas, tiene en Venezuela el modelo emblemático de destrucción endogenerada, pero no debería desconocerse su particularidad histórica.

“Creía que la democracia era un caos, ahora sé que es un cosmos”.

J.L. Borges

En uno de sus estudios sobre el peronismo, el investigador Raanan Rein sostuvo, con minuciosa fundamentación biográfica, la existencia de un inevitable soporte del líder más allá del carisma. No se refería a su ideología, su estrategia o certeza política. Dilucidaba con precisión una segunda línea de conducción que la historia no había considerado con detalle. La exagerada creencia en un vínculo directo de Perón y las masas soslayaba la eficiente espalda política de su coalición, a pesar de que le debía el amplio programa social y político que implementaba. El personalismo obstinado de este movimiento sepultó el reconocimiento de esas figuras fundamentales de segunda fila, y la centralidad autoritaria de Perón fijó el límite de su relevancia. La unificación bajo el resplandor del carisma fue también una trampa, impidió la trasmisión fluida del proyecto que encarnaba.

Este análisis del profesor israelí sobre la experiencia populista argentina ilumina el flagrante equivoco de Ernesto Laclau, el desaparecido teórico del populismo. La dinámica que promovía este sofisticado investigador de corte lacaniano, los núcleos de significantes únicos, emplazados como en un inconsciente individual, desconocen la heterogeneidad y los niveles cambiantes de la vida social. En su enfoque los significantes lacanianos sostienen por si mismos el carisma del líder y suscitan, correlativamente, un nuevo orden de la diferencia y equivalencia en la demanda de las masas, modalidades claves en su análisis del vínculo político.   La “equivalencia” de las demandas las coaliga, y hace afines frente a un mismo interlocutor y un mismo culpable (el antipueblo, un equivalente imaginario del anticristo). Lo contrario es la “diferencia” de las demandas, que las constituye individualmente, parcializa y obliga al desempeño institucional del estado (políticamente desagrega, divide los interlocutores, las causas y los culpables).

Si las demandas fueran solamente diferenciadas, atendidas institucionalmente, desaparecería la pujanza de una formulación que apunta siempre al líder y configura el centro de la ideología y práctica populista. Sería pura administración, casi como sucede en algunos estados nórdicos con voluntad generalizada de bienestar social. Por el contrario, si fueran solo equivalentes remitirían al líder, se disolverían las instituciones, habría gran pujanza popular, pero sin articulación racional serían acechadas por la anomia. Este borde teórico lo ejemplificó un entusiasta ministro chavista cuando observó el derecho de todos a tener un “televisor de plasma”, y unificó una demanda que usualmente está diferenciada, lo que movilizó afanes consumistas, colas anárquicas y finalmente saqueos de electrodomésticos. Usualmente, ambas variables, equivalencia y diferencia, se regulan entre sí. El predominio de la equivalencia organiza para Ernesto Laclau un modelo que, incluso apegándose a procesos reales, no a “esencias teóricas” previas, tampoco asegura un desenlace socialista en vez de fascista.

Estas maneras de tratar el fenómeno, no se agotan en estos ejemplos, ya que no hay solo diferencias metodológicas sino de aproximaciones a la singularidad social. La visión de Laclau esta imbuida del mismo plano imaginario que describe, la de Rain de un riguroso análisis particular. Quizás fue agraciado por su mirada “extranjera” sobre un fenómeno que tiende a chupar los observadores como un agujero negro. El simple análisis del populismo no explica mucho, a menos que se indaguen las condiciones particulares de ese proceso. Populistas fueron Chávez, Perón, Mussolini, Hitler, pero también Roosevelt, De Gaulle, Lula, Betancourt. Pueblo, esa entidad que funda la relación carismática del líder, es una metáfora del género catacresis, no tiene referente y configura un espectro imaginario, similar a Nación, que había analizado felizmente Benedict Anderson. El poder convocante no reduce la sustancia imaginaria de la expresión. Es eficiente en la fórmula jurídica “el pueblo llama al banquillo”, la querellante “el pueblo se levantó”, la personalizada “el pueblo quiere saber de qué se trata” o la metafísica “ la voz del pueblo es la voz de Dios”. El discurso que fraguó este imaginario, la utopía, la acechanza histórica y los aspectos prácticos del poder, son determinantes en cada caso.

El chavismo no tiene todavía estudios tan cuidadosos como otros populismos, y suele estar refractado por una mezcla de verdades ‘de opinión’ y verdades ‘de hecho’ sin tamizar. Por lo pronto, un primer repaso por los “hechos”, señala que casi a la inversa del proteccionismo económico peronista, con Chávez fue destruida la industria local. Notoriamente se promovió la importación masiva, fuente privilegiada de los negociados corruptos del control de cambio. Con Chávez los sindicatos fueron literalmente aniquilados, la acción social diferenciada de las instituciones fue sustituida por la equivalencia ejercida por las ‘Misiones’ (formato militar y religioso, como las misiones jesuíticas que derivaban todo a un poder superior). Se rechazaba la eficiencia y la idoneidad profesional porque la ‘diferencia’ anulaba la ‘equivalencia’ popular, y la creciente ideologización desembocó así en una impotencia técnica irreversible. Su coalición tuvo también una segunda línea de conducción, ideológica y antipolítica (aparte de la inteligencia cubana), pero desde el comienzo perdió sus alfiles mayores, en beneficio de cómplices equivalentes de todos los estamentos. Se creaban ministerios y los mismos ministros rotaban de uno a otro, porque la fortuna petrolera permitía desdeñar el conocimiento específico y subvencionar la equivalencia que pregonaba el discurso revolucionario. La corrupción no fue una degradación, sino una matriz básica, la política central, beneficiada por la buena fortuna petrolera. En este caso, podría aplicarse con menos equivoco la tesis de Laclau, ya que no existía una segunda conducción sustantiva, con real prestancia socialdemócrata o nacionalista, como ocurría con el peronismo. Se gestó una sociedad de cómplices y estafadores con un monótono paraguas ideológico y la complicidad oportunista del exterior.

El significante popular del chavismo permitió una expansión delictiva sin precedentes, una realización primitiva de capitalismo salvaje bajo la leyenda de un socialismo mágico en epifanía crónica. La lucha contra la corrupción, primera voluntad del chavismo, fue la primera maniobra de la corrupción, afección crónica cuya vacuna la tornó septicemia. La corrupción se tornó endémica porque era un sistema informal de distribución de riqueza. El núcleo de este liderazgo no tenía otro horizonte que su crecimiento y permanencia, una carcoma incesante de las instituciones al calor de la bonanza petrolera. Este vaciamiento desnudó la sociedad de toda normatividad. Así fue invadida progresivamente la estructura institucional, la empresa privada, las fuerzas armadas, la educación y la prensa, y luego muchos organismos de la “oposición”. Cuando las dos décadas de saqueo y destrucción sin freno tuvieron efecto y cesó el maná del petróleo, se enfrentaron a una oposición dura, real y claramente mayoritaria. Pero estaba inerme, sin representación orgánica, y ya el régimen había logrado tener casi la totalidad del poder económico e institucional en sus manos, incluida la fuerza armada, la policía, los tribunales y el hampa. Blindado el régimen, los que no pudieron engancharse como eslabones en la vasta quimera delictiva, fueron acosados por una brutal y desprevenida carencia, millones tuvieron que emigrar masivamente para sobrevivir. Mafias de la gasolina, del oro, del narcotráfico, del control de cambio, de la distribución, de la documentación, del transporte, de la medicina, etcétera, etcétera, modificaron el mapa económico del país. Estos negocios eran auténticas concesiones en connivencia con un gobierno que, como aquel capitán de Julio Verne en La vuelta al mundo en ochenta días, alimentaba las calderas con las maderas que desmantelaba de la misma cubierta del barco. La epidemia populista mundial, y el derrumbe concomitante de las formas democráticas, tiene en Venezuela el modelo emblemático de destrucción endogenerada, pero no debería desconocerse su particularidad histórica.

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