Luis Buñuel y Carlos Fuentes
Fuentes buscaba la manera de penetrar su rostro rudo pero escurridizo, con ojo a la virulé.

Así se leía en su ficha policial durante el franquismo: “Buñuel, Luis. Nativo de Calanda, Aragón. Anarquista, pervertidor, hereje y blasfemo, autor de dos películas que denigran a la nacionalidad española: Tierra sin pan y Un perro andaluz”.

Por más que lo marcaran las autoridades del régimen de esa manera, o precisamente por eso, Carlos Fuentes tenía otra opinión de su amigo exiliado en México: “Es el cineasta más honesto que existe en el mundo”.

Lo escribió en un trabajo hasta ahora inédito e inconcluso donde trató de desentrañar su cine bajo el título de La mirada de la medusa. Descansaba en el archivo personal que el autor legó a la Universidad de Princeton (EEUU) y lo acaba de recuperar Javier Herrera, experto en el director, para la Colección Obra Fundamental (Fundación Banco Santander). Es, sencillamente, una joya.

No solo desgrana y agiganta su dimensión artística. Da testimonio de uno de los nexos, aún no suficientemente explorados, que ha definido la cultura hispánica a nivel global en el siglo XX: aquel que une la vanguardia europea de principios de siglo con un líder destacado del surrealismo entre sus filas y los jóvenes escritores latinoamericanos que lo consideraban un faro de leyenda para toda su corriente.

No solo lo trató Fuentes. Quizás fue quien lo hizo de manera más íntima y continuada, con México como epicentro de la relación. También lo veneraban García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar o José Donoso. Los fogonazos de su cine se advierten en varias de sus novelas y cuentos. Existe una complicidad mutua a la hora de entender el mundo. Por eso Buñuel, un puro cineasta literario, quiso adaptar a Juan Rulfo, igual que lo intentó con Aura, de Fuentes, cuentos de Cortázar como Las menades, novelas de Donoso (El lugar sin límites), además de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. O, a la inversa también, García Márquez lo tentó para que transformara en imágenes algunos de sus guiones antes de la explosión atómica que supuso para su carrera —y para la literatura universal— Cien años de soledad.

Profeta de mayo del 68

Más allá del estilo o del discurso, los escritores del boom literario latinoamericano vieron en Luis Buñuel a un profeta. Y cómo tal, a alguien que predijo acontecimientos como mayo del 68. “¡Ah, cabronas antenas buñuelianas!”. Con esta expresión, a Carlos Fuentes se lo reconocía. Según Javier Herrera, “en esa época, el escritor se encuentra en París y vive muy de cerca los acontecimientos revolucionarios”. Por origen y formación, Fuentes, como Buñuel, pertenecían al mundo burgués dominante. “Pero con una conciencia crítica despiadada hacia ese mismo mundo para intentar humanizarlo a través de la cultura y del arte”, apunta Herrera. El autor va confirmando tesis y teorías discutidas con su maestro sobre el terreno. “La aproximación de Fuentes a su obra hasta ese momento tenía en cuenta principalmente las cuestiones estéticas derivadas de películas como Belle de Jour y ahondaba a través de ella en una dialéctica entre la ceguera y la visión artística. Pero a medida que el análisis de Fuentes iba encauzándose hacia la subversión ideológica y social que sus películas preveían, se dio cuenta de que la capacidad visionaria —y por tanto poética— de Buñuel se iba imponiendo”. Lo previsto se empezaba a plasmar en la práctica revolucionaria del mayo francés y en la consiguiente amarga decepción que supuso su fracaso para todos ellos.

De ese rico parentesco nace La mirada de la medusa. Ninguno de aquellos autores pudo cumplir su sueño de verse trasladados en imágenes por el maestro. “Tengo una tumba llena de proyectos muertos”, le confiesa el director a Fuentes. Pero cerca anduvieron. Lo mismo que él de buena parte de aquella camada de letra heridos dispuestos a hacer historia.

Si algo tenía Buñuel era buen olfato para según qué talentos. Lo mismo que Fuentes para elegir mentor. Y el cineasta lo fue. Así se desprende de sus cartas también y del estudio. “Entérese: estoy escribiendo un larguísimo ensayo sobre usted”, escribe Fuentes a su amigo el uno de noviembre de 1967. Según el autor, el sello Gallimard pretendía publicarlo en Francia con fotos de Antonio Gálvez y Mortiz en México.

Pensaba en 100 cuartillas. Más o menos es la extensión hallada por Herrera. Ha querido respetar la estructura de encuentros que conforma el libro: “Desde el punto de vista creativo, en este ensayo, Fuentes se muestra innovador y perfectamente coherente con el objeto de estudio. Lo conoce desde todos los ángulos posibles debido a su gran mutua complicidad y conocimiento. El primer elemento original es su estructuración en torno al concepto encuentro y su relación con cuatro lugares: París, dos en México y Venecia. También podría incluirse Madrid, aunque de modo más indirecto”.

A la capital de España acude Fuentes de manera sistemática en el texto. Su itinerario queda marcado por una brújula de sortilegios en los que se mezclan Velázquez con el Quijote, don Juan con Galdós y Valle-Inclán: “Vuelve a poner en circulación a las figuras del panteón español”, describe el autor.

De ese magma surge en gran parte el mundo buñueliano: como una vigorosa, radical y rabiosa puesta al día de su herencia cultural. Ultra moderno y decididamente tradicional. Salvaje y riguroso. Bestia sin amo, animal clarividente. Un visionario que descubrió el reverso de la España pacata en la que creció a medio camino entre los mundos opuestos del marqués de Sade, Freud y Darwin.

Un tipo que prefería sus pistolas a sus cuadros. “Almuerza y cena temprano. Se levanta a las cinco de la mañana y se acuesta a las nueve de la noche. No habla mientras come. Bebe todo el día, desde las once de la mañana”. A base de una rigurosa dieta de buñuelonis —medio de ginebra, un cuarto de Carpano, lo mismo de Martini blanco—, fueron conversando y asentando su amistad aunque jamás dejaran de tratarse de usted. Fuentes buscaba la manera de penetrar su rostro rudo pero escurridizo, con ojo a la virulé. “Es el toro y el picador, un burgués con cuerpo de campesino y máscara de intelectual”.

Lo consigue. Aunque en medio, ningún misterio quede sobradamente clarificado. Imposible, junto a alguien que adoraba al Quijote y a Don Juan como ejemplos modernos, precisamente por su genio para ambigüedad. Y es que Buñuel, por ejemplo, reivindicaba el erotismo casto de sus películas: “Esa tensión secreta entre pecado y placer”, en palabras de Fuentes. Un elemento que fascinó a autores como Henry Miller, pero que probaba también su medida y desesperada obsesión de no renunciar al exceso de sus propios deseos.

Es algo que persigue desde sus inicios en las irredentas Un perro andaluz y La edad de oro. Sin olvidarse del principiante que pegó la espantada de Hollywood, fue reconocido al final de su carrera en Europa, metió un corte de mangas al franquismo con la cara inmaculada de Viridiana y antes se asentó en México para esculpir un monumento a la libertad con genialidades y hachazos como Él, Los olvidados, El bruto, Simón en el desierto, El ángel exterminador, Nazarín o La vía láctea… Con todos ellos marcó el camino de sus herederos. Con todo ello sigue vigente como el más grande cineasta que ha dado España al mundo.

Publicado originalmente en elpais.com

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